Con motivo de su llegada a Italia, por la traducción del libro De patria y cultura en tiempos de Revolución, texto que aborda la guerra ideológica de Estados Unidos contra su país (edición PGreco, reseñada por nosotros en el número de enero de la edición italiana de Le Monde diplomatique), entrevistamos el historiador Ernesto Limia Díaz.
¿Cómo encaja su historia personal en la historia de Cuba?
Mi nombre es Ernesto Limia Díaz, porque Díaz es el apellido de mi madre, y es justo subrayar que nacimos de mujer. Soy hijo de dos comunistas que me pusieron el nombre del Che porque nací en octubre de 1968, un año después de su muerte, y crecí enamorado de la revolución y de Fidel, en el que cada niño pensaba que llegaría a ser como el Che. Nací en Bayamo, una ciudad llena de historia viva, que he sentido desde niño y a la que tenía muchas ganas de aportar ideas. Alrededor de los 13 años, incluso para mi madre, una comunista convencida, yo estaba «demasiado politizado». Mientras muchos de mis amigos leían a Julio Verne, yo pasaba horas leyendo a García Márquez o Hemingway. Una vez terminada la jornada de estudio, me encerraba en el baño y seguía leyendo bajo la luz de una bombilla amarilla. Desde entonces sentí el compromiso con los pobres del planeta. Mi padre, que era una figura política del gobierno, me aconsejó que eligiera a mis amigos fuera del estrecho círculo de militantes. Y por eso fui con los niños de los más pobres, con los negros, los hijos de madre soltera, entre la gente más humilde. Me llamaban Robin Hood porque no tenía miedo de defender a niños más grandes que yo, contra otros que eran aún más altos. Creo que muchas cosas coinciden en ser revolucionarios, que la revolución es también una obra de amor, un conjunto de sentimientos, de una gran sensibilidad humana. Hoy soy un hombre de 55 años, sólo me perdí cinco o seis años del asedio que sufrió la revolución cubana y de su resistencia. Si veo un acto de injusticia cometido contra una mujer, un negro o un niño, siento una gran indignación. Los elogios de un académico o de un intelectual me causan vergüenza y casi molestia, porque pienso que ser inteligente o saber hablar no son virtudes particulares, mientras que ser solidario y empático sí lo son. No eres un buen revolucionario si no sientes como propio el dolor de los demás, si no dedicas tu vida a transformar el destino de los condenados de la tierra. Por eso, cuando los elogios vienen de los más pobres, sí, me conmuevo hasta las lágrimas.
¿De dónde surgió su amor por la historia como historia de la lucha de clases?
Hay que decir que no pensaba en la historia como una lucha de clases en sentido estricto, porque la historia revolucionaria en Cuba comienza con la independencia. Un proceso en el que convergieron personas pertenecientes a diferentes clases. La vanguardia revolucionaria que comenzó a construir la nación cubana estaba obviamente integrada por gente adinerada, que supo estudiar y aunar las condiciones materiales y los valores culturales para dirigir la lucha independentista y sus ideales. En este sentido, si se mira la historia como historia de la lucha de clases, esta no es la historia de Cuba. La historia de Cuba es la de un terrateniente como Carlos Manuel de Céspedes, padre de la patria, como Perucho Figueredo o como Francisco Vicente Aguilera, que fue el hombre más rico de Oriente y murió en la mayor pobreza por defender el ideal de la independencia cubana, y esta vanguardia revolucionaria, por razones que no tenemos tiempo de explicar, es de Bayamo. De mi tierra fueron los poetas, los intelectuales revolucionarios, los terratenientes que construyeron el 10 de octubre de 1868, fecha fundacional de la independencia cubana. Muchos de nosotros nacimos escuchando esta historia que se ha transmitido de generación en generación. Bayamo fue la primera capital armada de la Cuba libre, territorio liberado por los mambises, como se decía. Y fue en Bayamo, cuando los españoles recuperaron la ciudad, donde