Pocos meses antes de terminar el siglo XVIII, más precisamente un 15 de Julio de 1799, el capitán francés Pierre Bouchard descubrió cerca de la localidad egipcia de Rashid un trozo de roca tallado, que sería conocido luego como la Piedra de Rosetta.
El invaluable aporte histórico de esta pieza es que estaba grabada en tres idiomas, jeroglífico, demótico y griego, lo que permitió posteriormente por comparación descifrar la antigua escritura egipcia.
El texto reproducía un decreto del faraón Ptolomeo V y el apoyo sacerdotal a éste por sus generosas donaciones, lo que fortalecía su estatus divino a ojos del pueblo. Cuestión ésta que, paréntesis aparte, deja ver cómo ya entonces religión oficial y política estaban aliadas en la mantención del poder.
Obviamente no fue la cultura egipcia la única en desarrollar estas prácticas, ni tampoco la única en tallar escritos y símbolos en piedra.
Las distintas culturas han dejado constancia de su presencia a lo largo del planeta desde los tiempos más remotos.
Desde el arte paleolítico dibujado en el interior de cuevas hasta los monumentos fúnebres que aún hoy decoran muchos cementerios alrededor del mundo, inscribir un nombre, un mensaje, un mandato o hecho significativo en una señal conmemorativa, es un rasgo compartido por la humanidad a lo largo de toda su historia.
Esas estelas, cinceladas en materiales que sugieren perdurabilidad nos muestran, más allá de las diferencias de tiempos, hábitos y espacios, una profunda aspiración en común, la de dejar una huella positiva con nuestra existencia física y finalmente, rebelarnos ante lo aparentemente inexorable con la intención de ser eternos.