Actuar en lo local y pensar en lo global. Es parte del hacer cotidiano que guía a la huerta comunitaria El Campito, en una plaza de La Plata. Al inicio, los propios vecinos los miraban con recelo, pero ahora se acercan a charlar, trabajar y cosechar tomates, zapallos, lechuga, acelga y cebolla. Autogestión, recuperación del espacio público y autoproducción de alimentos.
Por Lautaro Nuza/ Agencia Tierra Viva
¿Cuándo un acto se vuelve un hito? ¿Cómo un cambio, en principio imperceptible, se transforma en ineludible? La odisea de cambiar al mundo muchas veces provoca desborde y deja sin aliento. Entonces, la pregunta que interpela: ¿qué hacer? Y una respuesta que no tarda en llegar: no quedarse quietos, imaginar y construir con otros. Algo de todo eso fue la antesala de una huerta comunitaria en la ciudad de La Plata, un espacio que va desde lo micro (un barrio) a lo macro (otros modos de vida).
Emiliana Gallo es trabajadora social. No supo quedarse quieta cuando en su trabajo le dijeron que no había fondos para seguir con las actividades y que lo único que quedaba era la incertidumbre. Incertidumbre de tiempos violentos.
Y así inició un taller de huerta en el Centro Cultural “El conventillo”. Una iniciativa que salió de ella, en una búsqueda por aplicar sus conocimientos académicos y aquello que la fascina: las plantas.
Facundo Cagni es estudiante en la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales y está realizando la TUNA (Tecnicatura Universitaria en Agroecología), una carrera que se inició en el 2022. Es compañero de Emiliana y dice que ella es “una loca de las plantas”. Ambos creen que «la vida se vive de a muchos» y, quizá, que los llevó a construir una huerta en el barrio Altos de San Lorenzo (21 y 77). Dicho sea de paso, el barrio necesita comida.
Hay una plaza en el barrio que bien conocen. Es la típica plaza de barrio periférico, sin demasiados “compromisos”. La estética está en los centros, acá no hay luces ni veredas prolijas ni bancos. Algunos dirían que es más bella esta naturaleza.
“La huerta se dio de una forma muy orgánica, sin ninguna pretensión”, dice Facundo, de 24 años “Todo empezó cuando los papás de Emiliana sacaron un agave del patio porque estaba cerca de un caño y no teníamos dónde ponerlo. Ahí fue cuando se nos ocurrió ponerlo en la esquina del campito. Ese fue el hito que inicio la idea de llevar plantas a esa esquina”.
Emiliana asegura que la idea de hacer la huerta comunitaria surgió de las ganas de querer militar en el marco de algún espacio y no encontrarlo. Después de algunos inconvenientes con los municipales que cortan el pasto de la plaza sin discriminar entre “malezas (como llama el agronegocio a las plantas que no le son productivas) y buenezas”, pudieron delimitar un espacio y una idea: la esquina es una huerta comunitaria barrial y se llama “El campito”.
A pesar de una primera desconfianza al ver dos personas en la plaza trabajando con herramientas, sonríe Facundo mientras relata, finalmente fueron acercándose los vecinos y vecinas. ”Vimos también la necesidad de poner carteles para dar a conocer qué hacíamos, hacer un Instagram también, para mantener a la gente informada”, completa Emiliana y agrega que se repartieron folletos casa por casa con los datos del emprendimiento y también con un instructivo para utilizar el compost. “Hay muchas niñeses curiosas que se acercan a ayudar o ver qué es lo que hacemos. Es un intercambio muy lindo, muy ameno”, señala Facundo.
Además de aquellos que se acercaron a ayudar y a charlar, hubo quienes también se entusiasmaron demasiado con la huerta y combinaron lo «lúdico» con lo vegetal. «Nos encontramos a algunas personas que estaban ahí cortando y revoleándose tomates”, cuenta Emiliana, que llegó a ver a los jóvenes y que salió corriendo en pantuflas desde la casa de sus padres: “Tuvimos que decirles ‘che acá trabajo yo’ y cuidá el espacio porque acá hay un trabajo que es gratuito y no tenés por qué dañarlo, o explicar de que es comida”.
Es un trabajo cotidiano de concientización. Otro día un auto frenó y se llevó veinte zapallos en el baúl. Después crecieron otras camadas de zapallos y fue como un “bueno, no importa, ojalá que esa persona realmente lo utilice para consumo propio”, reflexionan.
