La presidenta del Consejo Constituyente que redactará la propuesta de nueva Constitución para Chile, la militante del partido republicano, Beatriz Hevia, declaró en referencia a la dictadura de Pinochet, que habiendo nacido en el año 92 no tenía sentido referirse a hechos que no vivió ni conoció en detalle. Más allá de lo absurdo de esos dichos, que llevados al extremo condenarían a un sinsentido el estudiar historia, dejan al descubierto una postura muy peligrosa, la ceguera sistemática e irreflexiva sobre el pasado cuando corresponde entrar a definir racionalmente una proyección hacia el futuro. ¿No es relevante analizar el pasado reciente para establecer lineamientos futuros para el país?
Creo que mucho pasa por una adscripción paradigmática a un modelo comprensivo del mundo donde el eje central no está en el análisis racional de la historia sino más bien en apegarse a la tradición y a un supuesto orden natural de las cosas, aquel considerado como evidente y por lo tanto incuestionable. En tal caso, la reflexión racional sobre el pasado resulta secundaria a la obediencia de las formas, de la tradición y el ordenamiento amparado en un sistema que se asume a priori como correcto sin necesidad de cuestionarlo. Dicho modelo paradigmático es básicamente una estructura de pensamiento premoderno.
Hasta la irrupción del pensamiento moderno, ya a fines del Renacimiento, el paradigma imperante era básicamente premoderno. Se caracterizaba por la convicción de que el orden del universo era algo natural, el que se hacía evidente mediante la tradición y la existencia de patrones de convivencia que, de repetitivos, resultaban incuestionables. Todo ello amparado por una explicación teológica de la existencia, determinado por un sentido religioso que justificaba su certeza.
La jerarquía humana también estaba basada en criterios teológicos, donde gobernaba un rey por derecho divino (coronado por el Papa o el obispo local en su representación) y dentro de un orden jerárquico incuestionable; que partía desde Dios, pasaba por la iglesia, luego la realeza, la nobleza y finalmente la plebe. El conocimiento tampoco escapaba a esta determinación religiosa, pues éste se obtenía sólo por revelación divina. Era Dios quien había iluminado a algunos humanos muy especiales para que aportaran conocimiento; el cual ya no podía intentar ampliarse sin caer en alguna herejía, y más bien sólo debía preservarse (tarea a la que dedicaban su vida miles de monjes en innumerables monasterios, copiando una y otra vez los mismos textos con el fin de mantenerlos).
Con la llegada de la modernidad cambia todo. El orden del universo ya no se considera algo natural, dado por la tradición y justificado por decisión divina, sino más bien por un orden racional, determinado por leyes de la naturaleza que podían llegar a ser racionalmente conocidas y comprendidas. Y la manera de llegar a ese conocimiento era mediante el uso de un método sistemático que cualquiera podía utilizar: el método científico (observación, hipótesis, experimentación, conclusión). El conocimiento dejaba así de ser materia teológica, amparado en el criterio de autoridad, y pasaba a democratizarse en comunidades científicas basadas en la generación y acumulación sistemática de la mejor evidencia mediante el uso de la racionalidad.
Consecuentemente la jerarquía humana también comienza a racionalizarse. Quien pretendiera gobernar debía reunir méritos para ello, logrando concitar el apoyo de las mayorías de las personas, quienes para tal efecto pasaban a valer todas por igual. Luego surge la declaración de los derechos humanos universales, los derechos políticos, la abolición de las monarquías. Temas como la pobreza, que hasta entonces habían sido asumidos como determinaciones divinas, y por tanto inevitables e incuestionables, pasan a convertirse racionalmente en problemas sociales a atacar y eliminar. El posterior crecimiento científico y tecnológico asociado, le cambió la cara del mundo. La medicina salvaba vidas. En resumen, la modernidad parecía prometer un futuro de bienestar creciente gracias al imperio de la racionalidad como herramienta fundamental.
Todo ello comienza a resquebrajarse en el siglo XX, principalmente por cuestionamiento filosóficos que siembran un manto de duda sobre la posibilidad real de conocer la esencialidad de los fenómenos. Es el inicio de la postmodernidad. Entramos a un mundo interpretativo, donde los significados que le damos a las cosas pasan a ser centralmente relevantes. Una realidad donde en vez de preguntarnos ¿qué es eso? pasamos a inquirir ¿qué es eso para mi? ¿qué es para ti? ¿vemos acaso lo mismo? ¿podemos actuar como si fuera lo mismo para todos?
