¡Qué difícil resulta abstraerse de ejercer poder! ¡Qué complicado por sutil es, en no pocas ocasiones, reconocernos en tal ejercicio! Y, sin embargo, para pasar a una cultura noviolenta necesitamos desposeernos de tal tendencia y hábito generalizados, que hablan de la forma mental en la que hemos nacido y vivimos, y que aspiramos a superar.

Una forma mental que responde a un modelo vertical, que ha permitido que una parte se haya apoderado del todo social y que se traduce en todas las esferas de la vida pública y privada.

Un modelo vertical que responde al mito, que está en los orígenes de la cultura occidental hoy planetaria, que tanto dolor y sufrimiento ha traído y está acarreando. Un mito que habla de un dios externo que está en lo alto, alejado de los humanos, a quienes enjuicia, condena y de los que se venga si no aceptan su poder o no responden a sus intereses. Nos formaron para intentar estar cerca de él, a base de repetir su supuesto modo de hacer, pero sin permitirnos -de todos modos- ser él.

Aquel dios ya desacralizado, identificado hoy con el poder económico, ha muerto en el corazón de millones de seres humanos, pero dejó su molde y su sombra en nuestro interior. Una sombra que sigue con un ojo puesto hacia arriba, como referencia a donde intenta ascender, y el otro apuntando abajo, donde coloca a buena parte de quienes la rodean, a los que -desde la más pura mecanicidad y replicando moldes- juzga, degrada y condena, si fuera el caso.

Enjuiciar nuestra vida y a los otros, aceptar que se ejerza poder sobre uno mismo y ejercer poder sobre los demás, ha conformado un modo de estar con nosotros mismos, con quienes nos rodean y en el mundo, que nos ha cargado -por pura contradicción interna- de dolor y sufrimiento, de violencia y destrucción. Porque el ejercicio del poder implica necesariamente la cosificación de otro ser humano o, dicho de otro modo, la negación de su esencia, de su humanidad… sin darnos cuenta que, como consecuencia, estamos negando la nuestra.

¿Cómo puedo, cómo podemos justificar -si no es negando la intencionalidad del otro y su capacidad transformadora- imponer un modelo, unas ideas, una manera de ver el mundo, determinadas relaciones y situaciones que lo violentan?

En esto no hay culpables, no elegimos el modelo en el que fuimos formados, pero sí somos responsables de cambiarlo, de reconocer cómo ha teñido nuestro paisaje interno y nuestro hacer en el mundo para poder transformarlo, si es que realmente aspiramos a un futuro abierto que se enraíce en una cultura noviolenta.