Cuando el hambre es noticia nacional y el robo de los recursos es un proyecto de ley, Emiliana y Facundo dicen que la comida no se le niega a nadie: “Esa es la perspectiva desde la cual trabajamos, ver al alimento como un derecho, una necesidad, y no una mercancía”.
Después de sumar algunos brazos a la causa, la huerta del “campito” dio sus primeros alimentos: zapallo, tomate, habas, lechuga, remolacha, acelga, hinojo, puerro y cebolla, entre otros. También aromáticas como romero, lavanda, orégano y menta. Además de plantas nativas, como “vara de oro”, que son hospedadoras de polinizadores. Todo lo cosechado es repartido en el barrio y en un un comedor cercano. “No es la huerta comunitaria nada más, sino que también es el mantenimiento del espacio público, de la plaza del arroyo Maldonado”, precisa. También tienen el proyecto de iniciar una «fito remediación» del arroyo mediante la inclusión de plantas que limpian el agua de manera natural.
Queremos que se sostenga el espacio. Responde Facundo al preguntar por las expectativas que tienen. ”Es un lugar muy lindo, de encuentro con los vecinos, un espacio de disfrute, donde ponemos las manos en la tierra y estar en naturaleza al aire libre. Queremos llegar a más gente y que se interesen por la producción de alimentos de forma agroecológica y barrial”, explican.
Emiliana espera que ese espacio pueda ser apropiado por más vecinos y vecinas. Quieren, por ejemplo, que se trabaje con el compost y que se avance en la concientización de los derechos que se tiene como pueblo.
El espacio común, una trinchera
Los espacios comunes han sido siempre esenciales para el desarrollo de la humanidad, cuenta Gloria Sammartino, antropóloga especializada en temáticas alimentarias, titular de la materia Socioantropología de la Escuela de Nutrición de la UBA. “Los espacios comunitarios, como las huertas, siempre fueron una manera de cuidar los recursos, los bienes ambientales, para la producción de alimento del pueblo”, afirma.
Algo pasó en las últimas décadas, señala Gloria, que se perdió la capacidad de autosustento de las sociedades y esto “tiene sus bases con el origen del capitalismo y la mercantilización de todos los bienes colectivos”. Asegura que con el establecimiento del modelo capitalista, se fueron cristalizando cada vez más estas prácticas productivas y hoy en día pareciera ser que todo ese pasado reciente (donde se cultivaba), jamás hubiera existido.
Según Gloria, que también forma parte de la Red de Cátedras Libres de Soberanía Alimentaria y Colectivos Afines (Red Calisas), estas huertas son una manera de recuperar todo este andar que se venía transitando, pero también pone en el centro la importancia de la producción de alimentos sanos. “Van apareciendo cada vez más huertas urbanas en distintos espacios, muchos de ellos son pequeños, comunitarios, hechas por vecinos, vecinas, estudiantes o distintas asociaciones o colectivos. Está pasando algo que sucede en todo el mundo. Es importante plantearlo”.
Se constituyen espacios de resistencia, plantea, donde este “fenómeno incipiente” además de revolucionario, tiene su “potencial creativo y artístico” porque “tocar la tierra, hacer los plantines, hacer los abonos naturales, todo está vinculado con el reciclado, con el compostaje”. Hay muchos objetos que se descartan y que pueden ser utilizados para llevar a cabo estas huertas. Allí están para Gloria las acciones creativas: “En el sólo hecho de buscar todos estos elementos, de comprender su potencialidad, de ver crecer la semilla y ver a lo largo de los meses cómo se convierte en planta para que luego se coma y nos nutra, eso nos conecta con el arte, la creatividad y también con la salud, con mirar la vida de otra forma, no desde la mercantilización, sino desde un lugar donde podemos hacer nosotros”.
“No hay nada más subversivo que plantar una semilla y producir un alimento”, suele decir Vandana Shiva. Además traccionan con otro fenómeno como las «casas de semillas», espacios colectivos que guardan y comparten semillas criollas, lejos del mercado transgénico y de la comercialización de la vida. “Son espacios donde está la vida, se puede respirar. Son lugares de belleza en medio del cemento”, asegura Gloria.
Las huertas, como El Campito, son espacio para encontrarse, resistir desde la solidaridad y la comunidad, desde los pequeños actos que cambian la realidad. Donde queda en evidencia que plantar una semilla es un gran acto de rebeldía.