En la lucha ideológica entre derechistas e izquierdistas ha salido a relucir el denominado Estado de Bienestar, esto es la situación que viven muchos países de la Tierra reconocidos por sus pergaminos democráticos, pero en los que no existirían niveles de desigualdad social tan pronunciados como los de Chile y un buen número de otros países. Los ejemplos de Suecia, Finlandia, Alemania y otras naciones europeas son recurrentes en todos los debates, a excepción de los Estados Unidos en que para nada resulta paradigmática su condición a la luz de sus pronunciadas inequidades y alta concentración de la riqueza.
Hoy en día, al hablar de capitalismo se alude a la propiedad privada de los medios de producción y a la subsidiariedad practicada por los estados que lo aplican conforme a su constitución política y leyes. Pero entre un país capitalista y otro suelen haber abismales diferencias. Cierto es que los socialismos (o capitalismos de estado) están en extinción, lo que les da pábulo a muchos para asegurar el triunfo definitivo del libre mercado como, de paso, proclamar el fracaso de aquellas experiencias en que se le asignaba al Estado el rol rector de la economía.
Pero de todo hay en las “viñas” del capitalismo. Muy distinto es lo que sucede en Dinamarca, como en Brasil, la Argentina o el propio Chile. Ni qué decir los enormes contrastes que existen entre los países desarrollados y tercermundistas; entre los estándares de bienestar de unos y otros, habida cuenta los derechos de los trabajadores, los ingresos de sus pensionados o las propias expectativas culturales y educacionales de sus jóvenes.
Peor, todavía, si se comparan sus respectivos modelos institucionales. Las diferencias de lo que ocurre, por ejemplo, con el sufragio de aquellos pueblos bien informados y lo que resulta del voto de quienes mantienen altas cifras de analfabetismo respecto de aquellas naciones mejor informadas y donde existen aceptables niveles de libertad de prensa.
No hay duda de que los que asumen el capitalismo como paradigma político, social y cultural han tenido que aceptar a regañadientes las demandas de mayor libertad e igualdad de sus pueblos. No sin ello sufrir muchos conflictos internos, como los que ahora se suceden en Francia, Grecia y otros países reconocidos por sus buenos niveles de equidad, aunque con graves rezagos sociales. El capitalismo de los países europeos de la posguerra necesariamente debe reconocerle a la Social Democracia y a la propia Democracia Cristiana haber organizado sus economías con reconocimiento a los derechos de los trabajadores y poniéndole atajo a la concentración de la riqueza. Influidos, también, por la igualdad proclamada por los países del Este o detrás de la llamada Cortina de Hierro.
De otra forma, el nazismo y el fascismo habrían dejado huellas más sustantivas en la organización social y política de las naciones que recién salían del encandilamiento con el totalitarismo y sus regímenes del terror. Con todo, los discípulos de Hitler o Mussolini quedaron relegados en política a su mínima expresión, aunque ahora último hayan recuperado posiciones que pudieran remecer todos los cimientos de la unidad europea. La sabiduría de un Adenauer, un Billy Brand o de un De Gásperi fue edificar democracias que se propusieran niveles decentes de justicia social, los que hoy en Chile se estiman peligrosos para los objetivos del crecimiento económico, la inversión extranjera y otras aspiraciones del pinochetismo tan entronizado en los partidos de derecha y que, de paso, aceptan con muchos remilgos el voto libre e informado del pueblo. Considerando siempre a los Derechos Humanos como una pamplina discurrida por las izquierdas.
Obviamente que ya no es posible pensar ni en la estatización de todos los bienes productivos, ni en la privatización o extranjerización de todos los recursos básicos y estratégicos. Pero, por supuesto, es posible concebir un orden económico y social en que los derechos sindicales estén plenamente resguardados y en que el Estado asuma la propiedad y la explotación de aquellas riquezas estratégicas como el cobre, el petróleo, el litio y otras. Además de consolidar sistemas previsionales, de salud y de educación que garanticen el digno acceso de toda la población. Aspiraciones que son también herencia del socialismo y de sus distintas denominaciones democráticas y libertarias.
Los pueblos latinoamericanos vienen hace tiempo haciendo la síntesis entre los predicamentos del capitalismo y el socialismo, reconociéndole a la iniciativa privada muchas áreas, pero también reclamándole a sus estados gestión sobre ciertos ámbitos de la economía en que el lucro sería abusivo y arriesgaría perder nuestra soberanía nacional.
Resulta muy curioso que, por estos días, los analistas de derecha vengan ufanándose de los méritos de un capitalismo que en la práctica ha sido humanizado o domesticado por las ideas vanguardistas. De la misma forma que la democracia política o electoral no es hija del capitalismo ni de las derechas. Si consideramos sus recientes manifestaciones en los golpes de estado y las dictaduras cívico militares. Así como los horrores extendidos por todo el continente para imponer su hegemonía.
Desgraciadamente, se ha hecho costumbre que cuando los gobiernos se proponen mitigar las injusticias sociales, prohibir la concentración extrema de la riqueza y repartir más equitativamente el ingreso invariablemente surjan las conspiraciones y sus consabidos cuartelazos y regímenes de facto. En efecto, pese a los errores y horrores que también cometen las administraciones de izquierda, de lo que no se puede dudar es que es desde estas posiciones como mejor se promueve la justicia social, tanto en el gobierno como desde la oposición. Lo que ha derivado, justamente, en la existencia de los estados de bienestar que hoy se aluden y se reconocen como un gran logro en la búsqueda de la concordia política y social.