7 de noviembre 2023, El Espectador
El sábado 11 de noviembre el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo y la Orquesta Filarmónica de Bogotá, ofrecen un concierto en clave de gratitud. El búlgaro Emil Tabakov —uno de los tres mejores directores de Europa— estrena en América su 8ª sinfonía y dirigirá a la Filarmónica en la interpretación de Linz, de Mozart.
Hoy —cuando otra vez y como casi siempre nos debatimos entre la esperanza y el abismo— hago “un alto en el camino” para agradecerles a Ramiro Osorio, director del Teatro Mayor, y a David García, director de la Filarmónica de Bogotá, su profunda generosidad al ofrecer este concierto por el centenario de un hombre que hizo de la democratización de la cultura y de la construcción de dignidad y equidad, su consigna de vida.
El concierto del sábado será el homenaje que Ramiro y David —dos espíritus llenos de luz, de arte y de obras hechas y pensadas para que seamos mejores personas— le rinden a Roberto Arias Pérez, en los 100 años de su nacimiento. Los une a los tres el hilo conductor del trabajo por la cultura y la solidaridad. Su comprensión anímica del mundo y su respeto por el lenguaje de las cosas bellas. Los tres —cada uno en su estilo, en su momento y con sus herramientas— nos han enseñado que el arte libera y nos ayuda a comprender que habitamos un escenario que puede ser tan fuerte o tan débil, tan miserable o tan asombroso, como nuestra convicción y nuestras acciones lo permitan. Roberto Arias fue el creador en nuestro país de un modelo de seguridad social que hace 66 años representó una revolución pacífica, por el bienestar de las y los ciudadanos. Él no proclamó un mundo igualitario, pero sí una sociedad equitativa. Un país en el que todos y todas tuviéramos acceso a educación y salud de óptima calidad, cultura y vivienda digna. Creyó en el trabajo, y en el bienestar de la gente como objetivo y motor del desarrollo; priorizó los derechos de la infancia, y la igualdad de oportunidades académicas y laborales para las mujeres. Defendió como pilares de su vida la rectitud, la independencia y la persistencia.
Roberto Arias hizo de la declaración de los Derechos Humanos su carta de navegación. Nos la inculcó a quienes estuvimos cerca, y la trabajó cuanto pudo para hacerla realidad. Quiso romper —creando opciones reales de equidad— los círculos viciosos que se forman entre la injusticia social y la violencia, entre la marginación y el miedo, entre la ignorancia y la pobreza. Nos enseñó a no dejarnos derrotar por el escepticismo, a vencer esquemas inútiles y a ejercer la honestidad como principio no negociable; y, cuando fuera necesario para salvar una vida o un propósito, hacerlo sin caer en trampas insensibles, y pedir perdón en vez de pedir permiso.
Nunca olvidaré su primera lección de valor y democracia: llegamos a Colombia en plena dictadura. Yo tenía 3 años y en el edificio donde vivíamos sacaron banderas negras, en señal de duelo por la violencia cometida contra unos estudiantes. Pasaron varios camiones llenos de soldados dando órdenes: quitar las banderas de inmediato, so pena de prisión. Él se negó a hacerlo, se lo llevaron detenido y, por alguna razón, no sentí miedo sino orgullo. Creo que esa noche comencé a entender lo que significa una convicción.
Por más de 60 años lo vi trabajar 25 horas diarias. No lo frenaron amenazas ni burocracias. Todo en él parecía inagotable… la capacidad de trabajo, el amor por los suyos, la solidaridad con quien fuera, y esa extraña mezcla de rebeldía y señorío.
Infinitas gracias, Ramiro Osorio y David García por este reconocimiento a Roberto Arias Pérez, mi papá.