Por Felipe Portales
Sin duda que el no reconocimiento de un grave daño causado y la consecuente negativa a pedir disculpas
le quita mucha significación al trascendental paso de no querer seguir causando dicho daño. Es lo que se ha
visto en la actitud del Vaticano y –en general- de la jerarquía católica respecto de los judíos. No se borran de
una plumada siglos de odiosidades, discriminaciones y persecuciones por el solo hecho de que se eliminen los
fundamentos teóricos de aquellas atrocidades en la doctrina, la liturgia y la enseñanza. Si no hay un
consecuente reconocimiento de la verdad histórica y de una búsqueda de perdón, el cambio doctrinal queda
totalmente a medias. Queda sin posibilitar un efectivo reencuentro emocional y espiritual.
Es lo que ha pasado con el hecho de que Nostra aetate haya quedado “a mitad de camino” y no se haya
complementado durante las ya muchas décadas transcurridas desde el Concilio Vaticano II. En un principio
muy poco se podía esperar de Pablo VI, dado que fue una de las manos derechas de Pío XII en su política
antisemita durante y post segunda guerra mundial. Más aún cuando en el domingo de Ramos de 1965
reivindicó el fondo de la tesis de que los judíos fueron un “pueblo deicida”. Por lo mismo, muy poco valor
pudieron atribuirse a sus palabras de saludo, meses después, de Nostra aetate: “Los judíos nunca deben ser
objeto de nuestro desdén o desconfianza, sino objeto de nuestro respeto, amor y esperanza” (Michael
Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p.
215).
Así, solo puede destacarse favorablemente el que en 1974 haya convertido la Oficina Vaticana para las
Relaciones Cristiano-Judías en una más importante Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo.
Sin embargo, esta Comisión publicó en 1975 sus Notas para la predicación y la enseñanza, en las que se dijo
con total eufemismo: “Debemos recordar hasta qué punto el equilibrio de las relaciones entre los cristianos
y los judíos a lo largo de dos mil años ha sido negativo”; y la esperanza de que “la catequesis ayude a
comprender el significado para los judíos del exterminio de los años 1939-1945” (Peter Hebblethwaite.-
Pablo VI. El primer Papa moderno; Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1995; p. 535).
Estas posiciones conservadoras de Pablo VI fueron, además, consecuentes con el tono general de su pontificado el que –sin llegar por cierto a los extremos de Pío XII- significó una clara vuelta atrás de las
posiciones de Juan XXIII. Más allá de haber mantenido posturas críticas en materias de injusticias sociales
expresadas en su encíclica Populorum progressio (1966); impuso sus criterios restrictivos –contra la opinión
mayoritaria de la comisión que él mismo había convocado- respecto del control de la natalidad a través de
su encíclica Humanae vitae (1968); prohibió que el Concilio tratara temas como el celibato eclesiástico y
el mismo control de la natalidad; y vetó que el Concilio canonizara por aclamación a Juan XXIII, proponiendo
en vez de ello la aclamación simultánea de Pío XII, lo que por cierto no fue aceptado.
Además, “hizo cambios de último minuto en varios documentos claves”, como en la Constitución sobre la
Iglesia en que “enfatizó la primacía papal y la independencia del Papa a expensas de la colegialidad (con los
obispos)”, y en el decreto sobre el ecumenismo que lo hizo “menos conciliatorio hacia los protestantes”
(Thomas Bokenkotter.- A Concise History of the Catholic Church; Doubleday, New York, 1990; p. 363).
Por otro lado, el positivo final del Indice de Libros Prohibidos (Index) en 1966, se vio relativizado con la
mantención de la censura eclesiástica (Imprimatur). Y la sustitución de la Congregación del Santo Oficio
(antigua Inquisición) en 1965 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, si bien moderó sus métodos,
continuó con un tribunal para juzgar a los considerados heterodoxos sin respetar los principios básicos
del debido proceso (ver Hebblethwaite; p. 377).
Por otro lado, Pablo VI ya en 1973 y 1974 les hizo duras advertencias a los jesuitas por su creciente
promoción de la justicia social. Particularmente, el Vaticano vio con malos ojos el Decreto Cuarto (Servicio
de la fe y promoción de la justicia) que aprobó la Compañía en su Trigesimosegunda Congregación General,
el 3 de diciembre de 1974, y que decía: “La injusticia que atormenta nuestro mundo de diversas maneras
constituye, de hecho, un rechazo práctico de Dios, porque niega la dignidad de la persona humana, la
imagen de Dios y el hermano o hermana de Cristo. El culto del dinero, progreso, prestigio y poder tiene
como resultado el pecado de la injusticia institucionalizada, condenado por el Sínodo de 1971 y que
conduce a la esclavitud del oprimido y del opresor, a la muerte (…) Sin embargo, debemos tener en cuenta
que nuestros esfuerzos necesarios de promover la justicia y la libertad en el plano social y estructural, no
son suficientes por sí mismos. La injusticia debe ser atacada en sus raíces que están en el corazón humano,
transformando aquellos hábitos y actitudes que son los padres de la injusticia y que fomentan las
estructuras opresivas” (31° y 32° Jesuit General Congregation; Institute of Jesuit Sources, St. Louis,
Missouri, 1977; pp. 422-3).
