Por: Yakov M. Rabkin

 

La noche del ataque del 7 de octubre de 2023 en el sur de Israel, dormí en casa de mi sobrino en San Petersburgo, en el apartamento en él que había crecido antes de emigrar de la Unión Soviética hace más de cincuenta años. A la mañana siguiente, mientras caminaba por el barrio situado en el centro de la antigua capital imperial, recordé los nombres soviéticos de las calles que me rodeaban. Me di cuenta de que la mayoría había honrado a teóricos y practicantes del terrorismo político de finales del siglo XIX: Pyotr Lavrov, Ivan Kalyaev, Stepan Jalturin, Andrei Zhelyabov, Sofia Perovskaya. Se sentían orgullosos de llamarse terroristas y estuvieron involucrados en varios actos de violencia. Me di cuenta de que estas calles se encuentran a pocos minutos a pie de la Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada. La iglesia multicolor con cúpulas en forma de cebolla, tan diferente de la arquitectura clásica de San Petersburgo, fue erigida para conmemorar al emperador Alejandro II cerca del lugar de su asesinato en 1881. Lo cometieron los revolucionarios cuyos nombres llevaban estas calles durante el período soviético.

Para estos terroristas, los asesinatos eran un medio de lograr cambios sociales y políticos. Su objetivo era aterrorizar a los círculos gobernantes en ausencia de elecciones o de casi cualquier forma de participación pública en la administración del país. Estos revolucionarios triunfaron en octubre de 1905, cuando el zar Nicolás II se vio obligado a otorgar a la población ciertos derechos políticos. Las concesiones no satisficieron a muchos revolucionarios convencidos, que continuaron su campaña de asesinatos.

Estos grupos terroristas atrajeron a un número desproporcionado de minorías: polacos, judíos, letones, etc. En el Imperio ruso, ellos sufrieron una doble opresión: política y etno-religiosa. El asesinato de Alejandro II desencadenó una ola de pogromos, disturbios populistas y masacres antijudíos. Los pogromos continuaron cayendo sobre los judíos en los primeros años del siglo XX, particularmente en los territorios de Ucrania y Moldova de hoy, donde la violencia antijudía era virulenta y corriente. Se organizaron unos pocos grupos de autodefensa judíos para protegerse de los pogromos, pero la inseguridad era endémica. Casi dos millones de judíos emigraron, en su mayoría a América.

Es en este contexto que varios judíos, en su mayoría jóvenes, abrazaron la novedosa ideología del sionismo y la injertaron a sus convicciones socialistas. Miles de estos revolucionarios resentidos llegaron a la Palestina otomana para edificar una nueva sociedad socialista y educar a nuevos hombres y mujeres hebreos, físicamente fuertes y espiritualmente libres de creencias religiosas. Estaban dispuestos a realizar trabajo físico, fundaron comunas agrícolas igualitarias (kibutz en hebreo) y adquirieron armas para defenderlas.

A diferencia de la mayoría de los emigrantes judíos de Rusia que se dirigían a Estados Unidos y anhelaban encajar en el nuevo país, los colonos sionistas en Palestina querían establecer su propia sociedad independiente. Llegaron a Palestina con entusiasmo y un fuerte deseo de romper con el pasado, sobre todo con la impotencia que habían padecido en el Imperio ruso. Abandonaron su yiddish nativo y se esforzaron por hablar la nueva lengua sionista de hebreo moderno. Dejaron de lado la religión y construyeron una nueva identidad como hebreos seculares.

En la Zona de asentamiento de Rusia, la única parte del Imperio ruso donde los judíos, con unas excepciones, tenían derecho de residir hasta 1917, no se los permitía de trabajar la tierra. En Palestina se convirtieron en agricultores. Trajeron consigo dos memorias formativas del viejo país: los usos políticos del terrorismo y el trauma de sufrir violencia aleatoria por parte de no judíos. La mayoría de los colonos habían vivido en ciudades y pueblos judíos y no habían estudiado ni trabajado con no judíos.
Pocos habían conocido la sociedad mixta y cosmopolita de San Petersburgo u Odesa. Su desconfianza hacia los no judíos se vio reforzada más tarde con el genocidio nazi de judíos en Europa.

