Sobre la inteligencia artificial he leído menos que poco, con lo que se podría descalificar fácilmente lo que tengo para decir. Que también, es muy poco aunque necesite unas cuantas palabras. Porque desde afuera, todo es opinable.
Si algún lector memorioso leyó mis artículos provocados por la pandemia (soy muy cuidadoso con la palabra “inspirados”), podrá tener una idea más aproximada del contexto de la miseria imaginaria que tengo para ofrecer.
La idea central es muy simple: nos aterra la IA porque desconocemos la I. Esto es, confrontados en apariencia a un nuevo fenómeno tecnológico que parece sobrepasar ampliamente la capacidad de cada uno de nosotros, aún de los que se supone están más formados, produce pánico porque no conocemos y menos, sabemos utilizar, nuestra propia inteligencia, la de cada uno, la práctica.
En modo alguno se lea una detracción de la importancia y utilidad de lo que parece ser la cumbre del desarrollo tecnológico. Al contrario, seguro que es un enorme aporte práctico. Pero visto en contexto y proporcionando, es como darle una computadora a un mono, desde el punto de vista de la utilidad. Sólo que este “mono”, por su desarrollo imaginal, por su capacidad imaginante innata, puede entrar en una relación más íntima con la IA.
Ya desde el punto de vista teórico, creo que es la primera vez que una creación tecnológica pone al observador-creador contra las cuerdas.
¿Que alguien se suicidó por chatear con un dispositivo de IA? Bueno, esto es como cuando nuestros ancestros se asustaban frente a los automotores o más recientemente (no creo que haya estadística), morían y mueren frente al televisor comiendo papafritas; o terminan alienados por los juegos o los teléfonos celulares. No tengo estadísticas a mano para apoyar este argumento, pero está en el imaginario colectivo la información, que se puede rastrear en los medios de incomunicación. Ese enorme aparato de desinformación y mentira que nos domina y calla sobre su rol social porque sería como si un homicida confesara su delito.
El problema de la inteligencia humana hoy, tiene una faceta que puede avizorarse en lo colectivo. Más específicamente, el desarrollo de la teoría de la información y de la comunicación da cuenta de la interacción entre el reservorio colectivo de datos, el imaginario colectivo, y el individuo que, como Castoriadis señaló con claridad, vistos en perspectiva adecuada, no se diferencian y constituyen un campo dinámico único, sólo diferenciado por estos vehículos orgánicos que son los cuerpos físicos que habitamos. Y digo “físicos” considerando que buena parte de la creencia actual toma en cuenta los cuerpos “astrales”, cuestión en la que no me meteré, pero que hay que inventariar cuando se habla de lo imaginario. Las creencias son imaginarias, su sustancia y el medio que habitan, es lo imaginario.
Somos entes imaginantes. Nuestra dinámica constante es un flujo de imágenes que interactúan entre sí, del mismo modo que lo hacen nuestras células en otro nivel de fenómeno, o las moléculas que componen la materia que anima los organismos vivos, o aún las teóricas subpartículas cuánticas, por un lado, pero por el otro, subiendo en la escala los cuerpos físicos, hasta llegar a las galaxias y los agujeros negros. Y es la unidad de esas dinámicas, cada una en su nivel, la que soporta la posibilidad de ver (no necesariamente con los ojos) lo que constituye nuestro universo manifestado, el que percibimos directa o indirectamente (con complejísimos aparatos).
Todo esto son datos, para una inteligencia artificial (desde una simple computadora Commodore). La opinión científica homologa esos datos con los datos humanos. Pero esa operación de base, que es la que sirve de sustento a todo este asunto, se hace en una pizarra. Dejando en claro que esto no es una crítica a la ciencia en sí, el científico (Ortega y Gasset dijo) se maneja en un mundo de fantasía, no en el real. Aún cuando sus datos se correspondan con la realidad (aristotélicamente, esto es según la idea de que la verdad es la correspondencia del dato y la cosa a que se refiere). Y como pasa con toda la información científica, vale dentro del dominio conceptual al que pertenece. Por analogía, sacarlos de la esfera experimental (sí, experimental, porque necesitan corroboración de aparatos) equivale a la interpretación “salvaje” que cualquiera puede hacer cuando relata su sesión de terapia en un café: todo lo que se diga fuera del contexto de la sesión terapéutica es ilegítimo y puede jugar a favor de las resistencias del implicado (paciente). Del mismo modo que nos implicamos en el drama ajeno opinando con soluciones de la abuela, nos asustamos del chatgpt que devora existencias implacablemente.
Claro es que la IA puede producir muchos ¡AY! con su mala aplicación, como sucedió con cada avance técnico. Pero nada, son gajes del crecimiento, como los moretones cuando aprendimos a caminar. Esto, expresado a escala social, porque se suelen leer las expresiones generales como si fueran individuales y entonces, claro, duele cada existencia concreta porque me identifico.
El problema aquí es que no hemos aprendido a caminar en este terreno.
