El 19 de julio, el Banco Asiático del Desarrollo dio a conocer en tono eufórico las estimaciones de crecimiento económico de los países asiáticos para 2023 y 2024: tras la pausa impuesta por Covid, las economías asiáticas crecerán una media del 4,8%. Según los datos, publicados por Inter Press Service y recogidos también por la edición en español de Pressenza, China, India, Malasia, Filipinas y Vietnam crecieron más de un 7% el año pasado. ¿Buenas noticias? La verdad es que no.
En los últimos días también se ha difundido la noticia de que el Día del Sobregiro de la Tierra cayó el 2 de agosto de este año. Esto significa que desde el 1 de enero hasta esta fecha, la humanidad ya ha agotado los recursos disponibles en nuestro planeta para el año. En los cinco meses restantes, es decir, desde ahora hasta el 31 de diciembre, sobre-explotaremos la Tierra, exprimiendo los recursos más allá de sus límites, llevando al planeta al borde del colapso, pero también consumiendo lo que correspondería a las generaciones futuras.
Otro dato: la mitad más pobre de la humanidad (2.500 millones de adultos) vive con menos de 560 euros al mes, según la Base de Datos Mundial sobre Desigualdad. 700 millones de personas son extremadamente pobres y viven con menos de 1,90 dólares al día. Según el Observatorio Francés de la Desigualdad, «los países emergentes que han experimentado un mayor crecimiento a menudo han visto aumentar sus desigualdades internas, lo que contradice la tesis de que el desarrollo económico basta por sí solo para reducir la desigualdad». Mientras tanto, el 1% más rico del mundo, en gran parte estadounidense, no ha cedido nada. Su porción de la torta sigue siendo la misma que a principios de la década de 2000, tras 20 años de aumento de los ingresos».
Estos tres factores -crecimiento económico, impacto excesivo sobre el planeta y desigualdad creciente- demuestran que no estamos en absoluto en el camino hacia un mundo de mayor prosperidad para todos.
Que el crecimiento económico (y por tanto el aumento del PIB) no es sinónimo de bienestar de los ciudadanos es algo que se sabe desde hace tiempo. La medición del PIB no tiene en cuenta problemas sociales como la inflación latente, la contaminación, la educación y la salud de las personas, ni siquiera la distribución equitativa de las oportunidades. «No mide ni nuestro ingenio, ni nuestro valor, ni nuestra sabiduría, ni nuestros conocimientos, ni nuestra compasión. Mide todo menos lo que hace que la vida valga la pena«, dijo Robert Kennedy en un famoso discurso en 1968.
Por ejemplo, el PIB aumenta con los conflictos armados por la venta de armas y, tras la destrucción, por la reconstrucción de posguerra. Los accidentes de tráfico producen PIB y, por tanto, crecimiento económico, a través de la atención médica a los heridos, las reparaciones y la compra de coches nuevos. Cultivar verduras en el propio huerto no genera PIB, comprarlas en el supermercado sí. Cuidar a un anciano en casa no genera PIB, enviarlo a una residencia, si la familia puede permitírselo, sí.
En China, el paso de la bicicleta al automóvil ha producido un enorme aumento del PIB, pero también un tremendo deterioro de las condiciones de vida en las grandes ciudades, entre el smog, el ruido y la congestión.
Según Greenpeace, «la producción actual de plástico duplicará los volúmenes de 2015 en 2030-35 y los triplicará en 2050». Probablemente sobre todo en los llamados «países en desarrollo», lo que contribuirá a inflar las cifras de crecimiento económico. Gran parte de este plástico acabará en los mares.
Desde los años 60 se ha intentado crear indicadores alternativos de bienestar o felicidad que tuvieran en cuenta los muchos aspectos «olvidados» en el cálculo del PIB: los costes de la degradación medioambiental, el trabajo no remunerado, los niveles de salud y educación de la población, etc. A lo largo de las décadas se han propuesto numerosas medidas más innovadoras, como el Índice de Desarrollo Humano o el Indicador de Progreso Genuino (IPG). Algunos indicadores tratan también de incluir la percepción de felicidad de los habitantes, como el Índice del Planeta Feliz o el Índice de Felicidad Interior Bruta (FIL). Se trata de intentos de alejarse de la lógica del dinero como única medida del bienestar, la lógica alimentada por el PIB a la que siguen recurriendo hoy en día la gran mayoría de economistas, gobiernos y empresarios.
Con el impulso de pensadores como Serge Latouche en Francia y Mauro Bonaiuti y Maurizio Pallante en Italia, desde finales del siglo pasado han surgido diversos movimientos que impugnan abiertamente la ideología del crecimiento infinito, como la Asociación por el Decrecimiento y el Movimiento por el Decrecimiento Feliz. Estos movimientos, que hoy se organizan en todo el mundo con conferencias y encuentros internacionales, afirman que el decrecimiento no es un programa político, sino simplemente un eslogan. No quieren imponer a la fuerza el decrecimiento económico a nadie, y menos aún a los pobres del planeta. De hecho, sería más correcto hablar de a-crecimiento (utilizando la misma raíz que a-teísmo): salir de la lógica del crecimiento infinito en un planeta con recursos limitados.
«A menudo se ha acusado al decrecimiento de ser un lujo para ricos, obesos por exceso de consumo», escribe Serge Latouche en su libro La apuesta del decrecimiento. «Mantener o, peor aún, introducir la lógica del crecimiento en el Sur [del mundo], con el pretexto de que eso nos permitirá salir de la miseria que ese mismo crecimiento ha creado, no puede sino occidentalizar aún más esas partes del planeta». «En África, hasta los años 60, antes de la gran ofensiva desarrollista», prosigue Latouche, «todavía existía la autonomía alimentaria. ¿No es el imperialismo de la colonización, del desarrollo y de la globalización el que ha destruido esta autosuficiencia?»
El decrecimiento propone un verdadero cambio de perspectiva que puede lograrse mediante las ocho «R»: revalorizar, redefinir, reestructurar, reubicar, redistribuir, reducir, reutilizar, reciclar. Alguien lo expresó más sucintamente: Menos sería mucho más.