Por Felipe Portales
Particularmente graves para las relaciones con los judíos fueron las consecuencias de un doloroso y
prolongado conflicto que se desarrolló en Polonia durante los años 80 y 90. Todo partió luego que Juan
Pablo II manifestara en diversas oportunidades sus deseos de que Auschwitz se convirtiera en un lugar de
oración y penitencia (ver James Carroll.- Constantine’s Sword. The Church and the Jews; A Mariner Book,
New York, 2002; p. 4). De acuerdo a los deseos del Papa, un grupo de monjas carmelitas se instalaron en un
convento en las afueras de Auschwitz en el otoño de 1984. Su presencia generó la inmediata protesta de
líderes de asociaciones judías a través de Estados Unidos, Europa e Israel. Incluso, grupos de judíos
protestaron invadiendo el convento con pancartas que decían “Dejen a nuestros muertos solos” y “No
cristianicen Auschwitz y la Shoah (Holocausto)”. Esto generó que católicos polacos de las cercanías se
manifestaran en defensa de las monjas (ver ibid.).
El conflicto impactó internacionalmente. Así, un diario británico tituló: “Un horror más en Auschwitz” (Ibid.).
Pero, además, la pugna escaló cuando católicos instalaron una gran cruz de madera de seis metros de altura
en los terrenos adyacentes al campo. El propio Juan Pablo intervino en la disputa “ofreciendo fundar un
nuevo convento carmelita unos pocos cientos de yardas más lejos” (Ibid.). Las hermanas hicieron eso en 1994.
Y se obtuvo un compromiso por el que “los líderes judíos aceptaron que la cruz permanecería en el terreno
cerca de la muralla (del campo), pero sólo temporalmente” (Ibid.).
A comienzos de 1998 “el gobierno polaco –quizás respondiendo a la presión de senadores estadounidenses
amigos de los judíos (presión ejercida justo antes que el Senado de Estados Unidos votara la admisión de
Polonia a la OTAN)- anunció que la cruz, como antes el convento, sería removida” (Ibid.). Pero un mes
después el primado católico de Polonia, el cardenal Jozef Glemp “insistió que la cruz debería permanecer
donde estaba. Líderes judíos protestaron nuevamente, generando expresiones de inquietud en el Vaticano”
(Ibid.; pp. 4-5). Y, a la vez, católicos polacos plantaron nuevas cruces arguyendo que también murieron
católicos en el campo. “La disputa se agravó a lo largo de 1998, escalando hasta el punto que católicos
radicales plantaron en el terreno aparatos explosivos caseros. Más de cien pequeñas cruces fueron
colocadas en el terreno. Finalmente, en 1999, en un extraño ‘compromiso’, el Parlamento polaco aprobó
una ley que removía las cruces pequeñas pero dejando permanente la cruz papal” (Ibid.; p. 5).
Evidentemente que todo este largo y penoso episodio nació de una actitud torpe y soberbia del Vaticano
y de la jerarquía católica polaca. Era obvio que todo intento –aunque fuese parcial- de “cristianización” de
las víctimas de los campos de exterminio nazi se extendía a los seis millones de víctimas judías del
Holocausto, evento en cuyos condicionantes históricos está terriblemente presente una historia de siglos
de odios, discriminaciones y persecuciones antisemitas de la Iglesia Católica y de otras iglesias cristianas.
El que no existiese la mínima delicadeza de que toda “presencia católica” en dichos lugares requería –sí o sí-
de un acuerdo previo entre ambas religiones, demuestra una gigantesca falta de empatía del Vaticano
hacia los judíos. Y peor aún fue que la “solución” del problema no haya sido tal, sino una imposición del
Estado polaco virtualmente católico.
Por otro lado, el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica publicado por el Vaticano en 1992 no avanzó nada
en el tema del reconocimiento y del perdón de la Iglesia por los siglos de promoción del antisemitismo. Ni
siquiera, en la obra de centenares de páginas ¡se menciona el “antisemitismo”! Y eso que se cita la
Declaración conciliar Nostra aetate (referida a los judíos, entre otras religiones), pero solo para confirmar
que de la muerte de Cristo no puede responsabilizarse a todos los judíos de entonces ni menos a los de hoy;
y que tampoco los judíos son réprobos y malditos por Dios. ¡Pero le quitó el inciso siguiente donde se
“reprobaba” (¡no se condenaba!) el antisemitismo, aunque sin mencionar la asociación histórica que había
habido del catolicismo con el antisemitismo (ver Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de Editores del
Catecismo, Bilbao, 1992; Párrafo 597, p. 140; y Documentos del Vaticano II, BAC, Madrid, 1972; p. 617).
Es cierto que el Catecismo confirma la prelación del amor sobre la fe y el consecuente abandono de la tesis
medieval de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”; citando para estos efectos la Constitución Dogmática
del Concilio sobre la Iglesia, Lumen Gentium. Sin embargo, añade un razonamiento que parte considerando
positivamente la religión judía, pero la termina menoscabando, al señalar: “La Iglesia, Pueblo de Dios en la
Nueva Alianza, al escrutar su propio misterio, descubre su vinculación con el pueblo judío ‘a quien Dios ha
hablado primero’ (Misal Romano). A diferencia de otras religiones no cristianas la fe judía ya es una respuesta
a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenece al pueblo judío ‘la adopción filial, la gloria, las
alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne’
(Epístola a los Romanos 9, 4-5), ‘porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables’ (Ibid.; 11, 29). Por
otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios
tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o el retorno) del Mesías: pues para unos, es la espera de
la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros, es la venida
del Mesías cuyos rasgos permanecen velados hasta el fin de los tiempos, espera que está acompañada del
drama de la ignorancia o del rechazo de Cristo Jesús” (Catecismo; Párrafos 839 y 840; p. 201).
