Por Raúl Zibechi
“Anduve guevareando por las comunidades”, suelta el lonko Mauro Millán, con el rostro iluminado apenas por el resplandor del fogón que nos protege de la helada mientras se van cociendo carnes sobre la parrilla. El viento de la noche congela los rostros en el lof Pillán Mahuiza, rodeado de cumbres nevadas a escasos kilómetros de la frontera con Chile.
La comunidad mapuche fue creada hace casi 25 años, cuando Moira, hermana melliza de Mauro, ocupó una comisaría abandonada y recuperó alrededor de 150 hectáreas donde hoy viven hijas, hijos y amigas de la familia.
Llegar al lof supone dos horas de carretera desde Esquel, 1.800 kilómetros al sur de Buenos Aires, en plena cordillera andina. El camino combina asfalto y ripio del que se desprenden columnas de polvo cuando pasan los escasos coches que trepan hasta Corcovado, el pueblo más cercano del lof. La carretera se va encajando entre montañas y arroyos torrentosos del deshielo que, a cierta altura del camino, ya bajan hacia el otro lado de la cordillera para verter en el Pacífico.
El panorama es fascinante cuando el sol colorea de rosa las mejillas heladas de las montañas. Abajo, la estepa patagónica, yerma y monótona, también se va coloreando con tonos de verde a medida que las aguas se multiplican. En estas regiones casi no se ven cultivos, todo es ganado, ovejas, vacas y caballos.
En torno al fogón se arremolinan tres generaciones mapuche: el abuelo Luis, el hijo Mauro y el joven Manke, cóndor en mapudungun, el único nombrado en lengua originaria. Circula el vino con el que, ritualmente, brindamos a la tierra el primer trago siguiendo el ejemplo del lonko.
“A diferencia de lo sucedido en Chile, aquí la tierra fue arrasada y nuestros hermanos internados en campos de concentración hasta fines del siglo”, explica Mauro. Recién hacia la década de 1890 se abrieron esos campos. Las fechas no son aleatorias: la mal llamada Conquista del Desierto, cuando el Estado argentino ocupa por las armas territorios que no estaban despoblados, sucedió entre 1875 y 1878.
“El caballo fue nuestra arma principal en la resistencia a los españoles y luego a los criollos”, sigue el lonko. “Nuestro pueblo nunca fue sometido”, dice mirando hacia el fogón.
El abuelo Luis tiene seis hijos y tuvo siete hermanos. “Siempre supe que era mapuche, pero todo cambió hacia 1992 cuando Mauro y Moira empezaron a buscar su identidad”. Desde entonces, Luis fue empezando a sentir orgullo de su cultura. “Empecé a acompañar a mis hijos, entré en la lucha. Recuerdo que no fue fácil que el movimiento No a la Mina, de Esquel, aceptara el mundo mapuche pero con el tiempo fueron cambiando”, razona Luis sobre las relaciones con el mundo blanco.
Una reflexión que profundiza Alejandro Yaniello, de la Organización Ecologista Piuké de Bariloche, que nos acompaña en este recorrido. “Piuké, que en mapudungun es corazón, se creó porque en la década de los 90 empezamos a escuchar a los mapuche que comenzaban a hablar. Y ahí percibimos que sus argumentos son muy potentes”.
Soñar otro mundo y hacerlo realidad
“Es importante conocer la historia de los antepasados. Mi bisabuelo era africano que venía de Brasil, quedó huérfano tres veces, porque mataron a sus padres y luego a las familias que lo adoptaron”, enhebra Luis su historia de vida, que remata destacando que su abuela murió en un incendio junto a varios de sus hijos.
Más terrenal, Mauro muestra gran preocupación porque “los capitales qataríes están comprando las nacientes de los ríos”. Algo que no sólo sucede en la Patagonia, donde los grandes empresarios se hicieron con gran parte de las tierras y las aguas. Benetton es propietaria de un millón de hectáreas.
En ese marco de extractivismo desenfrenado, Moira Millán recuperó las 150 hectáreas donde vive su familia, en diciembre de 1999. “Vivía en Esquel pero lo pasaba muy mal”, recuerda. En 1992 se vinculó al Movimiento Mapuche Tehuelche 11 de Octubre, la fecha previa a la llegada de los conquistadores, o el último día de libertad.
Desde ese momento empezó a recuperarse de una historia de humillaciones y acoso sexual, como pobladora en un barrio de emergencia (villa miseria) en Bahía Blanca y luego como empleada doméstica.
Se queja amargamente del racismo existente en su pueblo. “El trabajo de articulación de comunidades no lo puede hacer una mujer”, explica. De ahí que su hermano Mauro se dedique a “guevarear” por las diversas comunidades, vocablo que remite al Che, personaje admirado durante años. “Esta tierra la recuperamos mujeres, mi mamá, mi hermano y yo”.
Mauro y Moira representan papeles diferentes por su distinta condición de género. “Aquí no había un rey ni una estructura piramidal”, dice Mauro, «sino miles de lof. No podían cortar la cabeza como hicieron con el imperio inca, porque no había una cabeza”.
El relato de Moira muestra una vertiente más espiritual, y resulta muy interesante su visión de cómo llegó al territorio en las orillas de arroyo Corcovado. “Tuve un sueño. Estaba en una ceremonia mapuche, tenía en mis manos un kultrun (tambor ceremonial) y en mi sueño apareció este lugar donde hoy vivo. La tierra nos habla. El territorio nos elige”, remata. Ahora dedica su vida a coordinar colectivas de mujeres originarias, tanto en Argentina como en la región.
Es la historia de quienes, siendo mapuche, nacieron en las ciudades, deambularon perdidas en ellas y, en cierto momento, por razones casi más espirituales que materiales, emprendieron el largo camino del retorno a la tierra, de búsqueda de su identidad y su cultura, hasta convertir un pedazo de campo en territorio en resistencia.
El lof-comunidad, como concepto y forma de vida, fue recuperado en ese largo proceso de retornar al territorio, dice Mauro. Pero la recuperación de la espiritualidad fue clave para llegar a la tierra, afirma Moira. Recuperaron los lugares ceremoniales, los rewe, pero también sueños, visiones y palabras, o sea fueron re-aprendiendo el ser mapuche.
“Los lof son una herencia para que las futuras generaciones pisen un suelo más libre”, complementa Mauro. Estima que en Puelmapu (territorio mapuche al este de la cordillera) existen alrededor de mil lof, un cálculo propio que remite a la afirmación del periodista Darío Aranda, quien sostiene que el pueblo mapuche recuperó 100 mil hectáreas en los últimos 30 años.
En la ronda participan Gabriel y Javier, dos jóvenes comuneros de la comunidad Nahuelpan, a 15 kilómetros de Esquel. Dicen que “la sociedad mapuche interpela la propiedad privada”, mientras la sociedad blanca o colonial “alambró toda la región con soldados entre 1937 y 1948”. Relatan una larga historia de despojos, destacan la pérdida de la lengua y que estudiaron “para poder contar la historia”.
Los leños siguen ardiendo iluminando la noche. Poco a poco se van apagando porque Mauro dejó de alimentar el fogón, señal de que es hora de empezar a dispersar la ronda. Un alivio y una pena, a la vez. Zafar del frío pero abandonar el calor de las palabras, los gestos y miradas. Será hasta el próximo lof, bordeando en el camino las nieves de la cordillera.