9 de julio 2024, El Espectador
Un jefe me dijo que yo era tan rebelde que mi firma parecía una flecha en contravía. Quizá por eso me aburren los cocteles de tacón alto y los horarios para comer, para amar y rezar, y huyo de los coros de supuestos sabios que se dan cuerda para criticar al gobernante de turno, mientras pontifican desde su tribuna las soluciones a los caos “del mundo mundial”. Parece que tenemos una atracción fatal por fungir de epidemiólogos en pandemia, directores técnicos durante los partidos de futbol y presidentes cada 4 años.
En cambio, me gusta la gente que se pone los guayos, la que rema y la que se levanta a las 4 am para amasar el pan; la que se le mide a los desafíos cuando la causa importa; la que piensa más en el país que en el prestigio personal, y sabe que ejercer un cargo de alto rango en un gobierno mayoritariamente repudiado, implica tener coraje y someter la teoría discursiva a la prueba de fuego de la realidad.
Por eso celebro que el presidente Petro haya nombrado a Juan Fernando Cristo ministro del Interior; y celebro que Cristo haya aceptado. No debió ser fácil para ninguno de los dos; pero la política –la que se hizo para servir al pueblo y no al ego– exige reconectar las neuronas de una manera distinta y no solo pensar fuera de la caja, sino romperla en caso de emergencia, para evitar la tentación de volver a caer en ella.
Cristo tiene una habilidad política a prueba de partidos, urnas y caciques. Pero lo que realmente me gusta del nuevo ministro del Interior, es que desde siempre ha trabajado los temas de paz. Como senador “hacedor” de leyes, como ministro de la misma cartera en el gobierno del expresidente Juan Manuel Santos, como columnista y autor de libros y cofundador del movimiento Defendamos La Paz, Juan Fernando Cristo ha reconocido y dignificado a las víctimas de nuestros conflictos armados, y se ha metido con alma corazón y vida en la construcción de un país libre de violencia.
Cuando asesinaron a su padre, Juan Fernando habría podido elegir la ruta más fácil y más estéril. Pero en lugar de endosarse al odio, decidió enfrentar su propio dolor desde la óptica de la no repetición; quizá eso lo salvó (nos salvó) de caer en los círculos viciosos de la justificación y la retaliación.
Estoy tan convencida del compromiso de Juan Fernando Cristo con el tema de la paz (nombrada solo así, tan urgente que no aguanta pelearnos por los apellidos) que creo que nada ni nadie lo hará apartarse del mensaje enviado al país y al gobierno, al haber tenido con el equipo de paz su primera reunión de ministro designado. Él bien sabe lo que significa el Acuerdo firmado en el 2016 en el teatro Colón, y hará hasta lo imposible para que ni la indiferencia ni la falta de ejecución lo sigan arrinconando. Cristo comprende la tristeza y el fracaso que hay detrás de cada firmante al que le arrebatan la vida por apostarle a la paz. Y sabe que cada líder social asesinado es un pueblo condenado a seguir siendo un alfiler más, en el mapa de la burocracia. Cristo sabe que ya no estamos en una guerra entre una insurgencia y un Estado, sino en algo mucho más complejo, y que solo una mezcla de innovación y justicia, de generosidad y firmeza, de sensatez y de genuino amor por la vida, podrá lograr que ¡por fin! pasemos la página de la violencia.
Confío también en la capacidad de Cristo para sacar adelante el acuerdo nacional, porque esta manía de pelear y descalificarnos los unos a los otros, es urgente cambiarla por la virtud de convocar, conciliar y trabajar.
Juan Fernando, porque el tiempo se agota y porque sé que usted quiere y puede, le pido que usted sea –sobre todo y por Colombia– nuestro ministro de la paz.