Tampoco contribuye para nada a un mejoramiento de las relaciones con los judíos el siguiente texto del
Catecismo: “La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia, se vincula al
reconocimiento del Mesías por ‘todo Israel’ (Epístola a los Romanos 11, 26; Mateo 23, 39) del que ‘una parte
está endurecida’ (Romanos 11, 25) en ‘la incredulidad’ (Romanos 11, 20) respecto a Jesús. San Pedro dice a
los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados
sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido
destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios
habló por boca de sus profetas’ (Hechos 3, 19-21)” (Catecismo; Párrafo 674, p. 161).
Además, en la década de los 90 se configuró una actitud vaticana gravemente lesiva para las víctimas del
Holocausto y sus familiares. Se trató de su renuencia a indemnizarlos por los dineros malhabidos sustraídos
por los nazis y ustachas a los judíos durante la guerra y que terminaron en diversos bancos europeos. Esto
empezó en octubre de 1996 cuando un sobreviviente del Holocausto presentó una querella en una corte
federal de Nueva York contra un centenar de bancos suizos. La querella alegaba que los bancos habían
“adquirido y transferido oro que los nazis le saqueaban a los judíos víctimas, incluyendo el oro removido de
los dientes de aquellas” (Gerald Posner.- God’s Bankers. A History of Money and. Power at the Vatican; Simon
& Schuster, New York, 2015; p. 383).
Aquello fue seguido por una lluvia de querellas no sólo contra bancos suizos, “sino también contra bancos en
Austria, Alemania y Francia; y contra empresas alemanas por haber profitado de trabajo esclavo y contra
museos que exhibían arte robado por los nazis” (Ibid.; p. 384). Luego, en el verano (septentrional) de 1997 el
Departamento de Estado de Estados Unidos desclasificó un documento del 21 de octubre de 1946, en el cual
el agente del Tesoro, Emerson Bigelow, concluyó que del inmenso botín que se llevaron los fugitivos ustachas
croatas “aproximadamente 200 millones de francos suizos fueron mantenidos bajo custodia en el Vaticano
(cerca de 225 millones en dólares de 2014)”; y señaló que “el Vaticano había enviado el dinero a España y
Argentina a través de sus ‘canales’ o había usado esa historia como cortina de humo para cubrir el hecho de
que el tesoro permanecía en su repositorio original dentro del Vaticano” (Ibid.).
Posteriormente nuevos documentos de inteligencia estadounidenses desclasificados revelaron que “el Banco
Vaticano había usado intermediarios suizos al menos tres veces durante la segunda guerra mundial ya sea para
obtener dinero del Reichsbank o para transferir fondos a través de empresas colocadas en listas negras” (Ibid.;
p 385). Derivado de todas estas revelaciones, “Estados Unidos y una docena de países europeos contribuyeron
a un fondo de compensación por el Holocausto”. Pero “el Vaticano se negó a cooperar” (Ibid.).
Dado esto, el 10 de septiembre de 1997, el director europeo del Centro Simon Wiesenthal, Shimon Samuels,
tuvo una audiencia con el Papa. El atendía a la conferencia anual del Consejo Internacional de Cristianos y
Judíos y sabía que el Vaticano preparaba un “examen de conciencia” respecto de las relaciones históricas de
la Iglesia con los judíos. Por lo tanto, pensaba que era el momento ideal para solicitarle al pontífice que
abriese los archivos vaticanos del período, como lo habían hecho la generalidad de los países occidentales.
Sin embargo, “cuando Samuels le hizo la solicitud, el Papa se sentó silenciosamente, negándose incluso a
responder. Cuando más tarde le hizo el mismo pedido a monseñor Remi Hoeckman, secretario de la vaticana
Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, Hoeckman fue directo: la Iglesia ‘no trataría el tema:
está fuera de cuestión’” (Ibid.; p. 386).
Asimismo, cuando en noviembre de ese año, 41 países se reunieron en Londres para resolver que hacer con
las 5,5 toneladas de oro robadas por los nazis y encontradas por la Comisión Tripartita del Oro (creada en 1946
y que terminó sus funciones en 1998) el Vaticano se negó a asistir. Luego de fuertes presiones internacionales
envió a dos observadores. Y luego de más presiones los convirtió en delegados participantes. Pero cuando el
jefe de la Unión Internacional Romaní, Donald Kenrick, acusó que monedas y anillos de oro de 28.000 gitanos
asesinados en el campo de concentración croata de Jasenovac, habían terminado en dinero depositado en el
Banco Vaticano (IOR), el Vaticano no dijo nada y se negó a aceptar auditores en el IOR y a abrir sus archivos
secretos a historiadores. “El Vaticano rechazó también una súplica personal del subsecretario de Estado (de
Estados Unidos), Stuart Eizenstat, para ‘examinar sus documentos y ponerlos a disposición’” (Ibid.; p. 387).
Los representantes de la Iglesia “ni siquiera se comprometieron a cumplir con la fecha tope del 31 de diciembre
de 1999 que todos los demás países habían acordado para presentar sus propios informes históricos sobre
cualquier rol histórico que podrían haber tenido respecto de los bienes desaparecidos de las víctimas” (Ibid.).
Ello llevó al representante del Congreso Judío Mundial, Elan Steinberg, a señalar que “doscientas toneladas de
oro del gobierno croata pro-nazi fueron a parar al Vaticano. Aquí están ellos, una de las más grandes
instituciones morales del mundo, y se niegan a decirnos cuál fue su punto de vista, y mucho menos a hacer
algo para recobrar cualquier bien saqueado. Es terriblemente decepcionante” (Ibid.; pp. 387-8).