16 de enero 2024, El Espectador
Érase una vez un país en el que los fiscales eran personas respetadas y respetables, y para llegar a ser fiscal general había que tener solidez jurídica, fortaleza ética y una hoja de vida (no debida vaya uno a saber a qué espantos) que inspirara ascendencia, confianza y credibilidad.
En ese país medio mítico medio real, ser fiscal era un honor que obligaba a ser digno, a cumplir sus funciones con la frente en alto, con vocación de cerebro y no de apéndice, y con la capacidad de tomar decisiones íntegras que no cupieran en el bolsillo ni en el poder de nadie.
Recordemos que la Fiscalía General de la Nación fue concebida por la Constitución Política del 91 como un organismo independiente, con funciones legales y constitucionales definidas. Siendo una entidad adscrita a la rama judicial, su principal misión es “brindar a los ciudadanos una cumplida y eficaz administración de justicia” y debe “investigar los delitos y acusar ante los jueces y tribunales a los presuntos infractores de la ley, ya sea por oficio o por denuncia”. No es una deducción esotérica. Está en la página de la fiscalía; esa misma que el fiscal no practica.
Por eso me pareció genial el trino de Juan Carlos Botero: “El Fiscal General Francisco Barbosa es un ejemplo. Un ejemplo de lo que no debe ser un Fiscal General”.
Más claro, imposible.
Como si no fuera suficiente vergüenza la ineptitud demostrada por las fiscalías de turno para acabar la impunidad con la que se pasean asesinos materiales e “intelectuales” (¡vaya intelecto!) de 410 firmantes de paz y de 1601 líderes y lideresas sociales, como si esas desgracias fueran poco, digo, encima de todo, el señor Barbosa se ha dedicado a entorpecer de manera burda y abusiva la actuación de la justicia en el caso contra el ex presidente Álvaro Uribe, acusado de sobornar testigos y cometer fraude procesal. Dos intentos fallidos de preclusión, designación de fiscales que deben declararse impedidos y otros que renuncian el día más clave de todos; prórrogas a conveniencia, 90 días que se reciclan cada vez que les apetece a los intereses del acusado, y términos adicionales que se atribuyen cuando se les viene en gana. Y hablando de ganar… ¿quién gana? Pues la deshonra, el descrédito, la impunidad.
Lo único que lo consuela a uno es que, en medio del maremagno, al otro lado de la balanza están el senador Iván Cepeda y un grupo de abogados con una integridad a prueba de injusticia y desespero. Ellos, con años de evidencias, testimonios y documentos, han demostrado hasta la saciedad que la fiscalía no tiene más opción que la de presentar ya, sin más dilaciones ni zancadillas, el esperado escrito de acusación contra el expresidente Uribe. La prescripción del caso sería una cachetada a las víctimas, a la verdad, a lo que debería ser la justicia, y a la poquita confianza que nos queda en las instituciones.
Dos años de investigaciones en la sala especial de instrucción de la Corte Suprema de Justicia, más de tres en la Fiscalía y un sólido material probatorio, deberían ser suficientes para que los tomadores de decisiones salieran del bolsillo del amo y obraran con entereza. Ojalá. Así como las brújulas no sirven en las zonas polares, un país sin referentes está perdido.
Iván Cepeda y sus abogados han conducido el barco de la verdad, en medio de la tormenta de las infamias. Sin apartarse de la ley ni perder una paciencia blindada por la certeza, han sido valientes y rigurosos. No han esgrimido odios sino argumentos, porque la razón no necesita odiar. La razón solo necesita que la justicia la reconozca y obre en consecuencia.