La solvencia ética de los dirigentes políticos se prueba con los años de trayectoria en el servicio público. Sus ingredientes fundamentales son la consecuencia entre sus posiciones y actos, su temple para afrontar las dificultades y una buena dosis de coraje. La historia toma tiempo en reconocer a sus líderes más notables y probos, más allá de todas las contingencias como de la acción de sus enemigos o adversarios. Figuras como las de nuestros libertadores terminaron siendo reconocidas por prácticamente todos los pueblos americanos. Y por más que fueran en su tiempo asesinados, infamados y exiliados todos son hoy nuestros “padres de la patria”.
El vanguardismo ideológico parece ser siempre una característica fundamental de tales caracteres, esto es por su compromiso por la justicia social, además de su vocación republicana. Cuanto su encomiable lucha por la redención de los pobres y de los oprimidos. Los gobernantes refractarios, de los cuales también se erigen estatuas y monumentos, tarde o temprano son derribadas por sus pueblos, como ocurre sobre todo con las de los tiranos y dictadores. Se requiere siempre ser un verdadero reformista o, francamente, un revolucionario para su tiempo; haber enfrentado a los partidarios del statu quo, a los conservadores y refractarios a los cambios. La democracia, el feminismo y otras múltiples aspiraciones, también exhiben héroes y heroínas que son ampliamente reconocidos en su posteridad, como ocurre, por ejemplo, con las múltiples escritoras y activistas latinoamericanas que le han señalado tantos rumbos al devenir humano y han refrescado la política.
En el acontecer político abundan los detractores, eclécticos y oportunistas que siempre se jactan de su ponderación y superioridad moral, aunque muchas veces su fama sea efímera y en poco tiempo manifiesten sus deserciones, apetitos de poder y su pobre idoneidad. Por nuestro continente han desfilado presidentes y jefes de estado que ante el acoso social y el miedo poco o nada demoraron en renunciar, escapar al extranjero o doblegarse ante sus enemigos. El Bolivia hubo uno, como Jaime Paz Zamora, que terminara con el rostro quemado cuando el dictador que combatía lo mando a matar. Sin embargo, al poco tiempo terminó aliándose con Hugo Banzer y renegando de sus ideas izquierdistas, pese a haber sido el fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). En Chile tuvimos a un Gabriel González Videla que, después de ser elegido por comunistas y socialistas, terminara persiguiéndolos y confinándolos en campos de concentración. Pero la lista, en este sentido, puede ser muy larga tanto aquí como en todo el mundo.
Propio de la candidez, de la soberbia o del llamado “infantilismo revolucionario” es el arrogarse superioridades, como las que en Chile acaban de declarar quienes en apenas un año terminaron poniendo en práctica las mismas malas prácticas de quienes los antecedieron en La Moneda , los que efectivamente habían sido muy hábiles para defraudar al fisco, dejarse seducir por el legado institucional de Pinochet y presumir ante el mundo en cuanto a que nuestro país no lo afectaba la corrupción que desgraciadamente viven y sufren otros países.
Salvador Allende tuvo, por supuesto, declarados enemigos durante su gobierno, los que llegaron a perpetrar un Golpe de Estado, su cruento derrocamiento y muerte. Sin embargo, su solvencia moral crece con los años en Chile como en el mundo y gana adeptos y no pocos reconocimientos entre quienes, incluso, lo combatieron. Un prestigio muy por encima del que lograron retener sus aliados. Muchos de los cuales perdieron toda credibilidad y terminaron muy desacreditados en las últimas tres décadas de gobierno. Tal como había sucedido con el PRI en México, proceso que involucionara hacia la derecha, así como otros líderes latinoamericanos que al arribar a sus gobiernos suelen adoptar las mismas costumbres de los dictadores que los precedieron.
Allende tuvo la posibilidad de renunciar o dejarse acoger por los regímenes extranjeros que quisieron brindarle asilo. Pudo también abandonar su ideario y contemporizar con sus opositores. Pero optó temerariamente, por supuesto, por mantenerse fiel a las promesas comprometidas con la ciudadanía que lo eligió. Su ocaso fue el de un mandatario democrático a carta cabal, dejando en evidencia la traición y cobardía de los militares, así como la hipocresía de quienes desde el 11 de septiembre de 1973 salieron a defender ante el mundo la asonada golpista como a justificar las violaciones cometidas contra los Derechos Humanos que hoy dicen defender. Personajes que, por supuesto, el mismo Pinochet les abriera espacio para sucederlo y administrar una bochornosa y fallida transición a la democracia y, finalmente, llagar a un mandatario que abrió muchas esperanzas pero que es ahora acogido con honores por la Casa Blanca, el Eliseo y el Fondo Monetario Internacional. Que todos los días allega a su gabinete a los mismos políticos que deplorara tan ácidamente esa falange de iluminados que hoy prolifera por La Moneda, el Parlamento y las fundaciones creadas por sus entidades políticas para asaltar el erario nacional.
Entendemos que hoy la figura de Allende turbe a quienes fueron sus compañeros de ruta y que en poco tiempo fueron cooptados por la social democracia europea, los regaloneos de un Felipe González que terminara ejecutando en el poder las ideas de la derecha española y del Banco Mundial, además de ejercer los mismos procedimientos criminales del general Franco para combatir a los separatistas vascos y catalanes.
Se ve que Europa y Estados Unidos desde hace mucho son incapaces de destacar a un líder a la altura de un Gandhi como de un Nelson Mandela, crecientemente valorados por su probada superioridad moral. Como también sucede con los grandes libertadores de América y de las luchas contra el apartheid que siguen cobrando víctimas, especialmente ahora entre los millones de emigrantes.