Lo más sensato sería tomar algo de distancia respecto del conflicto entre Hamás e Israel. La situación vivida allí es muy reciente y compleja y, por supuesto, no tenemos todavía todos los elementos de juicio para asumir una posición tajante en pro o en contra de las partes en guerra. La información internacional, la que transmiten irreflexivamente nuestros canales de televisión y algunos analistas, se encuentra acotada, es groseramente tergiversada y domina en ella la visión de las grandes cadenas periodísticas internacionales, que se ufanan de una imparcialidad que no practican.
Con bochorno observamos declaraciones públicas, cartas a los diarios y entrevistas en que diversas personalidades chilenas se pronuncian motivados primordialmente por su ascendencia judía o árabe, como si los apellidos tuvieran razones para pronunciarse ipso facto de estallado el conflicto. Más allá de comprender sus historias de vida y proveniencias familiares, lo cierto es que avergüenza que periodistas se apresuren en emitir opiniones tan sesgadas, desafiando la independencia que siempre debieran tener sus actos, más allá de su condición étnica, religiosa o, incluso, política.
Nos parece dramático tanto juicio precipitado y nos hace pensar que, incluso en temas nacionales, estas personas arriesgan quedar invalidados en sus posiciones. Como si la actualidad pudiera ser explicada por la sangre que corre por nuestras venas, por lo que han sembrado en nuestro ser los progenitores según sean de origen judío, árabe, mapuche, croata, eslava o latina.
Ni en el tema de los Derechos Humanos, donde todos abogan por sus principios, es posible descubrir un mínimo consenso. Tal parece que con las posturas que se expresan tan categóricamente en uno u otro sentido la dignidad de árabes o judíos parece distinta, incluso ante el grosero conteo de aquellos muertos civiles, niños y viejos que no pertenecen a ninguno de los bandos armados y caen como moscas por los misiles de Hamás o los bombardeos israelíes. Por la destrucción que ocasionan quienes lanzan estos ataques sin detenerse a pensar donde realmente caerán sus misiles y bombas. Si en contra de los jóvenes reunidos en un concierto, en un edificio en que viven cientos de familias, en escuelas y hospitales o en desmedro de la infausta mala suerte de ser turistas que se encuentran de paso por estos escenarios encendidos por el odio y la insensatez.
Lo más lógico sería que no hubiera relativismo para descubrir y condenar a los principales causantes de la guerra, esto es a las naciones involucradas en la multimillonaria compraventa de armas, en la hipocresía de las potencias occidentales, como en el solapado apoyo de algunas naciones árabes en el financiamiento y capacitación de combatientes y guerrilleros que por su juventud están en precaria condición de discernir. Cuando lo lógico sería reconocer y abogar por la existencia de un pleno estado palestino reconocido por el mismo Israel y toda la comunidad internacional, en vez de fomentar los odios raciales y alentar el uso de la violencia que, ya sabemos, solo posterga las soluciones.
No podemos dejar de repudiar la doble moral de muchos actores nacionales en este y otros conflictos como el de Rusia y Ucrania en que la ignorancia generalizada sobre los orígenes de esa controversia se soslaya y se termina apoyando a uno u otro país, justificando los horrores que se cometen por ambos lados. Si hasta en el Congreso Nacional se manifiestan alineamientos según los apellidos de los parlamentarios, cuando no por los meros intereses comerciales de nuestro país. Lo que lleva al propio Ejecutivo a demandar el respeto de la dignidad humana solo en algunos países, siempre menos gravitantes en nuestras relaciones económicas de lo que pueden ser nuestros principales socios.
Sobre todo, en conflictos internacionales tan remotos como los que comentamos, es lamentable que quienes proclaman los valores de la democracia y la equidad entre las naciones se comprueben posiciones tan encontradas como las que hemos observado, poniendo en tela de juicio nuestra autoridad moral como nación, así como la solvencia intelectual de políticos y periodistas que marcan tan volitivamente sus posiciones.
Se predica la paz, pero se justifica el terrorismo de estado desde el seno mismo de las Naciones Unidas, de la Casa Blanca y los gobiernos europeos, proclamando en este caso el derecho de Israel a defenderse con las armas más mortíferas y genocidas. Se proclama la acción del diálogo y la protesta pacífica, pero se alienta desde las convicciones religiosas más integristas la acción de la violencia política. Como si existieran guerras justas o santas.
En todo caso, nos parece encomiable la voz de algunos observadores de origen árabe o judío que son capaces de entregar una visión libre de prejuicios. Figuras nacionales y extranjeras vinculadas a la cultura, especialmente, y que siempre abogan por una solución en el Medio Oriente basada en el derecho internacional y los objetivos de paz.