los patriotas decidieron quemarla para no entregársela al enemigo. Y estos valores simbólicos se han conservado hasta el día de hoy en el corazón de cada bayamesa y bayameso. En este contexto nació mi amor por la historia, en mi familia y en el colegio. Empecé a pensar en utilizar la historia como herramienta para construir lucha en la batalla cultural cuando tenía 14 años y me fui a estudiar a otra ciudad oriental, Holguín, la tierra de Fidel y Raúl. Mi madre me contó que en la casa del padre de la patria, Manuel de Céspedes, hubo una conferencia sobre él realizada por Eusebio Leal. Un historiador habanero, uno de los más grandes intelectuales revolucionarios cubanos de todos los tiempos, fallecido hace dos años. También tuvo un programa semanal titulado Andar La Habana en el que introducía cada rincón de la historia de la ciudad comentando su arquitectura. Fue un extraordinario encantador de serpientes, un hombre muy querido por Fidel y Raúl y por todos los cubanos, que asistieron masivamente a su velorio. En aquella época aún no tenía la fama que tendría después por haber reconstruido, evidentemente gracias al apoyo de Fidel, La Habana Vieja que se estaba cayendo a pedazos. Sin embargo, cuando fui a escucharlo, desde los primeros diez minutos sentí que me levantaban de mi asiento, me catapultaban a otra dimensión. Lo escuché embelesado durante una hora. Entonces, como hechizado, corrí a casa y le dije a mi madre: si algún día logro hablar de historia, quiero hacerlo como lo hace este hombre. Y luego, vean cómo van las cosas, en 2008, mientras yo estaba en el ejército, escuché a Obama, ya convertido en presidente, hablar de Cuba de manera diferente a como lo había hecho cuando era senador, y se había opuesto al bloqueo, considerándolo un error. Una vez elegido, sin embargo, sacó a relucir el tema de la nacionalización de las empresas yanquis llevada a cabo por Cuba. En ese momento yo no soñaba con ser historiador, ni había escrito jamás un artículo. Sin embargo, tuve el impulso de escribir un libro titulado De Thomas Jefferson a John Kennedy para mostrar a los cubanos por qué la revolución había tenido que nacionalizar las empresas yanquis. Entonces fui a ver al Dr. Eduardo Torres Cuevas, presidente de la Academia de la Historia y de la Sociedad José Martí, uno de los historiadores cubanos más eminentes, para que me explicara cómo escribir un libro de historia. Me lo explicó y me dio algunas ideas. Escribí un libro de 40 páginas y volví con él, quien me lo arrojó y me preguntó si realmente quería publicar eso. Salí lleno de vergüenza. Con toda la modestia necesaria, considero que la sinceridad y la autocrítica son mis dos principales cualidades, desde niño. Esa vergüenza fue el detonante para empezar a trabajar en serio. A partir de allí tomó forma el proyecto de escribir la historia de Cuba en cuatro volúmenes. El primero, Cuba entre tres imperios: perla, llave y antemural ya va por su segunda edición. Cuenta la historia de Cuba desde Colón hasta la toma de La Habana por los ingleses en 1762. Cuando lo terminé, lo llevé a la editorial de la ciudad para que lo publicaran y la directora, que es como una segunda madre para mí, me dijo: para mí eres como un hijo y antes de publicarlo quiero que lo vea Eusebio Leal. No era una práctica común, pero Silvana es terrible y puso esa condición. Entonces fui a llevárselo a la secretaria de Eusebio. Después de 14 días, había perdido la esperanza, pero luego recibí una llamada para acudir a la oficina de Eusebio. Después de casi treinta años desde la primera vez que lo escuché, me encontré cara a cara con el. Era el año 2011. Recuerdo los elogios de ese gran hombre como uno recuerda al amor de su vida. Me dijo: este es un libro que todo universitario debería tener consigo. Y lo hizo publicar al año siguiente. Consideremos que el precio entonces se fijó en cuc, la moneda utilizada para el turismo, y que normalmente se regalan 100 ejemplares. Se regalaron 800 ejemplares de ese libro.
