17 de octubre 2023, el Espectador

En la guerra del medio oriente cada muerto de uno y otro lado, cada escena desgarradora, cada disparo indefendible se convierte en justificación y munición para los extremos que sostienen esa cosa horrible llamada fanatismo. Hay demasiados sabios (doctos y hechizos) pontificando sobre la confrontación, y personalmente me siento incapaz de esbozar soluciones; tampoco voy a caer en las trampas que pretenden tajar una clasificación entre balas benditas y balas asesinas, entre combatientes heroicos y combatientes terroristas.

Tengo claro lo que siento frente a la violencia y frente a los cadáveres de cientos de niños, sin importar la religión que practican sus padres o en cuál ejército pelean sus hermanos mayores. Sé lo que me producen las imágenes de ciudades destrozadas por los bombardeos, y los testimonios de las familias de los rehenes. Tengo claro mi concepto sobre aquellos que no encuentran mejor forma de atacar y defenderse, que dejar territorios enteros condenados a morirse de hambre y sed, de éxodo y explosión; y sé también lo que me produce el terrorismo, ejérzalo quien lo ejerza.

Lo digo con todas sus letras completas: jamás estaré del lado del terrorismo. Ni del terrorismo de Hamás ni del de nadie, así como en Colombia he rechazado con absoluta contundencia el terrorismo de las guerrillas insurgentes, de los paramilitares y de los militares; de los políticos que nos envenenan con bocanadas de miedo y mentiras, de los curas que nos condenan al fuego eterno y de todo aquello que nos chupe gota a gota la sangre y la esperanza. La barbarie enferma al mundo; y es dañina la brutalidad cometida por la extrema izquierda y por la extrema derecha, por el extremo culto de los arrinconados y de los que arrinconan. La violencia sigue siendo el peor fracaso de la humanidad, y ya deberíamos haber aprendido que de poco sirven los discursos de odio, las invasiones, las amenazas enardecidas y la venganza como consigna, cuando a la gente la están matando por cientos, por miles, a pedazos de cuerpos, a montones de huérfanos apilados bajo los escombros, preguntándose por qué no les tocaría nacer en otra época en la que los adultos fueran menos salvajes y menos crueles.

Ni odio ni defiendo a ultranza estados ni franjas. Pero sí rechazo con todas mis fuerzas –sin detenerme en el nombre de su fe o su nación– rechazo, digo, a quienes dan la orden de tirar misiles y arrasar poblaciones y piensan que la muerte de civiles es un daño colateral aceptable.

Soy un átomo diminuto en medio de este caótico planeta, pero les ruego, les suplico a los organismos internacionales, a los países que manejan el mundo a su antojo, que paren este horror. Nada ni humano ni divino justifica la barbarie cometida por los fundamentalistas, ni el derroche criminal exhibido por Netanyahu, ni la complicidad de los poderosos; nada justifica la muerte de más de tres mil personas y las heridas de diez mil, en un enfrentamiento que viola normas ineludibles del derecho internacional.

Los ataques de Hamás son demenciales, y el Apartheid israelí es una vergüenza. ¡Más de 6.000 personas por kilómetro cuadrado, encerradas entre púas y concreto!

Mientras Hamás tiene en jaque el mundo, Israel ordena evacuar más de 1 millón de habitantes y 22 hospitales del norte de Gaza. Irán advierte que “la situación podría salirse de control” y una vez más la muerte y la violencia están desbordadas. Nosotros los de carne y hueso hemos fallado tanto, que la paz le ha quedado grande a la humanidad. Pobres Dios y Alá… tan poderosos y tan derrotados por sus propias criaturas.

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