La corrupción desatada
El conocimiento del plan de corrupción de instituciones públicas, encarnado por el abogado, más poderoso y prestigioso de la élite chilena, Luis Hermosilla (“Aquí estamos haciendo una hue… que es delito. Y es la única manera de hacerlo”) y la renuncia de la consejera María Inés Horvitz y sus posteriores declaraciones (“Es cada vez más visible la cooptación del Estado por poderes fácticos vinculados por cuna, política y dinero”), dan claro indicio del avance y proliferación de este fenómeno cada vez más evidente en las altas esferas de nuestra sociedad.
La apropiación ilícita de recursos, de manera estructural y sofisticada, por parte de personas vinculadas a lo político, empresarial, instituciones de carabineros, ejército, municipalidades y organismos de gobierno, la equivocadamente llamada “gente de bien”, se produce a espaldas y a vista y paciencia de un pueblo que lucha diariamente por una sobrevivencia digna, y que para algunos como el abogado, exministro de Justicia de la Concertación y actual secretario general de “Amarillos por Chile”, Isidro Solís, son “prácticas bastante frecuentes” de muchos años.
En la dictadura, la corrupción entendida como la colusión que se da entre los poderes económico y político, beneficiando principalmente a los primeros, se produjeron monumentales “transferencias de recursos” de decenas de miles de millones de dólares del Estado hacia grandes grupos económicos por diversos mecanismos; entre ellos, la venta de grandes y medianas empresas de propiedad estatal, y el traspaso de fondos previsionales y de salud hacia entidades privadas, a favor de la élite empresarial.
Asimismo, se fijaron normativas que permitieron “elusiones” de impuestos de empresarios, ejecutivos y profesionales exitosos a través de las famosas sociedades “fantasmas”, que hoy día aún obtienen gigantescas ganancias al no tributar. Se suma a esto, procedimientos del Servicio de Impuestos Internos (SII) para rebajas casi totales de multas por incumplimiento de leyes tributarias y el “privilegio” exclusivo del SII de querellarse por delitos tributarios en menoscabo de las acciones realizadas por las fiscalías para iniciar un proceso judicial, aún cuando se cuente con pruebas.
En este escenario instituciones del Estado como el Congreso Nacional, las Fuerzas Armadas y Carabineros y las municipalidades (en cuanto a sus “corporaciones municipales”), no están sujetos a la supervisión de la Contraloría General de la República, dando cabida de esta manera al nepotismo, los tráficos de influencia, los conflictos de interés, el abuso de información privilegiada, la malversación de fondos fiscales, la colusión de precios del gran comercio y muchas otras formas de corrupción.
La presión ejercida desde la dupla poder político-económico, más conductas “negligentes” de los gobiernos, las fiscalías y los tribunales a la hora de sancionar, hace inviable procesos legales que terminen con casos resueltos, condenas apropiadas a los delitos y responsables que se hagan cargo de restaurar el daño público ocasionado, teniendo como resultado acuerdos convenientes para las y los delincuentes de “cuello y corbata”, como por ejemplo las tan recordadas clases de ética (caso “Penta”) y perdonazos tributarios a grupos económicos ( grupos Yarur, Saieh, Said, Angelini, SQM entre otros que financiaron ilegalmente campañas) e instalándose la impunidad, factor clave para consolidar la corrupción.

Respuesta estatal indispensable para que la Dignidad se haga costumbre

En este escenario, nosotros decimos claramente que enfrentar la corrupción resulta difícil por cuánto ésta muta y adopta nuevas y complejas formas, existiendo además la dualidad del ejercicio de la función pública entre la política y la administración, y una sociedad que evoluciona constantemente y suscita nuevas problemáticas.

El desafío para erradicarla no pasa solamente por el cuidado y buen uso de los recursos públicos, sino también por fortalecer la probidad asumiendo un compromiso político del más alto nivel para erradicar las prácticas
delincuenciales públicas y privadas, a la par de dar impulso a cambios normativos eficaces para fortalecer las capacidades institucionales y el diseño e implementación de políticas públicas de integridad, que tengan impacto en el funcionamiento de la administración y en la percepción ciudadana.
Frenar esta problemática país requiere principalmente de la participación vigilante y activa de la ciudadanía, colectiva o individualmente, para denunciar todo acto de corrupción a las entidades correspondientes; que las entidades fiscalizadoras y jurídicas puedan contar con un número de personal suficiente, con recursos financieros, materiales y tecnológicos para llevar adelante su labor; y contar con una política explícita, como país, como Estado, de la autonomía del poder judicial en su conjunto, que contemple mecanismos de protección contra influencias externas en su toma de decisiones.
Esto pasa necesariamente por cambiar los procedimientos actuales, para contar con un adecuado nombramiento de candidatos/as a jueces por medio de un organismo colegiado, su elección por la ciudadanía, la permanencia en cargos en base a desempeño y competencias, y el escrutinio ciudadano que permita, incluso su destitución, asegurando que el poder político-económico no tenga influencia sobre los mismos.
Es indiscutible que la corrupción socava la democracia y dificulta el crecimiento económico y sus efectos tienen consecuencias profundas en las capas pobres mayoritarias en el país, cuyas condiciones de vida dependen en gran medida del Estado, no siendo un problema de procesos administrativos deficientes o de políticas públicas ineficaces, sino un imperativo moral para todos quienes ejercen una función pública, en pos del respeto a los derechos humanos, la consolidación de una mejor democracia y de mejorar las condiciones de vida a todas las personas.
“Hablamos de una revolución social que cambie drásticamente las condiciones de vida del pueblo, de una revolución política que modifique las estructuras del poder y, en definitiva, de una revolución humana que cree sus propios paradigmas en reemplazo de los decadentes valores actuales” (Silo).

 

Redacción colaborativa de M. Angélica Alvear Montecinos; Guillermo Garcés Parada; Sandra Arriola Oporto; Ricardo Lisboa Henríquez y César Anguita Sanhueza. Comisión de Opinión Pública