El creciente desastre económico-social y ambiental de nuestro planeta a que ha conducido el actual modelo global neoliberal, sustentado en el individualismo y en un insaciable afán de riquezas, nos debiese llevar a una profunda revisión de estas bases doctrinarias y éticas. Y, en este sentido, creo que nos ayudaría mucho revisar lo que nos dice el Evangelio, ¡supuestamente la base doctrinaria fundamental de nuestra civilización occidental!…
Muy poco o nada lo hacemos, pues nos daríamos cuenta que el Evangelio está en las antípodas del individualismo, materialismo e injusticias sociales y mundiales hoy vigentes; y que es muy claro en considerar el afán de riquezas como el mayor mal que puede afectar al ser humano, tanto en su relación de amor con Dios, como con los demás; y, en definitiva, en la obtención de la propia felicidad.
Así, Jesús dijo categóricamente: “Nadie puede obedecer a dos patrones, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o apreciará al primero y despreciará al segundo. Es imposible servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6; 24). Y para comprender en toda su profundidad lo anterior el Evangelio nos relata la historia de un joven rico que se acercó a Jesús y “le dijo: ‘Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna?’ Jesús contestó: (…) Si quieres entrar en la vida eterna, cumple los mandamientos’. El joven dijo: ‘¿Cuáles?’ Jesús respondió: ‘No matar, no cometer adulterio, no hurtar, no levantar testimonio falso, honrar padre y madre y amar al prójimo como a sí mismo’.
El joven le dijo: ‘He guardado todos esos mandamientos; ¿qué más me falta?’ Jesús le dijo: ‘Si quieres ser perfecto, anda a vender todo lo que posees y dáselo a los pobres. Así tendrás una riqueza en el cielo, y luego vuelves y me sigues’. Cuando el joven oyó esta respuesta, se fue triste, porque era muy rico. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: ‘Yo les aseguro que es difícil que un rico entre al Reino de los Cielos. Se los repito: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al Reino de los Cielos” (Mateo 19; 16-24).
Y cuando Jesús especificó el criterio más determinante en el juicio final reforzó la idea de que será el amor concreto que la persona exprese a los más necesitados, exento de egoísmo y del afán de posesión de riquezas: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria (…) como el pastor que separa a las ovejas de los machos cabríos, así también lo hará él. Separará unos de otros, poniendo las ovejas a su derecha y los machos cabríos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que están a la derecha: ¡Bendecidos por mi Padre, vengan a tomar posesión del Reino que está preparado para ustedes desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y ustedes me alimentaron; tuve sed y ustedes me dieron de beber. Estuve sin hogar y ustedes me recibieron en su casa. Estuve falto de ropa y me vistieron. Estuve enfermo y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver (…) En verdad les digo que cuando lo hicieron con alguno de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo” (Mateo 25; 31-36 y 40).
Y “al mismo tiempo, dirá a los que estén a la izquierda: ¡Malditos, aléjense de mí, vayan al fuego eterno que ha sido destinado para el diablo y para sus ángeles! Porque tuve hambre y no me dieron de comer, porque tuve sed y no me dieron de beber; era forastero y no me recibieron en su casa; no tenía ropa y no me vistieron; estuve enfermo y encarcelado y no me visitaron” (…) En verdad les digo que siempre que no lo hicieron con alguno de estos hermanos míos pequeños, conmigo no lo hicieron. Y éstos irán al suplicio eterno y los buenos a la vida eterna” (Mateo 25; 41-43 y 45-46).
Esto mismo lo especificó de otro modo en el Sermón de las bienaventuranzas: “Felices los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán
satisfechos. Felices ustedes, los que lloran, porque reirán. Felices ustedes si los hombres los odian, los expulsan, los insultan y los consideran unos delincuentes a causa del Hijo del Hombre. En ese
momento alégrense y llénense de gozo, porque les espera una recompensa grande en el cielo. Por lo demás, ésa es la manera como trataron también a los profetas en tiempo de sus padres” (Lucas 6; 21-23).
“Pero, ¡pobres de ustedes, los ricos, porque ustedes tienen ya su consuelo! ¡Pobres de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque después tendrán hambre! ¡Pobres de ustedes, los que ahora ríen, porque van a gemir y llorar de pena! ¡Pobres de ustedes cuando todos hablen bien de ustedes, porque de esa misma manera trataron a los falsos profetas en tiempos de sus antepasados!” (Lucas
6; 24-26).
Este claro mensaje evangélico lo ejemplificó Jesucristo en una parábola, la de Lázaro y el rico: “Había un hombre rico que se vestía con ropa finísima y que cada día comía regiamente. Había también un pobre, llamado Lázaro, todo cubierto de llagas, que se tendía a la puerta del rico, y que sentía ganas de llenarse con lo que caía de la mesa del rico, y hasta los perros venían a lamerle las llagas. Pues bien, murió el pobre y fue llevado por los ángeles hasta el cielo cerca de Abraham. Murió también el rico y lo sepultaron.
Estando en el infierno, en medio de los tormentos, el rico levanta los ojos y ve de lejos a Abraham y a Lázaro cerca de él. Entonces grita: ‘Padre Abraham, ten piedad de mí, y manda a Lázaro que se
moje la punta de un dedo para que me refresque la lengua, porque estas llamas me atormentan’.
Abraham respondió: ‘Hijo, acuérdate de que recibiste ya tus bienes durante la vida, lo mismo que Lázaro recibió males. Ahora él aquí encuentra consuelo y tú, en cambio, tormentos. Sepas que por
estos lados se ha establecido un abismo entre ustedes y nosotros, para que los que quieran pasar de aquí para allá no puedan hacerlo, y que no atraviesen tampoco de allá hacia nosotros’.
Contestó el rico: ‘Entonces te ruego, padre, que mandes a Lázaro a mis familiares donde están mis cinco hermanos para que les advierta, y no vengan ellos también a este lugar de tormento’. Y Abraham contestó: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. ‘No, padre Abraham –dijo el rico-. Si uno de entre los muertos los va a visitar, se arrepentirán’. Pero Abraham le dijo: ‘Si no
escuchan a Moisés y los profetas, aunque resucite uno de entre los muertos, no le creerán’” (Lucas 16; 19-31).
Otro pasaje evangélico que expresa la profunda crítica de Jesús a la posesión de riquezas –en contraste con la pobreza- es el relato de su encuentro con el arrepentido Zaqueo, jefe de los cobradores de impuestos de Jericó y que se había enriquecido mucho y tenía muy mala fama.
Sabiendo de su actitud, Jesucristo se hizo invitar a su casa frente a la multitud. Como era de baja estatura se había subido a un árbol para verlo y Jesús levantó los ojos y le dijo: “ ‘Zaqueo, baja rápido, porque hoy tengo que quedarme en tu casa’. Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría. Todos entonces se pusieron a criticar y a decir: ‘Se fue a alojar en casa de un pecador’. Pero
Zaqueo dijo resueltamente al Señor: ‘Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y a quien he exigido algo injustamente le devolveré cuatro veces más’. Jesús respondió: ‘Hoy ha llegado la
salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham. El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido’” (Lucas 19; 5-10).
Es decir, el mensaje cristiano es cristalino: Promueve el máximo de amor espiritual y material a todos los seres humanos y condena sin ambages el afán individual de riquezas y la construcción del mundo consiguiente. Es decir, uno en que exista una minoría de “triunfadores” extremadamente ricos y una mayoría de “perdedores” pobres sin los recursos suficientes para satisfacer sus necesidades esenciales.
Cristianismo y afán de riquezas
- Santiago de Chile -
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