La demanda de la derecha y de algunos dirigentes de la propia izquierda en cuanto a recurrir a las Fuerzas Armadas para combatir a la delincuencia y recuperar la paz es una demostración cabal del fracaso de la clase política en materia de seguridad pública. Constituye, también, un reconocimiento de la incapacidad de nuestras policías en el combate al crimen organizado y la prevención del delito, pese a los ingentes recursos que el Estado le ha asignado en los últimos años a Carabineros de Chile y a la Policía de investigaciones.
La población chilena todos los días da muestras de vivir con miedo ante la proliferación de crímenes, secuestros, asaltos a la propiedad privada y pública. Los mismos jueces y tribunales de la República son cuestionados severamente por su débil desempeño en la captura y condena ejemplar a los que delinquen. En este sentido, se asume que nuestras autoridades y tribunales han manifestado debilidad fragrante en relación a los carteles de la droga empoderados en poblaciones y ciudades a lo largo de todo el territorio nacional. Cuestión que se manifiesta en la puerta rotatoria de nuestras cárceles por donde entran y salen peligrosos malhechores. Criminales que incluso siguen delinquiendo al interior de los penales, agenciándose el favor de jueces y gendarmes demasiado tolerantes con sus derechos e, incluso, favorecidos por prerrogativas que otros reos no consiguen.
Lo más lamentable es que ante los magros resultados en la población aumenta la convicción de que hay que involucrar a los militares en las tareas policiales. Diríamos que quienes así piensan en la política hacen gala de un irresponsable populismo, cuando incluso los más altos mandos del Ejército han expresado estar renuentes a esta posibilidad, advirtiendo no estar preparados para asumir tareas que son propias de las policías.
Es evidente que el miedo que hoy invade al país puede hacer propicio el involucramiento de las Fuerzas Armadas en tareas que van más allá de la defensa nacional, misión que aparece cada vez más remota en nuestra zona latinoamericana, es decir en la única región del mundo que impera la paz y se hacen muy poco probables los conflictos armados entre los países que la integran. Una cuestión que aparece evidente si se observan que los militares de esta región han estado y siguen involucrados en la lucha contra los enemigos “internos”, conspirando y derribando gobiernos muchas veces legitimados por el ejercicio del sufragio popular.
Vale la pena recordar que cuando el Presidente Allende recurrió a altos oficiales castrenses para integrarlos a su gabinete ministerial, a la postre esto le abrió las puertas a la sedición cívico militar como al cruento golpe de estado de 1973, lo que por cierto para nada estuvo en los cálculos del mandatario que fue depuesto y asesinado por esta asonada.
Valoramos que en La Moneda no prospere todavía la “necesidad” de llamar a los militares a tareas para las cuales no están preparados. Sin embargo, ya parece inminente la idea de encomendarle la custodia de la llamada “infraestructura crítica” del país, cuestión que puede parecer conveniente si es que ello no deja a los uniformados cada vez más cerca del desempeño político, lo que se facilita por la irresponsable actitud de la clase política que, ante una hora tan crítica de nuestra convivencia, parece únicamente interesada en la competencia electoral.
Una derecha obstruccionista que incluso hace uso de la aguda y dramática intranquilidad social para ganar voluntades o un gobierno que apenas ha cumplido en dos años con menos de un tercio de lo prometido por sus dirigentes en campaña y que a esta altura parece no vislumbrar posibilidad de cumplir con la voluntad de conjurar las políticas neoliberales de sus antecesores, para lo cual llegaron hasta autoproclamar su superioridad moral. Cuando nuevamente la corrupción hizo presa de no pocos militantes de izquierda, que malversaron recursos destinados a los más pobres, continuaron practicando el nepotismo y otros vicios que el pueblo asume ya como endémicos al poder y las clases hegemónicas.
Lo que es más evidente es que el pueblo no tiene mayor interés en los próximos comicios electorales, así como la misma democracia pierde también adeptos, con lo cual la propuesta de muchos de involucrar a la casta militar en las tareas de la política puede provocar vientos en el inminente vendaval político y social que parece avecinarse. Por la desigualdad social que se perpetúa y la consecuente inseguridad social transformada en el pan de cada día.
Ante la misma renuencia de los militares a ser incorporados a tareas que van más allá de la preparación para la guerra, las autoridades podrían considerar la reducción del gasto en Defensa a objeto de destinarle más recursos a las policías y Gendarmería. Incluso contemplar la posibilidad de formar otras instancias que sirvan, como en otros países, para el control de los puertos y fronteras. Es cosa de imaginarse lo que podría reunirse con los recursos que hoy se malgastan en aviones, tanques, navíos y mantención de miles de soldados para la eventualidad de un conflicto de muy remota posibilidad. Armas que solo se obsoletan con el tiempo o se van destruyendo en sus onerosos juegos de guerra.
Parece fundamental que tanto en Carabineros de Chile y la Policía de Investigaciones sean removidos sus directores generales imputados por la Justicia como autores de gravísimos delitos en materia de Derechos Humanos y corrupción. Cuestión que abunda en el descrédito de la población respecto de los temas de seguridad, así como de la capacidad del Gobierno y estas instituciones para encarar una demanda tan sentida en todo el país.