En Las Petacas, localidad de Santa Fe, Lola Arrieta logró que las fumigaciones con agrotóxicos se alejen de su casa y de sus hijos. Uno de ellos, adolescente, llegó a ser utilizado por empresarios como «bandera humana» para señalar dónde rociar con herbicidas. Ahora la mujer exige que no instalen un galpón con venenos a metros de su vivienda. «Son pueblos donde mandan los sojeros», denuncian vecinos de la zona.
Por Mariángeles Guerrero/Agencia Tierra Viva
Lola Arrieta tiene 47 años y seis hijos. Vive en Las Petacas, a 300 kilómetros de la ciudad de Santa Fe y a 200 kilómetros de Rosario. El pueblo del sudoeste santafesino se hizo conocido, dos décadas atrás, por el caso de los “niños bandera”, adolescentes que eran utilizados para marcarle los campos a los tractores pulverizadores (conocidos como «mosquitos») y a los aviones mientras fumigaban con agrotóxicos. Arrieta es madre de uno de esos niños y luchó por ponerle fin a aquella práctica. Ahora, denuncia que un ingeniero agrónomo quiere instalar al lado de su casa un galpón para guardar los «mosquitos» y envases con agrotóxicos.
“Yo no quiero saber nada, porque ya sé lo que trae todo esto”, dice Arrieta. La mujer, su esposo Miguel Meraglio y sus tres hijos más pequeños viven en la última calle del pueblo. A cien metros construyeron unos galpones donde guardan los «mosquitos». Ella cuenta que hace más de un año que ya no fumigan cerca de su casa, pero anteriormente, cada vez que echaban el veneno, sus hijos se enfermaban.
En 2006, una nota periodística de Luis Blanco publicada en el diario La Capital de Rosario, puso el foco sobre el caso de los «niños bandera» en Las Petacas. “Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se llama esquinero. Después, hay que contar 25 pasos hacia un costado desde el último lugar por donde pasó el mosquito, desde el punto medio de la máquina y pararse allí”, contaba entonces uno de los niños contratados para señalar como eran utilizados para pulverizar agrotóxicos sobre los cultivos. Les pagaban entre 25 y 50 centavos por hectárea, fumigaban a dos metros de ellos con glifosato o 2-4D.
“Los chicos vivían con diarrea y vómitos. El más chiquito se retorcía del dolor de panza. Les daban medicamentos pero no se les pasaba. En su momento quise hacerles un análisis de agroquímicos, pero los médicos no me escucharon. Desde que dejaron de fumigar, no sé lo que es que mis hijos tengan diarrea, vómitos o dolor de estómago”, cuenta Arrieta.
Tras la denuncia de la instalación del galpón, citaron a Meraglio a la comuna de Las Petacas para hablar con el denunciado, el ingeniero agrónomo y fumigador de la zona. “Él dijo que le hiciéramos juicio, que total él pagaba. Pero a mí no me importa la plata, yo lo que quiero es salvar la vida de mis hijos”, alza la voz. En el campo donde se realizaban las aspersiones se sembraba soja y maíz. Poco después, hicieron los tinglados y no continuaron fumigando.
«Cuando fumigaban se sentía el olor al líquido hasta dentro de la casa. Y dicen que uno es exagerado o que son locuras de uno. Nos fumigaban a la noche y ni las plantas crecían. Ahora tenemos otra vez las plantitas que están lindas», compara la mujer.
Pero la nueva amenaza es el depósito. «No se puede permitir que llenen de tinglados el pueblo para meter cosas ahí adentro. Yo les dije que busquen otro lugar, que lo hagan lejos de las casas, porque ahí a la par también tenemos una señora que tiene cáncer, hay chicos, hay gente grande. Les tiraría ese veneno con el que fumigan al frente de la casa de ellos, a ver si les gusta», cuestiona. Desde la comuna, la respuesta es que el depósito se utilizará sólo para guardar herramientas.
Las Petacas está ubicada a 50 kilómetros de Sastre, donde la organización de los vecinos logró un fallo judicial que estableció una distancia de 1.000 metros para las fumigaciones. Actualmente el fallo tiene un recurso directo ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación. También está distante, a 30 kilómetros, de San Jorge, donde en 2010 se consiguió otro fallo emblemático. Sin embargo, en Las Petacas no hay ninguna normativa de protección. Toda la zona presenta los mismos problemas: la afección por los agrotóxicos. «Son pueblos olvidados del mundo, son lugares chicos donde mandan los sojeros», denuncia Horacio Brignone de Vecinos autoconvocados de las localidades de María Juana y Sastre.
El activista socioambiental explica: «En general los mosquitos se guardan en galpones, en la periferia de los pueblos, pero son lugares que tienen un diámetro de seis o siete cuadras. Y los guardan ahí porque el campo está totalmente despoblado. No hay galpones, no hay nadie y dejar un mosquito ahí es carne de cañón para que te lo afanen. En los pueblos, donde mandan ellos, hacen lo que quieren».
También cuenta que estos hechos generaron quejas de los vecinos, pero «pasa el tiempo y no hay apoyo de las autoridades, que están más bien con quienes fumigan, pues son casi empleados de ellos o son ellos mismos productores agropecuarios», contextualiza. «Todo eso desanima a los vecinos que reclaman. Tenés que tener mucha tenacidad y constancia. En Sastre, durante y después de toda la movida que generó el fallo, hubo muchos aprietes».
La situación de inacción en términos legislativos se replica en la Legislatura provincial. «El fallo de San Jorge encendió una luz de alarma y se hicieron simulacros para sacar normas provinciales, pero nunca se llegó a nada. Los legisladores siempre están del lado de los productores, no conocen nuestra realidad», lamenta Brignone.