Fue el 19 de julio de 1924, cuando la Gendarmería y la Policía fusilaron a cientos de hombres, mujeres y niños del Pueblo Qom y Moqoit. Los responsables materiales e intelectuales tuvieron impunidad. Se trató de un delito de lesa humanidad perpetrado por una política estatal. El trasfondo, al igual que hoy, los territorios indígenas.
Durante 45 minutos se escucharon los fusiles de lo gendarmes y policías. Y también resonaron los gritos de cientos de indígenas Qom y Moqoit. Fue el 19 de julio de 1924, a las 9.30 de la mañana, en el Chaco. «Masacre de Napalpí», es el nombre histórico del hecho atroz. Por el asesinato de entre 500 y 700 indígenas no hubo condenados. La decisión de la matanza fue política y el motivo, tan vigente, el interés económico-empresario-gubernamental de exprimir los territorios indígenas. «La reparación tiene que ver con las tierras. Y el Estado es responsable», afirmó David García, del Pueblo Qom e integrante de la Fundación Napalpí.
Napalpí (el lugar hoy lleva el nombre de «Colonia Aborigen») está ubicada a 120 kilómetros de Resistencia. Allí funcionaba la Reducción de Napalpí, donde hombres, mujeres y niños eran obligados al trabajo esclavo. El Estado de entonces sometía a los pueblos originarios en «reducciones», donde el discurso oficial era «civilizar» al indígena. Pero Napalpí era una suerte de campo de concentración, donde reinaba la explotación, el sometimiento y la violación de derechos.
El Territorio Nacional del Chaco (aún no era provincia) ya se perfilaba como un gran productor de algodón: 50.000 hectáreas de cultivo y pretendía ir por más, de la mano de la demanda internacional. Estaba gobernado por Fernando Centeno y el presidente de Argentina era el radical Marcelo T. de Alvear.
Los libros históricos «Memorias del Gran Chaco» (de Mercedes Silva) y «Napalpí, la herida abierta» (de Vidal Mario) coinciden en describir el maltrato extremo y constante que sufrían los indígenas. Y la reconstrucción de aquel momento confirma que se habían organizado en reclamo de mejoras e, incluso, la posibilidades de irse a los ingenios azucareros de Salta y Jujuy.
Ese fue el motivo de lo que sobrevendría en la mañana del 19 de julio. El Regimiento de Gendarmería de Línea (en 1938 pasaría a llamarse Gendarmería Nacional) y la policía, se movilizaron hasta Napalpí. Más de cien efectivos. Y a las 9.30 se inició el fusilamiento. Duró al menos 45 minutos. Pero no quedó solo allí: los efectivos avanzaron sobre los heridos, los remataron e incluso realizaron una cacería de semanas sobre los que habían podido escapar.
El 29 de agosto —cuarenta días después de la matanza—, el ex director de la Reducción de Napalpí, Enrique Lynch Arribálzaga, escribió una carta que fue leída en el Congreso Nacional: “La matanza de indígenas por la policía del Chaco continúa en Napalpí y sus alrededores; parece que los criminales se hubieran propuesto eliminar a todos los que se hallaron presentes en la carnicería del 19 de julio, para que no puedan servir de testigos si viene la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados”.
Marcelo Musante, sociólogo y parte de la Red de Investigadores/as en Genocidio y Política Indígena lleva más de quince estudiando lo sucedido en el Chaco. Y suele enumerar los nombres primarios de la matanza: el gobernador Fernando Centeno; el jefe de Policía Diego Ulibarrie; el comisario Roberto Sáenz Loza, el sargento Alejandro Verón y el administrador de la Reducción, Mario Arigó. También recuerda que el ministro del Interior de la Nación era Vicente Gallo.
«La Masacre de Napalpí fue una consecuencia de las características del sistema de disciplinamiento impuesto desde el Estado y los sectores privados de la región a los pueblos indígenas. La matanza continuó los días siguientes con la policía persiguiendo a la gente por el monte. Los relatos de las personas sobrevivientes son de espanto y crueldad. Asesinatos de niño/as y anciano/as, violaciones, mutilaciones y cuerpos quemados en fosas comunes. Durante mucho tiempo, la Masacre de Napalpí fue encerrada al olvido», describe.
Los diarios de la época —tan parecidos a los del presente— hablaron de «enfrentamiento». Musante recuerda que el diario La Nación, el día mismo de la masacre, publicó una nota mencionando telegramas de preocupación de la Cámara de Comercio del Chaco y de la Sociedad Rural al presidente Alvear, respecto al riesgo que podría correr la producción agrícola. El Ministerio del Interior mencionó en sus memorias que “dicha reducción (de Napalpí) sufrió grave retroceso por indígenas traídos de distintos puntos del territorio por agitadores de profesión cometieron desmanes de todo género”. Musante aclara: «El indígena aparece como el culpable. Como el sujeto que se relaciona con ‘agitadores’ y pone en riesgos el desarrollo económico».
Una excepción fue el periódico Heraldo del Norte: “Como a las 9, y sin que los inocentes indígenas realizaran un solo disparo, hicieron repetidas descargas cerradas y enseguida, en medio del pánico de los indios (más mujeres y niños que hombres), atacaron. Se produjo entonces la más cobarde y feroz carnicería, degollando a los heridos sin respetar sexo ni edad”.
Memoria, verdad y justicia
Los responsables materiales e intelectuales nunca tuvieron condena. Ni estuvieron sentados en ningún banquillo de los acusados. Fue un crimen silenciado en Chaco (y mucho más en el resto del país). Gracias, sobre todo, a la propia organización de las comunidades indígenas fue que se avivó la memoria. También colaboraron —desde distintos lugares— historiadores, investigadores, docentes y periodistas.