Tampoco conocían el modelo imperial ruso de integrar los territorios conquistados. Los príncipes tártaros, los aristócratas georgianos y los potentados de Asia Central fueron adoptados en el orden oficial, llegaron a disfrutar de privilegios apropiados a su rango y a menudo se casaron con descendientes de la antigua nobleza rusa. Uno de los casos más conocidos es el del diplomático, autor y compositor ruso Alexander Griboyedov, que se casó con una princesa georgiana en el primer tercio del siglo XIX.

A pesar de su retórica socialista, los colonos sionistas en Palestina se mantuvieron alejados de la población local, de la que a menudo desconfiaban y despreciaban. Su asentamiento en Palestina reprodujo la segregación de la Zona de asentamiento en Rusia. La política oficial sionista que promovía la segregación se expresó en lemas edificantes: “avoda ‘ivrit” (trabajo hebreo), “livnot u-lehibanot” (construir y ser  onstruido), “hafrada” (separación), etc. Tenían por objetivo eliminar a los árabes del empleo en empresas sionistas, construir la nueva y exclusiva ciudad hebrea de Tel Aviv junto a la antigua Jaffa y establecer infraestructuras institucionales libres de árabes. En las décadas de 1920 y 1930, los sionistas rechazaron sistemáticamente la idea de una asamblea representativa que reflejara la diversidad étnica y religiosa y pusiera en relieve el hecho obvio de que los colonos sionistas constituían una minoría en Tierra Santa. Todo esto naturalmente generó resentimiento y hostilidad contra los sionistas.

Imbuidos de cierto orientalismo, poseían el sentido de superioridad colonial europea con respecto a los habitantes de Palestina, tanto judíos como árabes, a quienes desdeñaron como “primitivos”. Esta actitud se vio reforzada cuando, tras la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña asumió el control de Palestina con el mandato, entre otros objetivos, de promover la empresa sionista en el país.

Los británicos recurrieron a la violencia habitual bajo el pretexto de “pacificar a los indígenas”, similar a sus acciones en la India y en África, enfrentando la resistencia árabe con una fuerza más letal que la desplegada contra las formaciones paramilitares sionistas. Los británicos también apoyaron un enfoque de “divide y vencerás”, provocando aún más la separación y el conflicto entre judíos y árabes.

Así, la herencia rusa de terrorismo político, la memoria de las hordas antisemitas que descendían sobre las comunidades judías en el Imperio ruso y las prácticas coloniales británicas – naturalmente racistas – fomentaron la cultura política de la empresa sionista en Palestina. Usando la fuerza al tratar con la población local, tenían una convicción de derecho excepcional, apoyada tanto para los colonos como para los británicos por la Biblia hebrea. Salvo a los comunistas y unos miembros del partido socialista Poale Tsion, el ideal internacionalista sucumbió bajo el peso del nacionalismo hebreo.

Los sionistas nacidos en Rusia formaron el núcleo dirigente y constituían más del 60% del parlamento israelí en 1952, a pesar de que la emigración desde Rusia había cesado tres décadas antes. Hasta la fecha, con excepción de Naphtali Bennett, todos los primeros ministros israelíes o sus padres nacieron en el Imperio ruso.

Los colonos sionistas recurrieron a la fuerza para someter a los árabes palestinos y recurrieron al asesinato político para impedir una convivencia con ellos. Así, el enérgico portavoz de los rabinos antisionistas, Jacob De Haan, nacido en Holanda, fue asesinado en 1924 por orden de la Haganá, una milicia fundada unos años antes por colonos sionistas de Rusia. Otros grupos terroristas que surgieron en la década de 1930 fueron no sólo organizados sino también integrados en su mayoría por sionistas nacidos en Rusia. Estos grupos inicialmente participaron en actos de violencia contra los árabes, pero luego ampliaron su alcance al personal militar y civil británico tanto en Palestina como en los países vecinos e incluso, eventualmente, a un mediador de alto rango de la ONU procedente de Suecia. El Museo de prisioneros subterráneos en Jerusalén muestra con orgullo esta historia, incluidas bombas caseras y otras armas terroristas.

