Por Mariela Jara
LIMA – La falta de agua es tan severa en el altiplano de Perú que las familias campesinas se ven forzadas a vender su ganado porque no pueden alimentarlo. “No hay pasto ni forraje para darles de comer”, cuenta Fermina Quispe, agricultora quechua de una comunidad campesina situada a 4200 metros sobre el nivel del mar.
Llarapi Chico, el nombre de su comunidad, pertenece al distrito (municipio) de Arapa, dentro del andino y sureño departamento de Puno, uno de los 14 que el 23 de octubre declaró en emergencia el gobierno debido al déficit hídrico, por los impactos combinados del cambio climático y el fenómeno de El Niño.
Arapa engloba 9600 habitantes en su cabecera distrital y comunidades, la gran mayoría quechuas, como en otros distritos del altiplano puneño.
Con una población proyectada de más de 1,2 millones de habitantes, menos de 4 % de los más de 33 millones que se estiman a nivel nacional, en Puno se concentran altos niveles de pobreza y pobreza extrema, especialmente en las zonas rurales.
Según cifras oficiales, en 2022 el departamento tenía 43 % de pobreza, frente a 40 % y 46 % en 2020 y 2021, años marcados por el impacto de la covid-19. La recesión en que entró la economía peruana podría incrementar ese índice este año.
“Nuestros tatarabuelos sembraban agua, hacían andenes, represas, nosotros solo hemos estado cosechando, recogiendo y usando. Pero ya no será así y estamos aprovechando los riachuelos para que no se pierdan. Solo esperamos que el viento no se lleve las nubes de la lluvia”: Fermina Quispe.
Además, Puno está ensombrecido por la impunidad de cerca de 20 muertes durante las protestas sociales iniciadas en diciembre de 2022, en demanda de la renuncia de la presidenta interina Dina Boluarte, quien sucedió al mandatario Pedro Castillo, actualmente procesado por su intento de disolver el orden constitucional.
Las Naciones Unidas emitió un informe el 19 de octubre en que indica que se cometieron violaciones a los derechos humanos durante la represión de las protestas que tuvieron uno de sus epicentros en Puno.
Fermina Quispe es presidenta de la Asociación Mujeres de Huerto de Nueva Esperanza conformada por 22 agricultoras que como ella están incursionando en la producción agroecológica de hortalizas con el apoyo de la organización no gubernamental Cedepas Centro.
La lideresa comunitaria de 41 años conversó con IPS en Chosica, a las afueras de Lima, durante su participación en el Encuentro Feminismos Diversos por el Buen Vivir, realizado entre el 13 y el 15 de octubre.
Con voz muy suave y un rostro iluminado con una permanente sonrisa, Quispe comparte la historia de su vida que está llena de momentos duros que lejos de doblegarla han fortalecido su ánimo y voluntad, y que le sirven para dar cara a desafíos actuales como la seguridad alimentaria.
Siendo niña presenció el secuestro de su padre, entonces teniente gobernador (la autoridad política) de la comunidad de Esmeralda, donde nació, ubicada también en Arapa. Él y su hermano mayor fueron llevados a rastras “por los senderos”, integrantes del grupo maoísta Sendero Luminoso que desató el terror en el país entre 1980 y el 2000.
“A un mes lo encontramos a mi papá, lo habían torturado y sacado sus ojos. Mi mamá a los 40 años se quedó sola con 12 hijos y sola nos ha criado. Yo terminé mi primaria y secundaria pero no pude seguir estudiando por falta de plata, no teníamos de dónde sacar”, recuerda con serenidad. De su hermano nunca se supo.
No tuvo la oportunidad de ir a la universidad donde quería formarse como profesora de educación inicial, pero desarrolló sus capacidades emprendedoras.
Ya casada con Ciro Concepción Quispe –“no es mi pariente, es de otra comunidad”, aclara-, se dedicaron a la agricultura familiar y lograron hacerse con varias reses y ganado menor como gallinas y cuyes (Cavia porcellus), que aseguraron su alimentación diaria.
El marido labora como obrero de construcción en Arapa y tiene ingresos esporádicos, mientras en sus ratos libres colabora en la chacra (finca productiva) y en las obras comunitarias.
La hija mayor, Danitza, de 18 años, estudia Educación en la pública Universidad Nacional del Altiplano en Puno, la capital departamental, donde alquila un cuarto. Y el otro, Franco de 13 años, culminará el primer grado de secundaria en diciembre. Su colegio está en el pueblo de Arapa a donde llega tras una caminata de 20 minutos.
Fermina logró construir “mi propia casita” en un terreno que adquirió por su cuenta y fuera de la tierra de su esposo, para así tener mayor autonomía y un lugar suyo “si tenemos conflictos”. También empezó a buscar información sobre apoyos a las familias campesinas, articulando en ese camino a sus vecinas. Así surgió la asociación que ahora preside.
Sin embargo, la sequía que no da tregua desde el 2021, está causando cambios y estragos en su vida, que echan por tierra años de esfuerzos de familias como la de Fermina.