Para un estudioso de José Martí, considerado el primer antiimperialista del mundo, ¿qué significa Lenin hoy a cien años de su muerte? ¿Qué significó para usted su forma de entender la historia?
Leí a Lenin cuando estudiaba en la academia militar. Como muchos estudiantes, lo aprendíamos de los libros de texto, pero no de sus trabajos originales. Sin embargo, siempre me he tomado muy en serio mis estudios y me gustaba ir a la fuente. Entonces, para el examen de comunismo científico que era sobre «Extremismo, una enfermedad infantil del comunismo», un libro que no estaba en la biblioteca, me fui a La Habana porque me dijeron que estaba en la biblioteca de allá; y me puse a estudiarlo, quedando cautivado por ello. Mis padres son leninistas convencidos. Había leído dos biografías de Lenin y me había llamado más la atención su huida de Siberia que su regreso a Rusia. A los 28 años, practicando karate, me fracturé el fémur y tuve que quedarme en cama tres meses. Leí los seis volúmenes de las Obras escogidas de Lenin que teníamos en casa. Había estudiado algunos clásicos de Marx y Engels -no El Capital que incluso Fidel había abandonado después del primer volumen-, pero estudiar a Lenin era otra cosa. Lenin llevó la práctica de la revolución a la teoría. Mostró cómo era posible lograrlo en las condiciones semifeudales de Rusia en ese momento. Nos dejó un conjunto de herramientas teórico-prácticas que resisten el paso del tiempo y que todo revolucionario debe tener como guía en la vida política, planteándose la primera pregunta esencial: Qué hacer, para luego entender cómo. Lenin hizo la revolución donde Marx pensaba que no había condiciones e hizo lo que nadie había hecho antes: darle poder a las mujeres. Lo que siguió fue simplemente una deformación de su pensamiento y de su obra. Quien no sigue el camino de Lenin, uno de los símbolos más importantes de la historia universal, no es un verdadero revolucionario. Fidel habló apasionadamente de Martí y Lenin y dijo que sólo después había estudiado a Marx.
«De patria y cultura en tiempos de Revolución» describe y analiza los embates sufridos por la revolución cubana como un paradigma que va más allá de la historia de la isla. ¿Es eso así?
Los yanquis, a lo largo de dos siglos, han intentado de todo con Cuba, experimentaron el modelo neocolonialista con Cuba. Lo primero que hicieron cuando era colonia fue tomar el poder económico. Cuba estuvo sujeta al capital yanqui incluso cuando era colonia española en el siglo XIX. Entonces comenzó la colonización cultural, paralela a la de Puerto Rico, que ya habían anexado. Con Cuba no pudieron, pero nunca renunciaron a imponer una hegemonía económica y política y colonizarla a nivel cultural. Y, tras el triunfo de la revolución, el imperialismo utilizó todos los medios para derribarla. Estados Unidos no es sólo enemigo de la revolución socialista, sino de la nación cubana. Los métodos con los que intentaron imponer su hegemonía se extendieron luego a América Latina, y también a Europa, si consideramos el Plan Marshall. Patria, cultura y revolución no habla, pues, sólo de la historia de Cuba, sino que consta de dos elementos: uno verdaderamente histórico, y otro político, de gran actualidad. De hecho, lo concebí a partir de varios artículos, en medio del debate cultural sobre un grupo de intelectuales, políticamente formados por los laboratorios ideológicos de Estados Unidos para generar una oposición contrarrevolucionaria en Cuba, que sin embargo no lograron establecer: porque no existe un proyecto de oposición nacionalista en Cuba. La plataforma de los opositores es, de hecho, anexionista y, por lo tanto, no tiene atractivo popular. Por supuesto, no podemos ignorar que hay algunos intelectuales, incluso válidos, que se han formado en universidades cubanas, pero siempre gracias a una financiación estadounidense que asciende cada año a 20 millones de dólares, personas que reciben órdenes de los laboratorios de subversión. El