11 de julio 2023, El Espectador
Hace unas semanas, cuando el trabajo mancomunado de indígenas y ejército logró encontrar con vida a los cuatro niños perdidos en la selva, Mauricio Rodríguez –constructor de paz y liderazgo– escribió: “Ojalá todos los colombianos nos pudiéramos unir para encontrar nuestros ‘cuatro niños perdidos’: la paz, la equidad, la solidaridad y el respeto”.
Como si camináramos sobre una cinta de Moebius o subiéramos bajando las escaleras pintadas por Escher, desde hace más de 60 años 50 millones de colombianos nos hemos sentido huérfanos de esos cuatro niños de los que habla Mauricio; esos que no supimos cuidar, porque otras prioridades acapararon los titulares y las agendas de una conciencia enrarecida por la guerra y por la indiferencia.
Se refundieron ante nuestros ojos, se nos escurrieron de las manos y de las palabras; se extraviaron entre la cotidianidad y lo trascendente, en la mesa del domingo y en los entornos que discriminan; en el confesionario y en la xenofobia, en las loterías que nunca se ganaron y en las balas que siempre se perdieron. Se nos fueron, porque nuestra historia está llena de aviones (relaciones, fusiles, abrazos, disensos) accidentados, que llevan años estrellándose en el patio de la casa y en las trincheras de la guerra, en los muertos del Darién, del Cauca, del Catatumbo y del Caquetá.
Y si logramos encontrar a los cuatro niños de los que habla Mauricio, tendremos que ofrecerles una segunda o una quinta oportunidad sobre la tierra; administrarles un nuevo material genético que los ayude a superar tantos años de conflicto armado, las cicatrices de una política excluyente y de una sociedad disociada y solitaria, en la que unos se ahogan, y otros van cada uno en su barca, por su río y con su brújula. Llevamos años “ninguneando” al prójimo, a los cuatro niños y a las selvas de árboles y de asfalto en las que todos alguna o mil veces nos hemos perdido.
Y no es para deprimirnos, pero sí para despertarnos:
La paz es una niña abusada, maltratada, a la que no hemos sabido proteger. La equidad se volvió añicos bajo las cuchillas de los intereses creados, de los dueños de todo, de los amos que no supieron amar.
La solidaridad aparece cuando huracanes y terremotos rompen el cielo y la tierra, pero está lejos de ser un motor cotidiano en el corazón y en los balances de la gente.
Y ni hablar del cuarto niño, el respeto, ése que ya no existe en un país que en 6 meses ha cometido más de 50 masacres y ha visto asesinar a 89 líderes sociales y a más de 20 firmantes de paz.
Nuestros cuatro niños, enfermos y urgentes, exigen que nos unamos la primera y la última línea, la guardia indígena y la militar, los artistas y los presos, los maestros y los hacendados, los 15 millones de colombianos que sufren inseguridad alimentaria, y los 4 ciudadanos que tienen en su haber más riqueza que 25 millones de colombianos.
Del rescate de los cuatro niños que habla Mauricio, depende que la nuestra sea una nación emocional, económica y socialmente viable.
Paz, equidad, solidaridad y respeto. Nuestros cuatro pilares por los que bien vale la pena desarmar los espíritus. Es tarde pero no imposible, y uno pensaría que es ahora, el gobierno de la vida, el llamado a encausar a estos 50 millones de rescatistas. Llámese mandato ético o desafío social, si decidimos sobrevivir al escepticismo, si el marasmo no se devora nuestra capacidad de esperanza, si comprendemos que el enemigo no es el prójimo sino la inercia, nuestros cuatro niños perdidos volverán a la vida y nos devolverán del dolor y del olvido.