La proclamación unilateral del Estado de Israel en mayo de 1948 se hizo a pesar de la oposición de la mayoría de los habitantes de Palestina, incluidos muchos judíos, y de todos los países limítrofes. Como era de esperar, esto provocó ataques de varios estados árabes. Mientras tanto, milicias sionistas de varias tendencias políticas cometieron actos de terror para espantar a los árabes palestinos y obligarlos a abandonar sus hogares. Como parte de una política de limpieza étnica ahora bien documentada, expulsaron por la fuerza a la mayoría de los que no querían irse.

El nuevo Estado de Israel sometió a los árabes palestinos a un régimen militar que duró casi dos décadas. Los refugiados y exiliados que intentaron regresar a sus hogares fueron asesinados, expulsados ​​o arrestados. Más palestinos resultaron refugiados después de la victoria de Israel en la guerra de 1967. Desde entonces se han desplegado medidas militares y policiales para pacificar a los palestinos que sobreviven en Cisjordania y Gaza bajo control israelí. Mientras tanto, las fuerzas armadas de Israel se hicieron una formidable máquina de guerra de alta tecnología.

El letal ataque del 7 de octubre de 2023 obviamente enfureció a la mayoría de los israelíes. Pero en lugar de hacer una pausa, los líderes militares y políticos siguieron el reflejo de bombardear Gaza mientras preparaban una invasión terrestre de cientos de miles de soldados. Este causó enormes víctimas y una crisis humanitaria. Respondiendo a un problema esencialmente político – encontrar un acuerdo con los palestinos – Israel actuó como siempre: desplegar una fuerza abrumadora para espantar a los palestinos y obligarlos a someterse. Al mismo tiempo, los colonos armados en Cisjordania han estado persiguiendo y asesinando a palestinos, quemando sus casas en una versión inversa de los pogromos de antaño, mientras la policía israelí ha añadido cientos de palestinos a los miles que se encuentran ya en detención administrativa.

La demonización vengativa de los palestinos se ha vuelto común. Incluso el moderado presidente de Israel, Itzhak Herzog, que había expresado su preocupación por el ascenso del fascismo en Israel, afirmó ahora que “no había civiles inocentes” en Gaza. Meirav Ben-Ari, parlamentario de Yesh Atid, que en Israel se hace pasar por un partido liberal centrista, dijo, en referencia a los miles de niños palestinos muertos bajo los bombardeos israelíes, “¡los niños de Gaza se han provocado esto ellos mismos! Somos una nación que busca la paz, una nación que ama la vida”.

El actual estallido de violencia no fue imprevisto. En 1948, en medio de la Guerra de Independencia de Israel (los palestinos la recuerdan como la Nakba, la catástrofe), Hannah Arendt, refugiada judía de Alemania que se convertiría en una prominente filósofa política estadounidense, advirtió:

E incluso si los judíos ganaran la guerra… [l]os judíos “victoriosos” vivirían rodeados por una población árabe completamente hostil, recluidos dentro de fronteras siempre amenazadas, absortos en la autodefensa física… Y todo esto sería el destino de una nación que —sin importar cuántos inmigrantes todavía pudiera absorber y cuán lejos extendiera sus fronteras (toda Palestina y Transjordania es la demencial exigencia revisionista)— seguiría siendo un pueblo muy pequeño muy superado en número
por sus vecinos hostiles.

La guerra actual confirma su diagnóstico. Israel puede ganar esta guerra. Pero para ganar la paz, sus líderes necesitan liberarse de la cultura política desarrollada por los intrépidos pioneros sionistas que huyeron de los guetos hace más de un siglo.

Según el filósofo israelí Joseph Agassi, los gobiernos israelíes se han comportado como funcionarios comunitarios que todavía viven en un gueto, dejando de lado los intereses de los no judíos de Israel y avivando así el fuego de la guerra perpetua. Un gueto equipado con un ejército poderoso y armas nucleares constituye un peligro, y no sólo para la región inmediatamente fronteriza con Israel.

La administración Biden ha elevado el peligro al abrazar la retórica mesiánica de Israel y presentar la guerra contra Gaza como parte de la maniquea lucha mundial contra el Mal. Esto perpetúa la predilección por la violencia heredada de los revolucionarios rusos forzando un cambio político y de las potencias europeas desesperadas por conservar sus colonias. ¿Logrará Israel una vez más aterrorizar y “pacificar” a los palestinos? ¿O buscará una solución diferente a su “problema palestino”?