Varios hechos de significado conexo marcaron por estos días el panorama político de Latinoamérica y el Caribe. En primer lugar, la ilegal invasión armada de la embajada mexicana en Ecuador para secuestrar al ex vicepresidente Jorge Glas, que había solicitado asilo político en esa sede diplomática. Casi en simultáneo la visita de Laura Richardson, jefa del Comando Sur de los Estados Unidos al extremo sur continental, donde se anunció la construcción de una base naval “conjunta”, que habilita la instalación de fuerzas armadas estadounidenses en territorio argentino en el espacio geoestratégico del Atlántico Sur. Todo esto, convenientemente sazonado con las previas diatribas de Milei contra los presidentes progresistas de Colombia y México, tildándolos respectivamente de “terrorista asesino” e “ignorante”.
Poco antes, en ocasión de la reelección del presidente ruso Putin, varios mandatarios de la derecha regional intentaron deslegitimar en un comunicado conjunto las felicitaciones expresadas por la presidenta de Honduras Xiomara Castro, en su calidad de presidenta pro témpore de la CELAC.
A lo que se suma una nueva arremetida de críticas al gobierno de la República Bolivariana de Venezuela al oficializarse 13 candidaturas presidenciales para la elección del 28 de Julio sin la participación de Corina Yoris, la candidata “muletto” de la inhabilitada opositora María Corina Machado. Críticas que encontraron extenso eco en el discurso de los medios hegemónicos, estructuralmente aliados de la derecha continental, pero también en algunos mandatarios latinoamericanos como el mismo Petro o Lula.
Toda esta ingeniería política lleva el sello inconfundible de la estrategia de los Estados Unidos en Latinoamérica y el Caribe: la demolición de los lazos de cooperación e integración regional para con ello recuperar el control geopolítico.
El plan “dinamita”
La intención de crear discordia para generar desencuentros entre los gobiernos de América Latina y el Caribe no es nada nuevo. La reunión del Grupo de Lima (agosto de 2017) cuyo objetivo principal fue condenar al gobierno bolivariano y desconocer la elección de la Asamblea Nacional Constituyente en Venezuela, el retiro de seis países gobernados por la derecha de UNASUR (2018), que derivó en la paralización del organismo de integración sudamericano y la posterior creación del fantasmal Foro para el Progreso del Sur (ProSur) por iniciativa de Sebastián Piñera e Iván Duque, son muestra cabal de esta inclinación divisionista.
El retiro de Brasil de la CELAC en enero 2020 durante la presidencia de Jair Bolsonaro, la continua demonización de Cuba y Nicaragua por parte de personeros conservadores o el apoyo británico-estadounidense a la reciente agudización de la controversia entre Guyana y Venezuela por el territorio Esequibo, son otros ejemplos que se enrolan en la misma dirección, la de impedir el fortalecimiento de lazos institucionales permanentes y plurales de integración que desafíen la primacía de la OEA en el coercitivo ordenamiento diplomático de la región.
Una cosa son los gobernantes, otra los pueblos
La democracia pregonada desde las matrices liberales, ha reducido a mínimos inaceptables las posibilidades de autodeterminación efectiva de los pueblos. Las votaciones periódicas no aseguran que la voluntad soberana, ni siquiera de las mayorías, sea respetada. Por otra parte, las exiguas diferencias que suelen mediar entre el voto vencedor y el perdedor, sumado al extendido abstencionismo, no refleja en absoluto la orientación política del conjunto de la población.
A toda esta degradación, se agregan las triquiñuelas del sistema para bloquear intentos de transformación profunda. La difamación mediática en manos de las empresas concentradas de (des)información, las proscripciones, la construcción de matrices de opinión pública, la selección “a dedo” de candidatos, la estafa extorsiva de las “segundas vueltas” e incluso el fraude en las urnas o en los conteos posteriores, habla de algunas de las múltiples distorsiones injertadas en el sistema.
De este modo, los gobiernos resultantes no poseen la acreditación suficiente que aducen, sobre todo, cuando las medidas que toman no tienen nada que ver con los programas que publicitaron en campaña o las razones por las cuales fueron electos.
Un par de ejemplos: en el caso argentino y de manera muy simplificada, la mayoría numérica que dio el triunfo a Javier Milei, fue producto de un “voto bronca” de un conjunto excluido que creyó que su mejora social devendría del empeoramiento de las condiciones de otros. Asimismo, esa victoria electoral fue garantizada por los votantes del macrismo – en el que se subsumió el otrora gallardo radicalismo – cuyo antiperonismo visceral, consolidó el giro hacia la extrema derecha.
El caso ecuatoriano es similar. Noboa, un nativo estadounidense de familia opulenta, contó con el episodio del asesinato de otro candidato, (que mediáticamente extendió un manto de sospecha hacia entornos correístas), cuya conmoción exaltó el preexistente estado de inseguridad ciudadana, desplazando los severos temas de desigualdad y pobreza por la exigencia de mano dura como presunta solución a la delincuencia.
Del mismo modo, la fractura en el campo popular entre progresismo e indigenismo, así como en el caso argentino, la agregación de fuerzas conservadoras en el voto dio por tierra la esperanza de un cambio de rumbo en el neoliberalismo implantado a traición ya en el gobierno de Lenin Moreno.
De este modo, el torpedeo de la integración y la colaboración entre naciones latinoamericanas y caribeñas que llevan a cargo estos gobiernos, no tiene nada que ver con los intereses populares, sino con estrategias geopolíticas de dominación imperial.
Dicha estrategia es sumamente peligrosa. Podría llevar a un armamentismo desbocado, a una militarización generalizada del conflicto social e incluso a confrontaciones bélicas, destruyendo el consenso alcanzado en la II Cumbre de la CELAC, donde se proclamó a América Latina y el Caribe como Zona de Paz.
Aún peor, en el contexto actual, este direccionamiento podría poner en riesgo el señero Pacto de Tlatelolco, por el cual la región ha quedado ya desde hace medio siglo, libre del enorme peligro que representan las armas nucleares.
La integración de los pueblos
Sin desmerecer las posibilidades que brinda la cooperación interestatal institucional, el rumbo de la unidad latinoamericana y caribeña debe estar marcado por la creciente integración desde los pueblos.
Integración en la que las poblaciones pueden (y deben) recuperar una real vocación de libertad para tomar decisiones. En ese proceso, se hará clara la necesidad de que emerja una democracia renovada, que incluya no solo aspectos políticos superestructurales, sino la transformación multidimensional del sistema, muy lejos del capitalismo depredador.
Sin embargo, esa recomposición de la unidad popular, hoy erosionada por el individualismo y la disolución de lazos sociales, requerirá nuevos paradigmas y utopías que logren encarnar en las nuevas generaciones para tomar vigor.
¿Cuáles serán esas imágenes de futuro, cuáles los hilos dorados que permitirán rehacer el tejido colectivo hoy debilitado? ¿Cómo se encaminarán los pueblos hacia ese nuevo horizonte?
Seguramente no será sin dejar atrás elementos regresivos incrustados históricamente con violencia en su íntimo sentir, resignificando y potenciando aquellos que sirvan a la nueva etapa e insertando nuevos valores humanistas revolucionarios.
Valores que apunten no solo a la imprescindible equidad y dignidad socioeconómica, sino también a la justicia de género y a la reparación de la explotación y segregación de las culturas aborígenes y negras. Utopías que incluyan el total repudio a todas las formas de violencia, que tengan como objetivo el desarrollo humano y que, desde una genuina y profunda renovación del espíritu, ayuden a labrar el camino hacia la reconciliación social y personal.