Si la derecha chilena fuera menos obtusa y refractaria, la verdad es que los partidos que la representan debieran acoger con entusiasmo la invitación del presidente Boric para firmar una declaración conjunta a propósito de los 50 años que se cumplen desde el golpe de estado de 1973. Con esta rúbrica el Jefe de Estado les quiere reconocer su vocación democrática, incluso el mérito de ser defensora de los Derechos Humanos.
Pero lo más increíble de todo esto es que las autoridades del país busquen una conciliación histórica entre las víctimas y quienes fueron al menos los victimarios intelectuales del horror que se prolongó en Chile durante 17 años con esa cruenta dictadura cívico militar encabezada por quien el mundo entero reconoce como uno de los peores genocidas de la historia universal. Cuando, para colmo, aún se extiende la impunidad respecto de los horrores practicados con el consentimiento de la derecha política y empresarial que hasta ahora busca justificar el cruento atentado a La Moneda, el quiebre de nuestra institucionalidad y esa terrible secuela de homicidios, torturas, exilios como un sinfín de despropósitos ampliamente conocidos.
Pinochet, como muchos de sus colaboradores no pudieron ser procesados y condenados por la justicia chilena, así como todavía no se aclaran muchos de los pavorosos episodios contra la dignidad humana. Tampoco existe plena certeza de los delitos cometidos por la casta militar y política a causa de su falta de probidad, en las que echaron mano de las empresas del Estado y desnacionalizaron los principales recursos naturales del país. Todo lo cual permanece, también, en la impunidad gracias a los gobiernos civiles de la posdictadura siempre atemorizados por un nuevo alzamiento militar. Restringidos, además, por la Constitución de 1980 (que todavía nos rige) y ese conjunto de leyes dictadas por quien llegó a ostentar el título de Presidente de la República, condición que recién hoy se busca borrar de los archivos oficiales.
En estos días, en Estados Unidos se le quita la nacionalidad norteamericana a quien fuera el asesino del cantautor Víctor Jara y que, homicida que al igual que otros agentes, recibió protección en el país que alentó y financió el derrocamiento de un mandatario elegido por el pueblo. Una responsabilidad de la cual hoy busca sacudirse la Casa Blanca y la CIA, paralelamente a sus esfuerzos por cooptar las decisiones de nuestras nuevas autoridades. Empeñados en que sean ahora el litio, el hidrógeno verde y otros recursos los que logren ser apropiados por sus transnacionales.
Nos tememos que la curiosa invitación de Gabriel Boric a todos los partidos que tienen representación en el Parlamento sea fruto solo de sus cavilaciones más íntimas, mientras viajaba a Europa a esa cumbre presidencial en que los países más poderosos de la Tierra se reúnen con los del Tercer Mundo a manera de consolidar buenos negocios. Los que siempre resultan más ventajosos para los que han oficiado siempre como conquistadores, no ya desde hace cincuenta años, sino por más de cinco siglos. Imaginamos que nuestro novel mandatario no recurrió al consejo y a la crítica de varios de sus aliados que ya han expresado su renuencia a la invitación presidencial. En la esperanza, ciertamente, que se esclarezcan plenamente los delitos contra la democracia y los Derechos Humanos, antes de someterse a una conciliación forzada con quienes siguen empeñados en defender la Carta Fundamental legada por el Tirano, así como el sistema económico y social que tiene brutalmente escindido al país entre los muy ricos y los dramáticamente pobres. Sectores políticos y empresariales que buscan perpetuar la inequidad fragrante que, de continuar así, nos asegura un nuevo y severo estallido social.
Más que contemporizar con la derecha, el autodenominado gobierno de izquierda debiera prometerse dejar en evidencia la tenaz oposición que le ejercen estos sectores, optando mejor por un pacto serio y sólido con el mundo social que apostó al elegirlo, en la esperanza de justicia y ciertamente una democracia que se fundamente en la justa distribución del ingreso, en estándares más altos en materia educacional y una ética severa en el uso de los recursos públicos.
Objetivos, estos, en que no se aprecian avances razonables. Cuando, por el contrario, detonan nuevos actos de corrupción en apenas un año de gobierno.