28 de mayo 2024, el Espectador
Mi mamá y mi abuelo fueron maestros y siempre nos enseñaron el valor de creer en la gente. En sus conversaciones en casa y en los discursos del colegio al final del año, la construcción de confianza fue siempre el hilo conductor. No solo como una acción casi revolucionaria, necesaria para cambiar (como de hecho lo hicieron) un modelo pedagógico tradicional, vertical y punitivo, por uno que lograra ser a la vez responsable y libertario, veraz y comprensivo, exigente en lo intelectual y solidario en lo humano; ellos nos enseñaron que la confianza es un sine qua non para vivir sin miedo, crecer con esperanza, crear sin temor, y aprender con la capacidad de asombro lista y disponible. A un niño que crece en medio de círculos de cariño y confianza, muy posiblemente la vida le resulte una bendición y no un tormento.
No me imagino cómo habría sido mi horizonte si quienes me criaron no hubieran confiado en mí y si yo no hubiera creído en mis hijos desde antes de nacer. La desconfianza es de los inventos más sombríos del hombre. De los más estériles y perjudiciales; es un rompedor de cercanías, un palo de piedra en la rueda luminosa de la generosidad, y un drástico “detente” desde antes de empezar. Quizá por eso me parecen irresponsables (y a veces crueles) quienes se dedican —consciente o inconscientemente— a darle la bienvenida al Apocalipsis, a mostrar todas las sin salidas de cualquier cosa, y celebrar cuando algo sale mal, porque eso refuerza su posición devastadora. Cuesta mucho tejer confianza, levantarla, adoptarla como esa dosis personal y colectiva de oxígeno vital. Por eso traicionarla es un crimen contra el hemisferio bonito de la humanidad.
No visualizo cómo habría sido el desarrollo del mundo sin las y los valientes que se atrevieron a hacer algo distinto y pensaron que —por trabajo, suerte, veladoras o conjunción astral— podría funcionar. Creer en los otros y en nosotros mismos nos ha permitido tomar decisiones y caminos, tener hijos, amar a un perro, construir un rancho o una catedral y salir a la calle a vender flores o edificios. Por eso se labra la tierra, se dan serenatas en los balcones, y nos subimos a un avión.
Muchos de nosotros escribimos por defender la confianza, por intentar blindarla de los bombardeos cotidianos de escépticos y pesimistas (autodenominados realistas). Quizá porque sabemos que los diálogos más improbables han sido posibles no por cumplir un mandato, sino porque unos seres humanos decidieron apostarle con todo a la construcción de algo mejor y superior, parecido al bien común. Y así aprendimos -por decisión del corazón- a compartir mesa, afecto y verdades con los enemigos de antes; tal vez ambos comprendimos que era absurdo seguir insistiendo en ser otro pedazo roto, uno más del Guernica universal; y preferimos darnos permiso de tejer una convivencia menos hostil, más viable; llámese paz o como quieran, me refiero a esa voz que nos convoca con mensaje de urgencia desde todos los puntos cardinales; esa que ha resistido embates y portazos y no se da por vencida, porque sabe que el plan B es la violencia, siempre absurda, siempre la línea de menor resistencia, siempre fracasada, con gritos de mando y plomo, y silencios de cementerios.
Les suplico a quienes insisten en defraudar la construcción de confianza y ahogarla en charcos de incumplimientos y amenazas, que se abstengan de hacerlo: no son 1 o cien egos los que están en juego; es la vida misma, y nosotros (este pequeño gran puñado de habitantes del siglo XXI, agotados de extinguirnos entre vencedores y vencidos) somos hoy por hoy la única oportunidad que le queda.