Tal vez, una de las mejores descripciones de la propuesta espiritual del sistema dominante está en el famoso libro de la escritora australiana Rhonda Byrne ‘El secreto’. Esta obra es como una extensión del anterior recetario de los compilados de fórmulas infalibles sobre cómo se logra tener muchos amigos, éxitos en los negocios o seducir objetos del deseo reproductivo. Como cada vez se lee menos, hasta los ‘bestseller’ como éste, ‘El secreto’ migró al cine, generando una serie de videos con instrucciones de felicidad. Recuerdo aquellas lágrimas de emoción, en los ojos de gente que por fin encontró una respuesta fácil a la pregunta que nunca tuvieron. El colorido cuento de «ser positivos», de «ver el vaso medio lleno» o de «levantar la mirada por sobre las pequeñeces de nuestros problemas» tiene un secreto: tratar a la gente como si fueran idiotas.
Los admiradores del pensamiento de la señora Byrne, dirán, seguramente, que con estas irresponsables e insensibles observaciones estoy devolviendo al sufrido mundo sus depresiones de siempre y estoy negándole al pensamiento su poder. Entonces, tendré que revelar el segundo «secreto»: el pensamiento no funciona como un ‘copy past’, no puede ser ajeno, debe ser producto de una construcción propia, si no, es puro dogmatismo inculcado, contrario a cualquier pensamiento. Aquí no se trata de negarle al espíritu su enorme fuerza transformadora, sino todo lo contrario, denunciamos la profanación de lo sagrado, la fuerza espiritual de los humanos sólo puede ser el resultado del trabajo de nuestra conciencia y no la de repeticiones de frases de cajón, de esos autodenominados maestros, ni se otorga mágicamente por pagar clases que enseñan sobre el éxito, los negocios, las conquistas y la felicidad.
La lógica occidental construyó desde hace siglos un mundo en donde se sirvió de la religión para imponerse como superiores. ¿Qué tiene que ver esto con la espiritualidad? En el momento de una crisis como esta, se hace más evidente que la espiritualidad de ellos es una mezcla ecléctica, superficial, entre drogas y rituales que actúan, pero no entienden. La tiranía mundial del mercado le quitó el sentido a la palabra ‘profanación’, porque todo lo sagrado ya es parte de la estantería de su supermercado. Demoler un cerro sagrado de los indígenas en México para una carretera que trae el supuesto progreso es igual de natural que eliminar del mismo camino cualquier otro obstáculo humano. Y para justificarlo existe toda la prensa, todo el marketing y todo el Hollywood que se necesite, hasta «intelectuales de izquierda» (si alguien aún es que se acuerda de esta plaga).
Todas las grandes y pequeñas religiones, junto con la atea fe comunista (que se comporta con la misma fe inquisidora de cualquier otra religión), planearon las ideas de una salvación sólo colectiva, entendiendo al ser humano y a su comunidad como una estructura interdependiente. El maravilloso concepto de los derechos individuales engendrados en los tiempos del Renacimiento y de la Revolución Industrial dio un gran impulso para el desarrollo de la sociedad, pero aquellas grandes ideas de libertad tuvieron el horizonte totalmente opuesto a la planicie de la lógica del actual sistema. Era la búsqueda de una libertad para liberar al ser humano de la jaula de las creencias de esos tiempos. Era una búsqueda que abriría un futuro para todos, para crecer aprendiendo. La idea de la libertad no estaba pensada ni para estafar al prójimo, ni para manipular aprovechándose de sus necesidades o su ignorancia, ni mucho menos para a poner toda la humanidad al borde de una eutanasia nuclear por la gracia de los libres apretadores del botón rojo.
Ahora la espiritualidad se oferta como si se tratara de una terapia psicológica frente a una realidad cotidiana insostenible.
