De la mano de algunos chilenos probos, el periodismo digno ha puesto en evidencia los millonarios traspasos de caudales públicos a un conjunto de fundaciones y corporaciones privadas de algunos operadores políticos que, a pretexto de realizar tareas de bien público, les permitan financiase y recaudar dinero para sus afanes electorales. De norte a sur del país se descubren millonarias operaciones en tal sentido que nada explican que no sean los propios organismos del Estado los que asuman tales tareas. O bien, ese valioso conjunto de organizaciones, sin fines de lucro, que tienen ganada la confianza pública por su desempeño en la atención de la pobreza, la niñez desvalida o las demandas habitacionales de aquellos cientos de miles de chilenos que viven en la indigencia.
En menos de un año han surgido entidades cuya principal motivación para acceder a estos suculentos recursos es la relación partidaria y filial con quienes en la administración del Estado tienen licencia para asignar recursos fiscales desde las gobernaciones regionales y las secretarías ministeriales, como desde los centenares municipios del país y otras reparticiones públicas.
Recién empiezan a descubrirse operaciones dolosas que pudieran ser esclarecidas por las fiscalías y el Ministerio Público, la Contraloría General de la República y el Consejo de Defensa del Estado. Ejecuciones que resultan evidentemente tramposas ante la opinión pública, aunque a la postre todas estas irregularidades pudieran resultar blindadas por las propias leyes chilenas ineptas para hacer frente la corrupción política.
Sin remontarse demasiado al pasado, el país todavía recuerda aquellos graves actos de corrupción, como los del MOP Gate (en el gobierno de Ricardo Lagos), los del Caso Caval (durante Michelle Bachetet), y todo lo que significó el financiamiento ilegal de la política que involucraron al banco Penta y a Soquimich, bajo la gestión de Sebastián Piñera. Bulladas denuncias mediáticas ante los tribunales que, pese al escándalo alcanzado inicialmente, se fueron esfumando y permanecen en la más completa impunidad.
Ello se explica en las propias leyes de probidad dictadas en los últimos años y en cada una de las cuales existen las trampas correspondientes para que la clase política siga indemne y pueda seguir cometiendo desfalcos, cohechos y enriquecimiento ilícito. Entre ellas, desde luego, la decisión de acotar los períodos parlamentarios a fin de impedir que la perpetuidad en ésta y otras funciones públicas puedan favorecer la corrupción de sus titulares. Una norma totalmente inútil desde el momento que nada impide que un parlamentario pueda continuar en la otra cámara legislativa después de ocho años, acceder a un ministerio o, por último, rematar su “servicio a la Patria” en alguna legación diplomática.
En este momento las denuncias se amontonan y el malestar ciudadano es considerable. Desde la propia clase política se suceden voces para reclamar el esclarecimiento de estas operaciones, restituirle al fisco lo sustraído y condenar a sus culpables. Sin embargo, bien sabemos algunos que toda esta vorágine tenderá a disiparse en el futuro próximo. Ya sea porque una nueva pandemia, terremoto u otro evento imponga la calma y, así como la administración de Piñera libró de ser derrocada por el Estallido Social, el actual gobierno pueda salvarse también como el de su antecesor.
Lo que sí es seguro es el costo político que afectará al gobierno de Boric, pero en ello tampoco tenemos normas que permitan la remoción de las autoridades cuando los niveles de adhesión aparecen tan disminuidos como ocurre actualmente. Cuando apenas un 25 por ciento de la población sigue manteniendo alguna confianza en el actual Mandatario y los sondeos indican que apenas el dos por ciento de los ciudadanos confía en los partidos políticos, así como un disminuido cuatro en el Parlamento.
Digamos, de paso, que los sondeos aludidos cuentan con el reconocimiento transversal de los actores públicos. Por lo demás, el descrédito respecto de las autoridades ya se comprobó en el último plebiscito constitucional, y mucho se teme que el actual proceso constituyente otra vez pueda ser repudiado por los electores en diciembre próximo. Por cierto, no en razón del texto que se le proponga finalmente al pueblo, sino como una forma de expresar el repudio popular generalizado a quienes ofician y medran como sus representantes.
Lo más bochornoso de todo es que las primeras denuncias de corrupción afectan a Revolución Democrática, el principal partido oficialista, desde cuyas filas algunos de sus jóvenes y arrogantes dirigentes aseguraron tener una escala de valores superior a la de quienes gobernaron en estos últimos treinta años. Jactándose ante el país de una “superioridad moral” que ahora se estrella ferozmente con la realidad y ha provocado un desencanto general en quienes pensaron que la nueva generación de gobernantes efectivamente vendría a corregir las malas prácticas de sus antecesores.
Cuando las investigaciones recién empiezan, desde la Moneda se consiente en pedirle la renuncia a una subsecretaria y remover algunos funcionarios menores, los que rápidamente, además, son expulsados del partido comprometido en los primeros actos de hurto y nepotismo. Hay en ello, sin duda, una intención de demostrar la probidad de los ministros y altos funcionarios de gobierno, sobre todo cuando declaran que nada sabían de la existencia de estas operaciones, algo que, evidentemente, es muy difícil de aceptar. Cuando ha quedado de manifiesto que estas denuncias alcanzaron los gabinetes de los secretarios de la Vivienda y Desarrollo Social, por lo menos quince días antes de que estallaran por la prensa. Es posible que ante estos nuevos escándalos tales autoridades prefieran ganarse el título de “boquiabiertos” antes que el de ímprobos. Por lo que siguen aferrados a sus cargos, a pesar del amplio repudio popular.
Todo lo anterior ha alimentado la ira general, lo que nos lleva a asegurar que nuestra institucionalidad pasa por su peor período de fragilidad. Lo que, sumado a los problemas económicos, los conflictos sociales y los problemas de seguridad, además del crecimiento de la derecha extrema y las molestias castrenses, nos pueden poner de nuevo frente al precipicio institucional. A 50 años de aquel 11 de septiembre de l973.