En Chile se acostumbra a presumir respecto de nuestra condición democrática. Se compara a nuestro país con otros cuya historia está recargada de golpes de estado y gobiernos dictatoriales, sin asumir que nuestra trayectoria republicana exhibe también largos años de interdicciones ciudadanas e incluso gobiernos que han vulnerado sistemáticamente los Derechos Humanos. Se cumplen en estos días cincuenta años desde que una cruenta acción cívico militar acabara con la vida del presidente Salvador Allende y se instalara en La Moneda un régimen que practicó el terrorismo de estado, abrió campos de concentración, asesinó, torturó y encarceló a miles de personas, obligando además a más de un millón de compatriotas a buscar asilo en el extranjero por razones políticas o económicas.
El régimen de Pinochet fue, desde luego, el más prolongado y asesino de los de su condición, en que siempre los militares y los grupos de poder económico se alzaron para impedir las demandas sociales y la propia democracia. Y tal como ocurre en muchas naciones no hay pocos de estos gobernantes fratricidas que no tengan un reconocimiento de haber destacado como grandes líderes y realizadores, rememorando sus figuras en monumentos y abundante bibliografía.
No deja de ser curioso que en nombre siempre de la democracia y la libertad se haya derrocado a gobiernos elegidos por sus pueblos y que, al final de cuentas, los más destacados promotores de estos alzamientos reclamen sus pergaminos democráticos. Sin ir más lejos, la derecha hoy opositora al gobierno de Gabriel Boric aspira de que sea nuestro Primer Mandatario el que se desdiga de algunas de sus expresiones al condenar la acción de un político como Sergio Onofre Jarpa, uno de los principales promotores del Golpe de 1973, ministro del Interior del Dictador y fundador de un partido de derecha que hoy aspira a borrar con el codo su siniestra trayectoria golpista. ¡Una cínica pretensión, sin duda, cuando aún no se conoce el paradero de miles de detenidos desaparecidos y son múltiples los políticos y uniformados que empiezan a fallecer en la más completa impunidad!
Allende dio cuenta y pagó con su vida su consecuente actitud democrática, pero lo innegable es que muchos de quienes se sienten sus herederos durante su gobierno lo criticaron por respetar la “democracia burguesa” y no resolverse, con el apoyo popular que tuvo, a desafiar la institucionalidad en beneficio de sus promesas ideológicas y programáticas. De todas maneras, sus opositores recurrieron a los militares como al apoyo económico y financiero de los Estados Unidos. Algo que es innegable en la actualidad, así como también resulta evidente que las principales figuras de la Democracia Cristiana y, por cierto, de los partidos derechistas y algunos gremios recibieron estipendios del extranjero para desestabilizar al régimen de la Unidad Popular, como a lograr la instalación de un Dictador mediante sus primeras y criminales acciones.
Después de medio siglo, el país debiera tener más que claro cuáles son realmente aquellas figuras que desde el primer día condenaron la conspiración militar, así como asumir quiénes desde la izquierda finalmente se hicieron cómplices de lo ocurrido con esa repugnante explicación de que había que “acentuar las contradicciones” de la sociedad chilena para que finalmente fuera la violencia la “partera de la historia”, como proclamaban.
Desde la primera hora en 1973 se conocieron, por ejemplo, los nombres de aquellos demócrata cristianos como Bernardo Leighton, Radomiro Tomic y otros, así como de esos dirigentes de derecha como Armando Jaramillo y Julio Subercaseaux, que se desmarcaron de sus partidos y camaradas para oponerse al régimen de facto. Mientras que otros pasaban a integrar los equipos de gobierno de la Dictadura e incluso se dedicaban a recorrer el mundo para justificar el Golpe de Estado. Aunque algunos de éstos con el tiempo cambiaran de vereda política y hasta colaboraran para convencer a Pinochet de que debía dejar el gobierno, aceptándole continuar como senador de la República y comandante en jefe del Ejército, en esta peculiar democracia regida hasta hoy por la Constitución del Dictador. A pesar de ser maquillada posteriormente para convencer al mundo y a los chilenos de que se había abolido el régimen dictatorial.
Las cifras de nuestra feble institucionalidad democrática actual hablan de que los partidos políticos son en realidad una ficción y solo se expresan en las altas cúpulas de la política. De derecha a izquierda, no hay colectividad que represente por si misma a más de un 5 o seis por ciento de los votantes, en la evidencia de que sus múltiples denominaciones se obliguen a constituir alianzas electorales para poder cumplir con los mínimos establecidos para ser reconocidos legalmente. Nadie o muy pocos podrían descubrir las semejanzas o diferencias existentes en esa enorme cantidad de siglas que integran el Frente Amplio oficialista, como ocurre tal cual con los siete y más partidos y proyectos partidarios del centro y de la derecha.
Así mismo es también innegable que los resultados electorales están estrictamente condicionados por el dinero, la publicidad política y la influencia mediática que ejerce esa pavorosa concentración informativa o la falta de diversidad que se les exige a las democracias serias. Tanto que, desde los propios gobiernos de la Concertación, la Nueva Mayoría y de la derecha se exterminaron a esos emblemáticos y exitosos medios disidentes de la Dictadura, en lo que es la comprobación palmaria de que los que llegan al poder no quieren ser incomodados por la prensa independiente y los periodistas dignos.
No son pocos lo que hoy temen que en Chile estemos avanzando de nuevo al precipicio de la ingobernabilidad y la irrupción de gobiernos de fuerza. La derecha, tal como ayer, acusa a las actuales autoridades de estar llevando al país al caos y a un gobierno como los de Venezuela, Cuba o Nicaragua. Así como desde la izquierda se le espeta a la oposición estar otra vez golpeando la puerta de los cuarteles y a buscar connivencia con aquellos fenómenos populistas, como el de Javier Milei, el reciente ganador de las elecciones primarias argentinas. Donde en realidad lo más relevante fue la derrota estrepitosa del kitchnerismo, destacándose una altísima abstención electoral, aunque allí el voto es también obligatorio.
Nadie se atreve a predecir en Chile cuál será en destino constitucional cuyo texto está de nuevo en redacción por una entidad en que el partido Republicano ultra derechista logró en mayor número de sufragios. Aunque es claro que los ciudadanos chilenos, de pobre consistencia cívica, en realidad ya no votan por lo que se les propone, sino en reacción a lo que estiman el peor de los males: la clase política.
Para colmo envuelta en nuevos y millonarios desfalcos al erario nacional.