25 de junio 2024, El Espectador
Llevo mucho tiempo en este mundo y he sido testigo a distancia de Vietnam, de Irak y Pinochet; de Ucrania y Columbine; de Tlatelolco, Gaza, el Apartheid y las Torres Gemelas. Me ha tocado el alma –y de cerca– el asesinato de periodistas, políticos, líderes y artesanos; me consta el desespero de la gente en un pueblo sitiado, la impotencia frente a “la arrogancia de las armas”, la indefensión ante un panfleto con sentencias de muerte. He visto a indígenas y a campesinos, a presos y a combatientes pidiendo que los negociadores no se levanten de las mesas de diálogo hasta no conseguir que las balas se queden sin oficio. Por eso me parece tan inverosímil que –en términos generales– la paz genere más escepticismos que la guerra, y sea más insólito apostarle a la confianza que a los fusiles. ¿Por qué mientras más tenemos, elegimos ver los vasos medio vacíos, mientras nos ahogamos en nuestra propia sed? ¿Qué nos llevó a encerrar la sonrisa, a desacreditar el optimismo y negarnos el valor de ser distintos? Será el miedo al miedo… el imán de la estasis; la angustia de perdernos en un bosque pintado de oscuro por nosotros mismos. Y ¡ay de quien se atreva a decir que vale la pena creer en las utopías! Eso se volvió impensable en una sociedad que prefiere identificarse con los apocalipsis y negar los amaneceres.
¿Cómo evitar esta obsesión por buscar salvoconductos en la costumbre, en las zonas de confort, en las vitrinas con llave? Véndame un flotador –por si acaso–. Véndame un “siempre y cuando”, porque las cláusulas y los asteriscos servirán de rendija para escabullirnos. Véndame dos guerras, porque esa pancarta de la no violencia es un rezago de los hippys.
¿En serio pensamos que es más riesgosa la reconciliación que la venganza? Mientras más difíciles estén las cosas, más fuerte debería ser el deber ético de no darnos por vencidos; de persistir en el empeño de lograr una convivencia que nos haga sentir orgullosos.
Siento que, dentro de muchos años, cuando las generaciones hayan evolucionado y el planeta tenga más vocación de renacimiento que de cementerio, será prácticamente imposible explicarle a un niño por qué antes la gente traficaba con la muerte, por qué la intimidación era el pan cotidiano y morirse de viejo y no de 4 tiros era un privilegio. ¿Cómo explicarle que dejamos secar los ríos, que llenamos de basura los mares, calentamos el mundo y quemamos las selvas? Dirán los niños –y con razón– que éramos una manada de locos inconsecuentes, y nos reclamarán desde su futuro incierto porque no pensamos en ellos, ni en nada, ni en nadie más allá de la tibieza de nuestros límites, de nuestras listas de pretextos para intentar decir que fue un ancla insalvable –y no nosotros mismosv lo que nos impidió izar las velas y navegar.
Todavía tenemos tiempo; si estamos vivos será por algo y para algo, y no solo para exigir que los demás hagan, que los demás solucionen, que los demás pongan la cara y remienden el mundo que entre todos llenamos de grietas. Todavía tenemos tiempo. 60 pulsaciones por minuto. 3600 por hora. Más de 86.000 por día. No me digan que no es suficiente, que no alcanza el aire, que se acabaron las fuerzas y convertimos la línea de menor resistencia en una carretera a ninguna parte. Lo acepto y lo confieso: me encantan los bichos raros que creen que no todo está perdido; los que sacrifican el sueño por salvar los sueños; los que no caen en las trampas de la desilusión; los que logran que la verdad salga a flote. Los que no dejan que al más débil se lo lleve el viento ni la marea.