Roberto Mayorga-Lorca[1]
La tragedia que está ensangrentado al Medio Oriente durante fines del 2023 trae a la memoria infaustos recuerdos de los pavorosos padecimientos de Ana Frank, niña de apenas 13 años.
En julio de 1942 Ana, su madre, su padre y su hermana, dejándolo y perdiéndolo todo, huyen desde Frankfurt intentando escapar del exterminio que la población judía sufría del terror nazi, logrando esconderse en la buhardilla de una casa ubicada en la calle Prinsengracht en Amsterdam, permaneciendo encerrados, en condiciones subhumanas durante dos años hasta ser descubiertos por la Gestapo en agosto de 1944 y llevados a campos de concentración donde, sin alimentos y medicinas Ana, entre millares de víctimas desesperanzadas y ultimadas, fallece en la desolación un año después.
Las dramáticas y atroces narraciones del sufrimiento padecido por Ana y su familia, descritas por esta niñita en su diario de vida, fueron leídas con pavor por quienes éramos adolescentes en los años 60 y vistas con angustia y horror en las pantallas de los cines, no pudiendo sino sentir escozor y profunda solidaridad ante el destino inmisericorde, despiadado e injusto de millones de judíos, entre ellos miles de niños, mujeres y ancianos, esqueléticos por falta de alimentos, desangrados por carencia de medicinas y exterminados como animales en campos de concentración y cámaras de gas.
El holocausto nazi en contra de seis millones de judíos ha marcado así durante décadas a parte medular de las nuevas generaciones para quienes parece inconcebible e inverosímil que pudiese causarse tanto horror y maldad.
Por ello, no es posible permanecer insensibles ante el exterminio que están padeciendo más de dos millones de palestinos, niños, mujeres, ancianos, inválidos, en represalia a los ataques sangrientos, demenciales y condenables que un grupo extremista denominado Hamas ejecutó por sorpresa en contra de una indefensa población civil israelita.
Los hechos de la Alemania Nazi se mantuvieron ocultos hasta ser descubiertos poco antes de finalizar la guerra, no obstante, hoy, lo que está sucediendo en Palestina es público y ante los ojos del mundo entero: escenas de niños, más de 3000 destrozados por la artillería aérea y el cañón de los tanques, videos que los muestran falleciendo junto a sus mal heridas y agonizantes madres, padres desfallecientes arrancando de las bombas con los cadáveres de sus hijos sin poder siquiera darles sepultura digna.
Quienes tuvimos el privilegio de vivir en la República Federal de Alemania, reconstruida física y éticamente y reconciliada con sus reales valores al abominar del perverso régimen nazi, nos llenó de ilusiones, -como una etapa superada por el mundo para siempre-, la caída del Muro de Berlín que dividía la ciudad, aprisionando a los habitantes del Este; por ello, nos ha embargado de espanto constatar que la denominada Franja de Gaza está cercada por muros similares a los de Berlín, impidiendo la libertad de más de dos millones de Palestinos, razón por la cual no han podido escapar de los bombardeos por aire y tierra que han despedazado sus viviendas, sin que sea posible el ingreso de nadie para ayudarlos o socorrerlos, sin alimentos, agua, medicinas, electricidad.
Vienen a la mente pensamientos del holocausto escritos por Ana Frank en momentos de honda angustia: “es horrible sentir que no se es necesario”, o en su inocente idealismo: “quisiera vivir más allá de mi muerte”. Por cierto, pensamientos que deben inundar hoy a miles de niños a las puertas de su muerte en la Franja de Gaza.
La enfermiza obsesión de exterminio y eliminación de pueblos enteros muestra una abismante degradación humana en sus hechores, minorías extremistas. No obstante, y sin duda, existe la convicción de no ser compartida por la mayoría de los judíos y palestinos, que anhelan y requieren con urgencia paz y concordia.
Estos genocidios indiscriminados de inocentes niños, mujeres, ancianos, son resultado no sólo de intolerancias políticas, ideológicas, religiosas o de transgresiones jurídicas, sino que producto de aquella degradación humana, de mentes irracionales, fanáticas, envenenadas por un odio que corrompe el alma y que degenera lo político, lo ideológico y lo religioso haciendo estéril lo jurídico.
Es difícil, sino imposible hacer frente hoy a un estado así de descomposición humana, de inquina, indolencia, insensibilidad e indiferencia ante el dolor y el padecimiento de otros, en que incluso algunos optan por eludirlo y evadirse, callarlo o escudarse en el perverso argumento de que enfrentar el cruento terrorismo justificaría la muerte de miles de inocentes y en que los gobiernos de las grandes potencias del orbe, -sobrepasadas las organizaciones internacionales-, muestran actitudes de inercia, cómplice silencio y a veces hasta de miserable complacencia.
Confiemos en que tal vez acaezca un lejano mañana en que se retorne a sociedades en que primen lo espiritual, lo valórico, lo racional, lo genuinamente humano, y en que el amor sea más fuerte que el odio, aunque implique el transcurso de una o más generaciones, en la esperanza de que los tiempos no se extingan para la humanidad antes de aquel futuro…
Realmente, como decía proféticamente la pequeña Ana Frank en su diario, “A la larga las armas más poderosas son los espíritus amables y gentiles”.
Santiago de Chile, noviembre 2023.
[1] Abogado Universidad de Chile. Doctor en Derecho Universidad de Heidelberg. Profesor Titular Facultad de Derecho Universidad de Chile y Universidad San Sebastián, Santiago de Chile.
robertomayorgal@gmail.com