Es sólo para quitar los síntomas, sin tocar ninguna de las raíces, que se hallan en nuestras necesidades no resueltas, que tienen un trasfondo social y cultural, algo que ninguna de estas «libertades» individualistas y faranduleras llegan siquiera a rozar…
Como en todo este modelo no hay lugar para alguna fuerza espiritual, cualquier noción de fuerza se convierte en un sinónimo de violencia. Las pantallas se llenan de monstruos ultramundanos, extraterrestres o de «países no civilizados», que se presentan como sus hermanos menores por los medios de comunicación.
La democracia representativa, una fórmula ideal para la manipulación económica y mediática del poder a través de las libertades netamente teóricas, impuestas por Occidente a la mayoría de países del mundo, construyó una única lógica del poder político. Es perversa e irresponsable, ya que, en vez de ser una gran responsabilidad para quien gobierna, es percibida sólo como una oportunidad para hacerse rico o demostrar su superioridad a los demás, quienes padecen esa gobernanza y siempre votan por «el mal menor». Para que esta extraña máquina funcione, el resentimiento social, democráticamente garantizado por el sistema, es usado como su motor. El resentimiento se manifiesta como la expresión de los complejos que se fabrican en un mundo dividido entre ganadores y perdedores. Todo acomplejado se siente víctima y un ser superior a la vez, por eso las víctimas con tanta facilidad y tan rápido se convierten en victimarios, para asegurar que, cuando supuestamente cambie todo, no cambie nada.
Así, la espiritualidad, obviamente, se convierte en un nuevo mercado de consumo y es el mercado más despiadado de todos, pues lo que se comercia es el sufrimiento humano.
Los nuevos gurús del sistema con máscaras de compasión, de «altruistas», hechas en los infiernos de sus fábricas, como buitres esperan en los hospitales, funerarias y campos de batalla para ofrecer los préstamos de su fe, a los que, enceguecidos por el dolor, perdieron su rumbo y su esperanza. No es un asunto religioso, es una construcción política que lleva varias décadas de su proceso y abarca literalmente todo.
Por un lado, nos han privado del placer estético y espiritual del arte, que ha sido convertido sólo en un objeto del mercado del entretenimiento, y, por otro, nos acechan en los momentos personales más duros, para inyectarnos su fe (la de ‘El secreto’) como una droga o anestesia. Y aquí va el tercer secreto, que me reveló antes de su triste partida mi querido amigo chileno Rafa Valenzuela, loco y librepensador de los parques de Santiago. «El libro ‘El Secreto’ nos cuenta una verdad» —me decía Rafa—, «pero es la más pequeña y la más cochina de las verdades de la vida. No aporta nada. Pero su gran trampa es que está presentado, como una gran revelación que debería guiarnos.»
«Gozar es tan parecido al amor y más barato», dice el gran Charly García. Los lectores de ‘El secreto’ tienen un grave defecto y es que no tienen sentido del humor. Charly García, con su amarga ironía sin fondo, describía esta realidad, que confunde el goce con el placer y asegura la frustración, el sufrimiento y el miedo en todo. ‘El secreto’ no enseña lo más importante, la responsabilidad que da sólo el amor. Cualquier cosa que toca el capitalismo lo pudre: el arte, la religión, el placer, el amor, el ideal político. Por eso, en este siglo XXI, los que dicen ser de izquierda y de derecha se establecieron en el mundo político del mismo modo: desde su resentimiento, lo que excluye cualquier posibilidad de amar. Un masoquista siempre es un sádico y un sádico siempre es un masoquista. En un simulacro de la historia, la víctima y el victimario se complementan y se cambian de lugares. Ya no son ni siquiera ‘revoluciones de colores’, son un simple revoltijo de colores y de figuras en un caleidoscopio dañado, convertido en brújula que nos ofrece el poder globalizado. Para volver a estar a la altura de nuestra inteligencia, sin más trámites, deberíamos colocarlo en un basurero para productos inorgánicos.
Y para volver a los temas sobre la espiritualidad, tal vez solo bastaría recordar que eso está directamente relacionado con nuestra capacidad de abstracción, lo más humano que como especie llevamos dentro.