Las consecuencias en el plano tecnológico al inicio no son tan profundas, mal que mal un automóvil o un smartphone son lo que son independientemente de lo que creamos que son. Pero en el plano social las implicancias son verdaderamente radicales, partiendo por el tipo de uso que hacemos de la tecnología y las posibilidades que se abren. También por la generación de comunidades diferentes de intereses reunidas según significados compartidos. La globalización también facilita el encuentro entre personas semejantes. Las minorías se organizan y empiezan a sacar su voz, reclamando su derecho a ser reconocidas, respetadas e incluidas.
Las ideas hegemónicas también empiezan a perder fuerza, incluida la ciencia. Sistemas alternativos de acceso a conocimiento resurgen y se instalan con fuerza, como la astrología, la quiromancia, la gemología, la videncia, entre tantas otras. También surgen los conspiranoicos, organizados en torno a ideas que pregonan -una dudosa- independencia de pensamiento. Todo parece posible y nada pareciera ser cuestionable bajo la premisa de que todos tienen el derecho a expresarse. Y las sociedades se hiper complejizan como una manera de intentar dar cabida a toda esta creciente diversidad.
El punto medular es que los paradigmas no desaparecen mientras queden personas que los encarnen. Por lo que aunque la premodernidad pareciera ser algo superado hace siglos, lo cierto es que jamás ha dejado de existir del todo. Es más, si uno observa con atención se dará cuenta que los principales poderes en el mundo, los realmente poderosos tanto en occidente como en oriente, continúan amparados en sistemas paradigmáticos premodernos de fuerte componente religioso y de marcado corte tradicionalista.

Entonces cabe preguntarse ¿cuánta premodernidad aún existente se estará filtrando dentro del contexto postmoderno, aprovechando el cuestionamiento que éste hace de la ciencia y de la razón? Sospecho que hoy existe mucho de eso, que en muchas partes del mundo el poder más conservador y tradicionalista se está aprovechando de esta suerte de resquebrajamiento del valor de la racionalidad en la opinión pública para instalarse como una respuesta ante la crisis de significados. Y abrigo mucho temor de que el paradigma premoderno pudiera terminar siendo visto como una salida ante toda esta incertidumbre, como una solución a los problemas sociales crecientes que la modernidad no ha logrado solucionar. No olvidemos que la racionalidad de lo moderno fue lo que nos democratizó, nos aportó una salida a la arbitrariedad de los poderosos que se amparaban en una conveniente tradición supuestamente incuestionable. Hay allí un valor importantísimo que no debemos despreciar con tanta facilidad.
No obstante, dudo que la salida esté en un intento de mantener estrictamente lo moderno.
Después de todo, la modernidad también ha generado serios problemas que no ha sabido resolver. La respuesta a la crisis postmoderna debiera venir de la propia postmodernidad, no sólo aportando mayor complejidad a los fenómenos sino también respuestas creativas, inclusivas y sustentables. De lo contrario, cualquier alternativa que prometa aportar orden y simplicidad ante tanta complejidad, como podría ser lo premoderno, podría llegar a volverse algo muy tentador, en especial entre aquella creciente ciudadanía que evita razonar mucho y sólo busca que alguien le aporte claridades.
Creo firmemente que la respuesta a la complejidad no puede ser el simplismo de la premodernidad. La historia debe escribirse hacia adelante, por lo que debiéramos partir por aceptar lo complejo de hoy. No eludir entrar en el laberinto de lo real de manera simplista, negando y caricaturizándolo, para retrotraerlo a un estado en blanco y negro que no se haga cargo de lo diverso. Necesitamos adentrarnos en el laberinto para, luego de analizarlo en lo que es, tratar de dar con la salida más simple posible. Ser capaces de construir un espacio futuro que incluya y vaya más allá de lo actual, no meramente una suerte de refugio en el pasado, ni retrotraernos a la mera arbitrariedad disfrazada de tradición que al final, ya sabemos, sólo termina por favorecer a los mismos poderosos de siempre.