Los medios hegemónicos cantan loas al fallecido centenario Henry Kissinger, aunque es difícil de explicarlo cuando se trata de unos de los personajes que infligieron mayor daño a la humanidad .
La infamia de la política exterior del tristemente recordado presidente Richard Nixon se ubica, para siempre, al lado de la de los peores asesinos en masa de la historia. Henry Kissinger, el célebre criminal de guerra que fue premiado con el Premio Nobel de la paz, tenía 100 años.
Las acciones de Kissinger de 1969 a 1976, un período de ocho años breves en el que hizo la política exterior de Richard Nixon y luego de Gerald Ford como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado, significaron el fin de entre tres y cuatro millones de personas, estimó el historiador de la Universidad de Yale Greg Grandin, autor de la biografía Kissinger’s Shadow .
Eso incluye crímenes de comisión, explicó Grandin, como en Camboya y Chile, y omisión, como la luz verde del derramamiento de sangre de Indonesia en Timor Oriental; el derramamiento de sangre de Pakistán en Bangladesh; y la inauguración de una tradición estadounidense de usar y luego abandonar a los kurdos y a los armenios.
Kissinger se fue, pero sus políticas quedaron. Pocas horas antes de su último suspiro, un grupo de senadores republicanos impulsó una resolución legislativa que establece que la Doctrina Monroe, la norma que justifica la intervención diplomática, política y armada de Washington en todos los países de América Latina y el Caribe, es un principio duradero y vigente de la política exterior de Estados Unidos.
Fue como si esta moción fuera una despedida al doctor K, y coronara la labor del judío alemán devenido en ciudadano y líder estadounidense de aniquilar toda soberanía que no sea la estadounidense, y pudiera entonces retirarse en paz.
Como secretario de Estado durante las administraciones de Richard Nixon y Gerald Ford, como académico y como consultor privado durante medio siglo, el doctor K organizó e instigó algunas de las mayores matanzas que haya contemplado la historia, y su papel como mentor de varias generaciones de la oligarquía estadounidense garantiza que sus ideas sigan causando muerte y miseria: sí, pese al dicho popular, el mal puede durar más de cien años.
Inconfundible con sus anteojos de pasta y un acento alemán que nunca terminó de perder, estuvo activo hasta el último momento, promocionando su libro sobre estilos de liderazgo. También testificó ante un comité del Senado sobre la amenaza nuclear de Corea del Norte y en julio pasado viajó por sorpresa a Beijing para una reunión-despedida con el presidente chino, Xi Jinping.
Había sido uno de los artífices de la aproximación a China: sus dos viajes -uno de ellos en secreto para reunirse con el primer ministro Zhou Enlai-, abrieron la puerta para la visita de Nixon a Beijing en 1973 y a la normalización de relaciones entre Estados Unidos y el país asiático comunista (según sus palabras), tras décadas de enemistad.
Hoy, los medios de comunicación estatales chinos lo aclaman como «viejo amigo de China» y en las redes sociales la gente dijo que su muerte marcaba el final de una era. Para el New York Tomes, la muerte de Kissinger pone fin a una era de compromiso en las relaciones entre Estados Unidos y China y en los elogios de Beijing a su legado hay una crítica implícita al giro que ha dado EEUU en los últimos años, alejándose de la cooperación e intensificando la competencia.
Nadie duda que fue coherente: siempre se puso del lado de los negocios, de los déspotas y los asesinos, dejando tras de sí una estela de muerte, sufrimiento y demolición de los derechos humanos. Su longevidad y su persistente influencia en los círculos de poder le permitieron dejar una impronta tan profunda como nefasta en el planeta, dice un editorial de La Jornada de México.
Tras los atentados del 11 de setiembre de 2002 en Estados Unidos, el entonces presidente George W. Bush lo eligió para encabezar un comité investigador, pero la oposición demócrata denunció conflicto de interés con muchos de los clientes de la consultora de Kissinger, lo que lo obligó a renunciar al cargo.
Su vasto currículo incluye el genocidio contra el pueblo de Vietnam, donde las fuerzas armadas estadounidenses lanzaron más bombas que todas las utilizadas en la Segunda Guerra Mundial; la conspiración con la CIA para el asesinato del presidente Salvador Allende y otros miles de chilenos, así como el empobrecimiento de las grandes mayorías de ese país y un adoctrinamiento brutal en el conservadurismo del que Chile todavía no logra levantarse.
Pero también los secuestros y ejecuciones de centenares de personas en el Cono Sur en el marco de la Operación Cóndor que -entre otras barbaridades- condujeron a la desaparición de 30 mil personas en Argentina; el apoyo al apartheid en Sudáfrica, la limpieza étnica acometida por el dictador indonesio Suharto en Timor Oriental; el sostenimiento del régimen de terror del shah de Irán Reza Pahleví. Todo un rosario de atrocidades que le valieron el epíteto de “el mayor criminal de guerra en libertad” por parte del escritor Gore Vidal.
Aquí, en América Lapobre, a Kissinger se le recordará por su respaldo al golpe de estado contra el presidente Salvador Allende y la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, a la junta militar argentina entre 1976 y 1983, a la dictadura que inició Juan María Bordaberry -y sus sucesores- en Uruguay y los últimos años del régimen de Francisco Franco en España (hasta su muerte en 1975).
Ni siquiera abandonó sus convicciones racistas e intolerantes: un mes atrás calificó las manifestaciones propalestinas en Alemania como resultado del grave error de permitir la inmigración de tanta gente con un historial cultural y religioso completamente distinto.
Siempre estuvo de lado de los dueños del capital y sus marionetas, los políticos de Washington, a cuyo servicio dedicó su longeva vida. Su idea de orden mundial no estaba sostenido sino en portaaviones, bombardeos, bases militares estadounidenses a la largo y ancho del mundo, los drones, los misiles. Si existiera justicia en el mundo, los múltiples crímenes de lesa humanidad perpetrados bajo sus órdenes o su consejo le habrían permitido morir en prisión.
Poco ha cambiado en Washington, donde aconsejar a los gobernantes sobre los métodos más eficaces para aniquilar seres humanos e imponer sistemas económicos parasitarios seguirá siendo una profesión lucrativa para las grandes empresas trasnacionales, que “aceitan” la política estadounidense. Seguramente EEUU engendre nuevos Kissinger.
Como corolario de su vida desmenuzó en un libro (Liderazgo) a sus líderes preferidos del siglo XX, desde el presidente estadounidense Richard Nixon y el canciller alemán Konrad Adenauer hasta la polémica primera ministra británica Margareth Thatcher, pasando por el presidente francés Charles de Gaulle, el egipcio Anwar Sadat, y Lee Kuan Yew, fundador y artífice del meteórico desarrollo económico de la pequeña Singapur.
Lo que queda es que el mundo se libre del yugo estadounidense y su creencia de que democracia significa aniquilar pueblos con portaviones, bases militares, bombarderos, drones, misiles y desaparición de líderes sociales y políticos y que una vez muerto el halcón-ideólogo rechace el injerencismo de gobiernos demócratas y/o republicanos.