7 de mayo 2024, El Espectador
La semana pasada Manuel Guzmán Henessy escribió “Cuando la gente se mueve, es la acción colectiva lo que importa. Ciudadanías activas en busca de salidas”. Me encantan sus columnas porque siempre invitan a pensar y nunca incitan a odiar.
Ésta del viernes tiene mucho que ver con algo que sentí el 1° de mayo cuando, al terminar el día, media Colombia celebraba feliz el triunfo de las marchas. Las principales plazas del país se llenaron de ciudadanía de todas las edades, artes y oficios. El 1° de mayo más de 80 países celebran el día internacional del trabajo y estamos acostumbrados a ver manifestaciones masivas en las calles del mundo; pero esta vez en Colombia otro poderoso hilo conductor movilizó multitudes que salieron a decirle a Gustavo Petro que el pueblo lo respalda; que no desfallezca en su lucha por la equidad, la paz y la justicia social; que tenerlo de presidente significa haber cumplido ¡por fin! el legítimo anhelo de la izquierda, de estar en el poder.
El 21 de abril salieron otros miles de personas a las calles a decir todo lo contrario. Que odian a Petro, que se vaya, que el país va hacia el abismo y que cada día estamos más cerca del lado oscuro de Venezuela. Hubo ataúdes simbólicos, descalificaciones antidiluvianas y preponderancia de la derecha, pero no fue “la marcha de la muerte”, ni estuvo exclusivamente liderada por el innombrable. Salió la gente a la que le funciona el modelo tradicional, rentable para unos pocos –poquísimos– y muy duro para la inmensa mayoría. Salieron los que detestan a Petro y otros que no lo odian, pero están angustiados o decepcionados; y quienes entienden que es preciso cambiar muchas cosas, pero se ven amenazados por el “cómo”, y sienten que el caos les respira en la nuca.
21 de abril y 1º de mayo. Dos marchas, dos países. Cada uno convencido de su consigna. Cada uno defendiendo sus conquistas y protegiéndose de sus miedos.
Ambas fuerzas caminaron sin que a nadie le volaran los ojos, ni le molieran las costillas o lo asfixiaran con gases. Eso ya es ganancia.
Viendo ambas multitudes, pensé (y aquí me encuentro con la columna de Manuel) cuánto podría crecer Colombia en dignidad, equidad y desarrollo, si algún día ambas marchas fueran una sola. Si sus consignas no fueran antagónicas sino complementarias y ningún discurso partiera del desprecio hacia la otredad (la otra ideología, la otra política, la otra clase); si en vez de marchar en clave de grietas y resentimientos, aprendiéramos a pensar y obrar para generar confianza y hacer país… si algún día nuestra obsesión no fuera cómo descalificar al que piensa distinto, sino cómo cualificarnos como constructores de unidad; y hacer realidad el Acuerdo Nacional en el que tanto y con tanta razón insiste el senador Iván Cepeda, para lograr un país viable, menos preocupado por los molinos de viento y más ocupado en salir adelante, cumplir la promesa de la paz, y que nadie más sufra de hambre física, cultural ni emocional.
Esa gran marcha unificada no está a la vuelta de la esquina, pero es factible; “solo” necesitamos que a lado y lado del espectro político desarmemos espíritus y palabras, porque nadie le va a apostar a un gran acuerdo, si nos seguimos tratando de “oligarcas insensibles” y de “presidente guerrillero”. Hagamos el esfuerzo de madurar y comprender que los tiempos han cambiado; que la sociedad es otra y los muros de exclusiones anacrónicas esperan que los derribemos no con tanques de guerra sino con hechos de paz; y reconocer que la bandera de Colombia no está para incentivar rupturas ni forrar ataúdes, sino para darle vida a ese añorado intangible, llamado comunidad.