Por Franck Gaudichaud y Pablo Abufom*
El rechazo a la nueva Constitución derechista da cuenta de un empate «político nacional» en el que ninguno de los sectores en disputa logra imponer su programa. Para la próxima etapa es necesario construir una fuerza política para golpear en común.
El domingo 17 de diciembre de 2023, por segunda vez en poco más de un año, los chilenos votaron en referéndum «a favor» o «en contra» de un proyecto de nueva Constitución, que pondría fin a la promulgada en 1980 durante la dictadura de Augusto Pinochet (y reformada varias veces desde 1989). Esta nueva elección nacional tiene lugar cuatro años después de la gran revuelta social de 2019, que sacudió la hegemonía neoliberal establecida en el país andino desde hacía 5 décadas, y dos años después de la elección de Gabriel Boric, el joven presidente de la izquierda progresista (apoyada en una coalición del Partido Comunista y el Frente Amplio, en alianza con parte de la vieja Concertación que gobernó la transición post-dictadura).
El primer plebiscito constitucional (2022) fue para «aprobar» o «rechazar» la propuesta de nueva constitución redactada por una Convención con representantes mayoritariamente anti-neoliberales y con participación de pueblos originarios, movimientos sociales y paridad de género. Se trataba de un proyecto que recogía décadas de luchas sociales y aspiraba a un Chile democrático sobre la base de amplios derechos sociales. Por el contrario, el plebiscito de este domingo fue redactado por un Consejo de mayoría de extrema derecha, con el Partido Republicano a la cabeza, que profundizaba el régimen político de la constitución de 1980 y restringía derechos sociales.
Un voto de clase
Una vez más, más de 15 millones de chilenos y chilenas estaban llamados a votar: el 55,8% se opuso al nuevo texto constitucional, aunque el 15% de las y los electores no acudió a las urnas, a pesar del sistema de voto obligatorio con inscripción automática (de nuevo en vigor desde el 2022). Una vez más, en la capital hubo un voto clasista, como en el resto del país: mientras que los 3 municipios más ricos del país votaron «a favor», los municipios populares del sur y del poniente de la capital se pronunciaron en más de un 60%, o incluso en un 70%, «en contra». Sólo dos regiones del país andino votaron mayoritariamente a favor del último proyecto de Constitución, redactado por las derechas. Sin embargo, el gran capital y sus medios de comunicación han invertido más de 130 millones de pesos en la campaña para defender el nuevo texto y una constitución que impediría definitivamente cualquier legislación a favor del aborto, que salvaguardaría el sistema de pensiones de capitalización, que consolidaría la mercantilización del agua, la educación y la salud, y que consagraría la prohibición de la negociación colectiva por rama, al tiempo que protegía uno de los derechos de huelga más reaccionarios de América Latina.
Una derrota para el partido de extrema derecha de Antonio Kast
Un septiembre de 2022, más del 62% de la población ya había rechazado una propuesta constitucional, pero en este caso una Carta Magna claramente de izquierdas, paritario y feminista, que proclamaba un Estado «plurinacional» y reconocía nuevos derechos a los pueblos indígenas. Para muchas y muchos constituyentes, se trataba de superar —al menos en parte— el Estado subsidiario neoliberal y un modelo de desarrollo extractivista y ecocida, heredados de Pinochet y sus «Chicago Boys». En este mes de diciembre, el rechazo vuelve a expresarse, pero ante un texto redactado por la extrema derecha y la derecha tradicional, en el marco de un proceso mucho más «controlado» por los partidos tradicionales y el Parlamento, adosado a «comités técnicos de admisibilidad» y a comisiones de «expertos». Los 50 integrantes (electos en mayo 2023) del Consejo constitucional estaban liderados por una mayoría relativa adscrita al Partido Republicano de José Antonio Kast, una nueva extrema derecha que ha emergido con fuerza en los últimos 3 años, que se ha erigido como fuerza del «regreso al orden» frente a la rebelión colectiva de octubre de 2019, contra el poderoso movimiento feminista y sus demandas, contra el gobierno de Boric y sus «progresismo tardío», con un discurso abiertamente racista, antimigrante, patriarcal, conservador y ultrasecuritario. En alianza con la derecha, el Partido Republicano creyó poder redactar una Constitución a su imagen y semejanza, la de los «verdaderos chilenos» en palabras de la presidenta del Consejo, la muy reaccionaria y luterana fundamentalista Beatriz Hevia. Con el resultado del último referéndum, el Partido Republicano acaba de sufrir una primera clara derrota. Sobre todo, porque Kast ya se veía como un nuevo candidato presidencial con posibilidades reales de ganar a fines de 2025. Los cuchillos también están afuera entre la coalición de la derecha tradicional conservadora-neoliberal (Chile Vamos), en torno a figuras como Evelyn Matthei, y el clan republicano, cada uno buscando evadir la responsabilidad de la debacle. Están también apareciendo disidencias en el seno de la extrema derecha cuando algunos dirigentes o opinologos como Axel Kaiser buscan crear un «Partido libertario», más radical aun que Kast y copiado del modelo de Javier Milei en Argentina. Estas diferenciaciones y tensiones dentro del campo de las derechas están llamadas a crecer en importancia durante los próximos meses, creando una posible ventana de oportunidad política para la izquierda social y política.