La baraúnda de imágenes que es la vida de cada uno, se acelera con el aporte de los dispositivos informáticos, que es lo que pasó con la tele y lo que pasa con los juegos, las plataformas de entretenimiento (las maratones de series, por caso) o, más elementalmente, los fantasmas que nos acosan imaginariamente, sin tanta complicación, y en todos los niveles de desarrollo humano en que puede uno encontrarse, según las posibilidades que ha tenido por su pertenencia de clase (pido disculpas por mencionarlo, pero sí, la IA es también, en principio, una cuestión de clase aunque afecte al conjunto humano, y tiende a convertirse en una herramienta de dominación, historia conocida).
Simplificando mucho el conflicto, los defensores de la imaginería religiosa cavernaria que hoy están tan a la vista en la prensa del centro imperial (los EEUU, aclaro por las dudas) se vieron complicados por la “amenaza” de la ciencia, que tuvo la osadía de horadar los cielos con su mirada y mostrar que no hay trono donde un dios pueda sentarse y, por tanto, que la misma existencia divina carece de sustento.
El leviatán científico se enfrentó al religioso y parece que todavía no saldaron cuentas. A su vez, la Diosa Razón fue destronada por el irracionalismo psicológico y el del renacimiento supersticioso, si tomamos como superstición la creencia operante en lo social, sin base perceptual.
Es obvio que el problema de la IA tiene que ver con la inteligencia, o sea, con la razón, que también ha sufrido sus embates por los excesos cometidos.
De modo que volvemos al principio: el problema soy yo. Y esto, no es menor ni perogrullesco: el Yo no es un fenómeno universal que atraviesa la historia humana. Esa mirada proyecta sobre el Cromañón (supongo que también sobre el Naledi, pero no quiero interpelar a lectores menos actualizados), una entidad imaginaria que según parece, no existía.
Más radicalmente, no existe hoy. No es fenómeno vigente en todos los estratos psicosociales, ya que en muchos lugares del planeta todavía se mantiene la configuración psicosocial originaria (al menos, lo que parece desde afuera, sin pretensión de hacer ciencia etnográfica) y también en muchos lugares de las distintas sociedades porque, en definitiva, se trata del tironeo entre la fascinación que produce una imagen y el que la vive. Sí, también hablo de lo que me pasa con la pantalla del celular.
El lugar de la razón no está en los libros con sus bonitas teorías, sino en la proporción operativa entre mis recursos existenciales, o sea, la información de que dispongo con toda su gama de variedad, y el arraigo que tenga ese daterío en mí, o sea, la capacidad que tenga para mover mi conducta.
Lo racional es esa proporción, la medida exacta que necesita tener mi mirada para poder operar eficientemente sobre la realidad que creo.
Y aquí radica la cuestión, desde un simple problema idiomático: Creo de creer y creo de crear es la misma inflexión verbal. Se puede interpretar a cuál verbo refiere el hablante cuando completa la frase con el objeto. Es el objeto el que me dará la posición del hablante. Si hay objeto gramatical, estoy creando, si no lo hay, estoy creyendo. No es lo mismo decir “creo una teoría” que “creo en una teoría” aunque la primera implique la segunda. Y resalto lo del objeto gramatical que destaca mi posición actual: una cosa es el objeto de mi actividad, y otra, muy distinta, el objeto de mi creencia.
A propósito elegí este ejemplo porque no puedo teorizar si no creo en lo que teorizo. La creencia es el suelo existencial que me sostiene y a partir del cual me muevo. Lo que me permite crear. Sin certeza, no hay creación. Y así avanzó lo humano, creando en base a lo que creía, y tumbando lo que creyó con nuevas creaciones (y creencias, claro, cualquier duda, leer a Thomas Kuhn).
De modo que el tema aquí es que la IA maneja datos y parece crear porque puede poner algo nuevo en mi realidad, puede hacer una nueva combinatoria de datos y presentar algo nuevo. Que sí, es lo mismo que hago yo, pero una enorme diferencia: a la IA no le pasa nada cuando por el cambio de un dato tiene que desechar su anterior conclusión. En cambio, a mí, y creo que a cada uno de nosotros, el cambio de un dato puede significar el derrumbe del mundo.
El nudo está, entonces, en qué me pasa a mí, cómo funciona mi razón para que tal cosa pase. En definitiva, y pese a la crítica antirracionalista, Aristóteles tenía razón en cuanto a nuestra animalidad distintiva porque las operaciones de conciencia son operaciones racionales. Pero es harina de otro costal.
En el título, un lector memorioso podrá adivinar a Alexis Carrel, y sí, actualizando la expresión, el problema sigue siendo la incógnita de lo humano. Trayendo una vez más a Carl Sagan, uno de los aspectos que muestra ese film multifacético que es “Contacto”, es el contrapunto entre lo que se ve de afuera y lo que se vive. El diputado inquisidor había metido en la parrilla a la astrónoma en la sesión pública, por que su relato del viaje por el agujero de gusano, o sea, la experiencia que vivió, no podía haber sucedido en el tiempo que en Cabo Cañaveral habían medido como de diez segundos. En la última escena queda su expresión de asombro cuando le dicen que esos diez segundos que midieron desde afuera, fueron dieciséis horas de grabación de la videocámara personal que había usado. Si no se entiende la referencia, buscá el film y velo porque, desde el punto de vista de la revelación de esa incógnita, vale mucho más que todo lo que se ha filmado en los últimos treinta años. Probablemente, cuando después de verla te mires en un espejo, algo distinto puede sucederte.