Fue vital la conformación y el trabajo de la Fundación Napalpí, que siempre exigió justicia por la masacre.
Juan Chico, historiador qom, nacido y criado en el lugar de la matanza y parte de de la Fundación Napalpí, fue un activo militante por la memoria y la justicia. Escribió (junto a Mario Fernández) el libro «Napalpí. La voz de la sangre». Siempre recordaba que los asesinados fueron al menos 700 personas (mucho más de los 200 que mencionan los diarios de la época) y valorizaba que en el Chaco se hablara cada día más de la masacre de indígenas. Y solía trazar un paralelo con el presente: “Argentina ha avanzado mucho respecto de los derechos humanos, pero pareciera que los indígenas tenemos derechos humanos de segunda, parte de la sociedad nos sigue considerando inferiores y nuestro genocidio sigue invisibilizado”.
El Estado chaqueño pidió públicamente perdón en 2008.
En 2022 se realizó, en tribunales federales, un «juicio por la verdad» por Napalpí. En palabras del mismo Tribunal, “tuvo la finalidad de conocer la verdad de los acontecimientos, calificado por la Fiscalía como delito de lesa humanidad, ejecutado por el Estado y civiles, con el fin de acallar la protesta de los pueblos indígenas por mejores condiciones de trabajo”. El debate no buscó responsabilidades penales, sino hacer una determinación judicial de los hechos y conocer la verdad de lo acontecido.
Este tipo de juicios tiene su antecedente en los procesos judiciales por los hechos de la última dictadura cívico-militar, mientras estaban vigentes las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. En el caso de Napalpí las personas que debieran ser juzgadas ya estaban fallecidas, pero el proceso sirvió para establecer la responsabilidad del Estado en la violación a los derechos humanos.
«Napalpí fue parte de un plan sistemático para destruir a los pueblos indígenas», señaló el qom David García en el marco del juicio. El Juzgado Federal N°1 de Resistencia, a cargo de Zunilda Niremperger sentenció que existió responsabilidad del Estado argentino en el asesinato de entre 400 y 500 personas de los Pueblos Qom y Moqoit. «La masacre fue un delito de lesa humanidad cometido en el marco de un proceso genocida de los pueblos indígenas», estableció la jueza Niremperger.
La sentencia reclamó al Estado Nacional medidas reparatorias para esos pueblos en materia de políticas de salud, de educación, de capacitación a las fuerzas de seguridad en diversidad cultural y de construcción de memoria sobre los hechos. Pero no se aludió a la reparación en materia de restitución de tierras a las comunidades.
La Jueza confirmó la categoría de delitos de lesa humanidad para la represión, la matanza y la persecución que constituyó la Masacre de Napalpí, “cuya imprescriptibilidad posibilita que a pesar del tiempo transcurrido se pueda investigar, y de ese modo procurar su reconstrucción desde una perspectiva histórica”.
El 11 de julio, en la ciudad de Buenos Aires, se realizó una jornada titulada “Napalpí. A 100 años de la Masacre”, donde no sólo se conmemoró lo sucedido en 1924 sino que también se analizaron las implicancias en el presente. Tuvieron la palabra integrantes de los pueblos Qom y Moqoit, de la Fundación Napalpí, historiadores, abogados y antropólogos, entre otros.
Estuvo presente García, de la Fundación Napalpí: «Nuestros hermanos siguen con muchas necesidades, sin trabajo, dependiendo muchas veces de la entrega de comida. Necesitamos el territorio suficiente y políticas de apoyo para vivir dignamente».
Este 19 de julio, a cien años de la matanza, habrá actos en Resistencia y en Colonia Aborigen (como fue renombrado el lugar por el Estado), donde sucedieron los crímenes.
Un modelo económico-político y un proceso genocida que no termina
La (mal) llamada «Conquista del Desierto» es la más conocida de las campañas militares contra los pueblos originarios. Pero no fue la única. También hubo una campaña al oeste (Cuyo) y otra al norte, también llamada del «Desierto verde». Cada una tuvo su particularidad, pero todas coincidieron en atentar contra la vida indígena y apropiarse de sus territorios. ¿El objetivo? Incluir esas tierras al mercado capitalista, a la «producción», obtener dinero, aunque implique miles de vidas.
La Red de Investigadores/as en Genocidio y Política Indígena acuñó una definición que señala que los pueblos indígenas sufren un proceso con prácticas genocidas que aún no terminó, donde los campos de concentración (desde Valcheta a Martín García), las matanzas (desde Napalpí a Zapallar o Rincón Bomba) tienen un punto una continuidad histórica en las muertes por desnutrición y enfermedades evitables en comunidades de Salta, o en la represión que padece el Pueblo Mapuche, en los asesinatos del diaguita Javier Chocobar o Rafael Nahuel.
En el mismo Chaco, un siglo después, el avance de la frontera agropecuaria avanza sobre bosque nativos y, al mismo tiempo, viola derechos de indígenas y campesinos. Siempre con la complicidad del poder político y Judicial.
Ni el genocidio indígena ni Napalpí tuvieron reparación. El motivo es simple: todo intento de hacer justicia para los pueblos indígenas debe incluir —por la propia demanda originaria— el territorio. Y, sin distinguir color político, los gobiernos prefieren esas tierras para el extractivismo (petrolero, minero, forestal, agropecuario).
Aún así, como desde hace generaciones, los pueblos indígenas seguirán exigiendo lo que los hace ser quienes son: el territorio. Para cuidarlo, sembrarlo, para convivir.