Un gobierno Boric sin iniciativa, un progresismo sin reformas
La noche del resultado, el Presidente Boric volvió a hablar de consenso nacional, al tiempo que confirmaba que el proceso constituyente había llegado a su fin tras estos dos rechazos, reconociendo que las «urgencias sociales» estaban ahora en otra parte. El joven presidente, en vez de aprovechar esta derrota derechista en las urnas, repitió un discurso autoflagelante de crítica a la supuesta «radicalidad» de la primera propuesta constitucional del 2021-2022, y de rechazo a cualquier «polarización» del país:
Es el momento de reconocer el resultado alcanzado a quienes levantaron la opción en contra, pero sin olvidar que una parte importante de quienes asistieron a las urnas votaron por la opción a favor. No podemos volver a cometer el mismo error de los plebiscitos anteriores. El país lo hacemos todos y todas y quienes triunfan en una elección no pueden prescindir ni ignorar a quienes son circunstancialmente derrotados. Nuestro país seguirá con la Constitución vigente porque luego de dos propuestas constitucionales plebiscitadas, ninguna logró representar y unir a Chile en su hermosa diversidad. El país se polarizó, se dividió y al margen de este contundente resultado, el proceso constitucional no logró canalizar las esperanzas de tener una nueva Constitución redactada para todos.
En general, varios cuadros del gobierno reconocen que este resultado da un poco de «aire fresco» a un ejecutivo que se ha caracterizado desde sus inicios por una débil capacidad de cambio y algunas reformas tímidas y contradictorias (avances en la gratuidad de la salud, disminución del tiempo de trabajo semanal y aumento del salario mínimo). Lo que marca sobre todo la administración Boric es su ausencia de voluntad, ni siquiera mínima, de enfrentarse a los sectores dominantes y empresariales y de intentar movilizar «desde abajo» a sectores populares, mientras que, aparte del PC, no tiene ningún vínculo real con los sectores obreros y subalternos. Minoritario en el Parlamento, encerrado en una lógica parlamentarista y de gestión del aparato estatal, y al no haber logrado imponer su reforma tributaria, Boric depende cada vez más del Partido Socialista y sus aliados (pilares del neoliberalismo desde 1990), que han entrado con fuerza en La Moneda y están encarnados por la ministra del Interior, Carolina Tohá. Sumido en un caso de corrupción (Caso Convenios) y enfrentado a un sistemático y terriblemente eficaz bombardeo de los monopolios mediáticos capitalistas que centraron los debates publicos en el narcotráfico, la inseguridad y el rechazo a los migrantes, al gobierno le toca padecer más que impulsar la agenda política. En esa línea, y a pesar de la protestación de múltiples militantes honestos o de la crítica de dirigentes como el alcade comunista Daniel Jadue, el gobierno ha seguido militarizando el territorio Mapuche conocido como Wallmapu, defendiendo a los Carabineros y la amplia impunidad para los responsables de la represión de octubre de 2019, y proponiendo leyes que criminalizan las luchas por el derecho a la vivienda. La presencia de figuras de la izquierda como la ministra y vocera Camila Vallejo, no cambia esta orientación general, que también está provocando una gran desmovilización entre las bases del Frente Amplio y el PC.
Un nuevo ciclo político y perspectivas para los movimientos sociales
Las elecciones del domingo marcan innegablemente el final de un ciclo político. Se pueden discernir elementos paradójicos de continuidad en el corazón de estos dos referendos, e incluso en la estela de octubre de 2029: claramente, la crisis de hegemonía, el rechazo de la «casta» política y la insatisfacción por la falta de soluciones a las principales demandas populares siguen con nosotros, de diferentes maneras y con diferentes orientaciones estratégicas. Si se descuenta el profundo impacto que tuvieron los medios de comunicación y las redes sociales sobre los resultados electorales de ambos plebiscitos, de todos modos, se puede encontrar que el voto «contra algo» pesa más que el voto «a favor de algo». Esto da cuenta de una situación de empate político nacional, en el que ninguno de los actores en disputa logra imponer su programa o convencer a la población de sus propuestas para cerrar la crisis. Ni la irrupción masiva del pueblo en octubre de 2019, ni la mayoría antineoliberal de la Convención del 2021, ni el progresismo en el gobierno desde 2022, ni la mayoría pinochetista del Consejo del 2023: ninguna de estas expresiones de la crisis ha representado un camino de salida.
