1 de abril 2024, El Espectador

Mi amiga María me regaló un libro que leí con la emoción que produce un secreto recién sacado del mar. Es sobre la vida de un poeta, un pensador, un político, un pintor escultor a quien no conocí, pero hace 7 años empecé a descubrir gracias a sus hijos Iván y María.

El libro “Manuel Cepeda Vargas, un artista en la política”, es un ejemplo de lo que resulta bien, cuando una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se cumple como un acto de justicia y reparación, y en cada página se consigna un afecto, un testimonio que nos recuerda por qué podríamos renunciar a casi todo, menos al humanismo.

A Manuel Cepeda Vargas, senador comunista de la Unión Patriótica, lo mataron el 9 de agosto de 1994. Otra crónica de una muerte anunciada. Otra víctima del genocidio contra la UP. Otra mente brillante, defensora de los derechos humanos, abatida a tiros por la complicidad, acción y omisión del Estado colombiano.

“Responsabilidad estatal» es una de las conclusiones detrás de este crimen que llenó de pañuelos blancos y proclamas rojas las plazas y el Capitolio. Cada 9 de agosto familia, líderes y amigos se encuentran en el Cementerio para honrar la memoria del hombre que 30 años después de su muerte sigue siendo inspiración en la defensa de la memoria, la verdad y la no violencia.

La operación “Golpe de gracia” fue una de las grandes vergüenzas de esa maldita amalgama entre altos mandos del ejército nacional, fuerzas de la extrema derecha y grupos paramilitares. ¡Hasta existía una cátedra para legitimar el asesinato de comunistas en Colombia! Y consta en declaraciones juramentadas que un ministro de defensa de aquella época se quejó porque el exterminio avanzaba muy lentamente. Así era la Colombia de los 90. Así es que sí, sí ha habido cambios; y no, no estamos peor que antes.

Volvamos al libro —impecablemente orientado, editado e impreso— para dar cumplimiento a la sentencia y contar la historia de un senador de la UP que dedicó su vida a la defensa de los derechos humanos. El artista enamorado, el poeta valiente, el columnista director del semanario Voz; el político de las denuncias contra la opresión y la injusticia social; el pintor de palomas mensajeras de paz.

Me habría gustado conocer a Manuel Cepeda, el hijo de Mamá Mina, la primera fotógrafa del occidente colombiano. Ese hombre contundente a la hora de defender los intereses de los más vulnerables, y lleno de ternura en los versos que le escribió a Yira Castro, su amor, su «mariposa árabe» que murió demasiado joven, y a quien le pidió rescatarlo del diluvio universal. Me habría gustado darle la mano a ese pintor de mujeres campesinas, de casas de colores y de una familia unida por el corazón y las convicciones. Y haber oído al lector incansable y al navegante de barcos de papel, al escultor de caballitos de cerámica y el tallador de maderas con alma. Pero no lo conocí… la vida tiene sus laberintos y de uno depende no perderse en ellos.

Cuando mataron a Manuel Cepeda yo trabajaba —como siempre— en un hospital, y estaba lejos de saber que mucho después, las causas y afecto de sus dos hijos Iván y María, orientarían el último tercio de mi vida. No sabía quién era ese poeta que 3 meses antes de morir escribió «Te declaro mi amor en las paredes”; ni presentí que ese mismo propósito que a los 16 años me llevó a la facultad de medicina, iba a multiplicarse con nuevas voces y consignas, con nuevos pactos y amigos, para seguir defendiendo hasta siempre y desde otros escenarios, que la vida es sagrada y la paz, un mandato del alma. Así de mágico es esto de estar vivos, en la historia o en la piel.

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