“Tenemos crisis de agua y estamos las familias muy preocupadas, no vamos a tener producción y los ganados se están volviendo flacos, no tenemos más remedio que vender. Un toro que costaba 2000 soles (519 dólares) lo estamos dejando a 500 (129 dólares). Los intermediarios son los que ganan con este dolor de nosotras”, dice.
Bombas solares de agua
Ante la adversidad, “propuesta y acción” parece ser el mantra de Quispe. Anhela fortalecer su producción de hortalizas para el autoconsumo y piensa en incursionar en el cultivo de hierbas aromáticas y flores para la venta. Para ello necesita asegurar el riego en su fitotoldo, un invernadero propio del altiplano de seis por trece metros donde cultiva con métodos agroecológicos.
Durante su participación en las actividades formativas de Cedepas Centro conoció la experiencia de la bomba solar de agua, que permite trasladar el recurso hídrico que se junta en pozos rústicos llamados cochas, hasta las áreas productivas. Ha tocado muchas puertas y conseguido los aportes para que esas bombas se instalen en su comunidad.
“Los huertos de Fermina y de otras 14 agricultoras de su comunidad han sido implementados con bombas solares para riego y cercos vivos con cítiso (Cytisus racemosus), una planta parecida a la retama”, explica a IPS José Egoavil, uno de los especialistas a cargo de los proyectos de la institución.
“Son bombas pequeñas que funcionan con paneles solares de 120 a 180 vatios”, precisa en una entrevista telefónica desde Arapa.
Detalla que el panel va conectado a la bombita y esta succiona el agua almacenada en los pozos que han cavado las familias, o en los ojos de agua (fuente natural subterránea del recurso hídrico) que existen en algunos terrenos. De esa forma pueden regar los cultivos de hortalizas de sus fitotoldos y los cercos vivos.
“Es una tecnología sostenible, no contamina porque emplea energía renovable y el mantenimiento no es muy costoso. Además, las familias dan una contrapartida lo que las hace valorarla más. Del costo total de materiales, que son unos 900 soles (230 dólares) aportan un 20 %, además de su mano de obra”, indica.
Egoavil, un antropólogo de 45 años, vive hace tres años en Arapa, es de Junín, un departamento del centro del país donde tiene su sede Cedepas Centro, una organización dedicada a impulsar la seguridad alimentaria y el desarrollo sostenible en poblaciones altoandinas del centro y sur de Perú,
“Nuestro enfoque de trabajo es la seguridad alimentaria y un tema fundamental es el agua para el consumo humano y la producción. Ya van dos campañas agrícolas en que se ha cosechado mucho menos y estamos a punto de iniciar una nueva, pero sin lluvia los pronósticos no son alentadores”, refiere.
En ese contexto de déficit hídrico han promovido la participación comunitaria de las familias en proyectos de emergencia como el de las bombas solares, que son un apoyo para asegurar su alimentación.
Además, están encaminadas las obras de siembra y cosecha de agua de largo alcance, como la construcción de zanjas de infiltración en las cabeceras de cuenca fluvial.
La participación de las familias campesinas es el motor que impulsa las obras y ellas se ocupan de identificar de los ojos de agua para su conservación y de la construcción de las zanjas que evitarán que el recurso hídrico discurra por los cerros cuando haya lluvia.
“La zanja es como una esponja que retiene el agua, pero si no llueve, no sabemos qué va a pasar”, comenta Egoavil.
Aprendiendo a sembrar agua
Jesusa Calapuja, veterinaria de 27 años y nacida en Arapa, es una de las encargadas en Cedepas Centro de realizar la asistencia técnica en la producción agroecológica y las obras de siembra y cosecha de agua.
Con la metodología de Escuela de Campo se traslada en motocicleta a las diferentes comunidades donde interactúa con las familias productoras. Vino junto con Fermina Quispe al encuentro feminista de Chosica, donde IPS la entrevistó.
Calapuja también advierte cambios en las dinámicas de la población por la escasez de agua. Por ejemplo, su producción ya no genera excedentes para ser comercializada en las ferias dominicales, apenas les alcanza para su propio sustento.
“No tienen ingresos económicos para comprar lo que necesiten”, señala.
Además percibe que en las reuniones de capacitación, las mujeres y hombres ya no llevan sus papas u ocas sancochadas, o maíz tostado para merendar, sino solo chuño (papa deshidratada) o habas secas. La escasez de la producción de sus tubérculos y granos se evidencia en sus rutinas alimentarias.
Pero Fermina Quispe no pierde la sonrisa ante la adversidad y confía en que sus nuevos aprendizajes ayudarán a las mujeres de su comunidad.
“Nuestros tatarabuelos sembraban agua, hacían andenes, represas, nosotros solo hemos estado cosechando, recogiendo y usando. Pero ya no será así y estamos aprovechando los riachuelos para que no se pierdan. Solo esperamos que el viento no se lleve las nubes de la lluvia”, dice esperanzada.
ED: EG