En esta situación, la principal amenaza para los sectores populares de Chile es la emergencia exitosa de una fuerza política de extrema derecha que logre capitalizar las derrotas de todos los actores mencionados aquí arriba. Demás está decir que el triunfo de Milei en Argentina influye sobre esta intuición. Pero en un escenario de polarización política, cuando un gobierno progresista ha sido incapaz de cumplir su programa, no es descabellado visualizar un próximo gobierno de derecha/extrema-derecha, y esto explica que las principales figuras presidenciables en las encuestas hoy sean Kast y Matthei.
Ante este horizonte infame, la izquierda y los movimientos sociales, feministas y populares tienen la obligación de sacar lecciones estratégicas de los últimos cuatro años. Por una parte, la moderación programática que ha encarnado el oficialismo ha tenido como efecto, al mismo tiempo, la decepción de su base electoral y la renuncia a adoptar caminos de movilización popular para contrarrestar el bloqueo parlamentario de la oposición. Cuando enfrentado a una terca oposición, el gobierno prefiere remover sus pretensiones de cambio y terminar aprobando «con éxito» proyectos despojados de su intención inicial, se envía un mensaje claro: en tiempos de crisis, no hay alternativa a la claudicación programática. No hay lugar para apoyar un programa de cambios sobre las bases sociales, llamándolas a movilizarse. Visto así, el gobierno ha renunciado precisamente a lo poco que puede hacer en tiempos de crisis y bloqueo parlamentario: utilizar esa pequeña fracción del poder para forzar un enfrentamiento abierto por el programa y evidenciar las posiciones de cada actor en disputa. Por el contrario, ha preferido reeditar la «política de los acuerdos» elitarios, en las alturas, sin el pueblo que caracterizó a la centroizquierda social-liberal de la transición.
Por otra parte, la izquierda y los movimientos sociales harían bien en aprovechar este momento de cierres y aperturas para hacer una profunda autocrítica sobre la dispersión organizativa que implican las luchas sectoriales, cada una en su ámbito o en su territorio, sin la construcción de un espacio común de disputa por el poder en torno a un programa transversal y de independencia de clase. Una notable excepción a esto ha sido el caso del feminismo desarrollado en torno a la Huelga General Feminista impulsada por la Coordinadora Feminista 8M, que ha buscado hacer del feminismo una visión global que pueda enfrentar programática y organizativamente el conjunto de los problemas nacionales.
En términos clásicos, este nuevo ciclo enfrentará a las izquierdas y los movimientos sociales al problema de la construcción partidaria, en cuanto desarrollo de una fuerza política capaz de dar golpes unificados en una dirección común. Esto requiere, en primer lugar, identificar las razones por las cuales la rebelión de octubre fracasó en imponer por sus propios medios los términos de la salida a la crisis, y por las que tuvo que transmutarse en proceso constituyente acordado y diseñado por y desde el Congreso. Antes que culpar a los «traidores» de turno que habrían pervertido la potencia de la revuelta social, este cierre de ciclo obliga a pensar en las propias carencias: una dispersión de demandas sociales sin referencia al hilo conductor de las causas estructurales de la crisis del capitalismo neoliberal chileno/global, un archipiélago de organizaciones sin una actividad común más que la movilización callejera, una desconexión entre los núcleos militantes y la masa movilizada, y la persistencia de modos de organización artesanales que no fueron capaces de aprovechar la irrupción masiva y popular de la revuelta en nuevos referentes políticos alternativos con presencia nacional.
Si la principal amenaza en Chile para el campo popular es hoy un ascenso de la extrema derecha, entonces lo que está a la orden del día es identificar todos los caminos por los cuales es posible frenar y compartir pie a pie ese proceso regresivo. Creemos que esto pasa principalmente por el resurgimiento de las reivindicaciones que puedan sacar a la clase trabajadora de Chile de la creciente precarización que experimenta, y una fuerza política que conecte esas soluciones con un relato de transformación profunda, a la raíz, que rompa con el régimen político y económico imperante que pone freno a una salida transformadora a la crisis. Si Kast y otras expresiones neofascistas chilenas representan una salida a la crisis con características conservadoras, autoritarias y nacionalistas que refuerzan el régimen, entonces el camino para las izquierdas y los movimientos sociales habrá de ser un camino de luchas sociales y conflicto de clase en clave anticapitalista, feminista y ecosocialista, dirigida a hacer estallar las causas de la crisis, al tiempo que resuelve sus síntomas más inmediatos con soluciones materiales de corto plazo. Sin esta combinación, la extrema derecha seguirá teniendo la vía libre para convencer a los sectores populares de que el actual progresismo no está de su lado, y que la única solución es confiar en su plataforma de competencia del penúltimo contra el último.
*Franck Gaudichaud es Doctor en ciencias políticas y catedrático en estudios latinoamericanos en la universidad Toulouse 2 Jean Jaurès. Es miembro del consejo editorial de la revista ContreTemps www.contretemps.eu (Paris) y colaborador de Jacobin América Latina. / Pablo Abufom es traductor y magíster en filosofía por la Universidad de Chile. Editor de Posiciones, Revista de Debate Estratégico, miembro fundador del Centro Social y Librería Proyección y parte del colectivo editorial de Jacobin América Latina.