debate cultural que se deriva del libro tiene que ver con la forma de interpretar la sociedad, la economía, la política y la cultura. Una visión que también puede resultar interesante para un lector europeo porque en el sistema neoliberal en el que la revolución de las comunicaciones ha hecho que la tierra parezca cuadrada, hasta el punto de que si Galileo despertara ahora moriría de un infarto, llega el mismo mensaje en todas partes: de Italia a Francia, de China a África y América Latina. El mismo mensaje y el mismo locutor con la misma fórmula y el mismo condicionamiento: construir un idiota manipulable que no piensa, al que se le destruye la memoria histórica para destruir su pensamiento crítico. Un ser humano que es casi instintivamente un animal que piensa en comer y consumir, y que lo hace en base a una idea predeterminada. El libro propone una visión «nuestroamericana» de los desafíos culturales del mundo contemporáneo que también puede ser un estímulo para la izquierda revolucionaria de otros países. Un estímulo para renovar su compromiso con los pobres de la tierra, sobre cómo asumir los desafíos necesarios para su emancipación. Una mirada que, sin pretender ser exhaustiva, indica sin embargo un camino, una de las opciones disponibles.
Cuba, que a pesar de múltiples ataques sigue enviando al mundo un mensaje de paz con justicia social, ¿qué puede decir frente a la guerra imperialista, la guerra cognitiva y otro paradigma de opresión, el del pueblo palestino?
El mensaje es el mismo que dieron Marx, Lenin, Martí, Che, Fidel, Ho Chi Minh, Mella, Bolívar, Chávez o Martin Luther King: son tiempos de lucha. Cuando estudias la historia universal, te das cuenta de que las potencias coloniales son las mismas que hoy están en guerra contra Palestina, Rusia, Siria… Son las mismas potencias: Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Países Bajos… Las mismas potencias e intereses de hace 500 años adaptados a las condiciones actuales. Al contrario de lo que se podría pensar, el legado cultural y político que tiene hoy la izquierda la pondría en condiciones de ganar mucho más fácilmente que lo que les ocurrió a nuestros antepasados, pero con dos supuestos. El primero es coordinarnos, construir una unidad que no es en absoluto un hecho espontáneo, y que los cubanos, desde la guerra de independencia, hemos resumido en una frase: la patria por delante. Pero como Martí decía que la patria es humanidad, cuando hablamos de patria grande debemos referirnos a la patria universal, lo que exige dejar en un segundo plano los intereses individuales, las idiosincrasias, los caprichos, los dogmas y la división. El segundo elemento es el estudio de la historia no como un hallazgo arqueológico, sino como una plataforma para el futuro. Leer, estudiar, discutir pero siempre anteponiendo los intereses de la patria-humanidad y considerando como brújula a todos esos grandes que mencioné antes y que organizaron a los condenados de la tierra. Los condenados de la tierra, de Franz Fanon, el martiniqués que lo escribió en la entonces Argelia francesa, fue uno de los primeros libros de un pensador no cubano publicado aquí, a petición de Fidel, en la Casa de las Américas, y que recomiendo a todos los revolucionarios. Un libro de referencia. Martí, en el siglo XIX hablaba de los pobres de la tierra. Esta es la brújula. No son ideas abstractas, sino la indicación de poner al ser humano, como ser social, en primer lugar. Las ideas se construyen para el ser humano más marginado. Hoy no puede haber lucha revolucionaria si las mujeres no son la prioridad en nuestros corazones, porque son las más oprimidas de la historia. No puede haber revolución si África y Palestina no están en el centro de nuestros corazones, si los condenados de la tierra no están en el centro de nuestros corazones, si todas las ideas y todas las teorías no sirven para hacer avanzar este mundo en favor de los pobres de la tierra, de los condenados de la tierra.