Dada la historia y actitud ya reseñada de Karol Wojtyla con los judíos, se podía esperar mucho más de Juan
Pablo II. De hecho, se expresó siempre bien de los judíos y contra el antisemitismo, lo que recalcó en una
visita a Auschwitz en 1979 y luego de un atentado terrorista a la sinagoga de Roma en 1982 (ver Gerald
Posner.- God’s Bankers. A History of Money and Power at the Vatican; Simon & Schuster, New York, 2015;
- 341). Llegó a decir, incluso, en 1994 que “este pueblo (judío) extraordinario sigue mostrando signos de su
elección divina” (Daniel Goldhagen.- La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente; Taurus,
Buenos Aires, 2003; p. 226). Por otro lado, reconoció finalmente el Estado de Israel en 1993. Y en 2000 fue a
Israel, concurriendo en Jerusalén al Museo del Holocausto Yad Vashem y, más todavía, yendo al Muro de los Lamentos y colocando allí una oración como lo hacen todos los judíos. Y en ella decía: “Dios de nuestros
padres. Tú has escogido a Abraham y a su descendencia para que tu Nombre fuese llevado a las gentes.
Estamos profundamente apenados por el comportamiento de cuantos en el curso de la historia han hecho
sufrir a estos tus hijos y pidiéndote perdón queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el
pueblo de la Alianza” (Iton Gadol; 3-4-2005).
Sin embargo, no llegó a reconocer y pedir perdón por los profundos daños causados por la Iglesia a los
judíos. Y a través de numerosas conductas, el Vaticano no mostró una adecuada sensibilidad frente a las
grandes heridas dejadas. Así, se mostró totalmente renuente a exonerar en 1983 a un importante consultor
del Banco Vaticano (IOR), el banquero alemán Hermann Abs, acusado de haber sido un alto ejecutivo de una
empresa que usó trabajadores forzados durante el nazismo. En efecto, el 11 de enero de 1983 el Centro
Simon Wiesenthal de Estados Unidos “anunció que un grupo investigador había juntado testimonios ante un
subcomité del Senado de Estados Unidos de 1945, con información de una biografía de 1979 del Papa Juan
Pablo II, concluyendo que Abs había sido un ejecutivo de la compañía que dirigió la cantera donde los nazis
habían tenido a prisioneros polacos, incluyendo al futuro Papa, como trabajadores forzados rompiendo
piedras durante la guerra” (Posner; pp. 340-1).
Incluso, frente a la creciente presión de la prensa por el tema, a fines de febrero Juan Pablo le dijo a Abs y
a su jefe en el IOR, el controvertido arzobispo Paul Marcinkus: “Su fe debe ser más fuerte que lo que ustedes
leen en los diarios, especialmente en esta difícil época… Yo también leo los diarios. Ustedes pueden leer
muchas cosas increíbles en los diarios que no tienen ni una pizca de verdad” (Ibid.; p. 341). Más aún, en abril
de 1983, en el marco de una visita papal a Estados Unidos, Juan Pablo reiteró su negativa a hacerlo, pese a
que esta vez se lo pidió en persona el rabino Mervin Heir, director del Centro Wiesenthal, acompañado de
otros 29 miembros del Centro…
Por otro lado, el amistoso gesto de Juan Pablo II de efectuar por primera vez una visita papal a la sinagoga de
Roma, el 13 de abril de 1986, fue opacado por no reconocer en su intervención –ni menos pedir perdón a
nombre de la Iglesia- el silencio de Pío XII cuando en octubre de 1943 cerca de mil judíos romanos fueron
apresados por los nazis y exterminados en Auschwitz. En su dolida respuesta, el presidente de la comunidad
judía de Roma, Giacomo Saban, le recordó que “lo que estaba pasando en una de las orillas del Tíber no
podía ser desconocido en el otro lado del río, ni tampoco lo que estaba pasando en otras partes en el
continente europeo” (James Carroll.- Constantine’s Sword. The Church and the Jews; A Mariner Book, New
York, 2001; p. 525).
Tampoco, por cierto, ayudó a la reconciliación católico-judía el que el Vaticano continuara honrando al
presidente de Austria (y ex secretario general de la ONU), Kurt Waldheim, luego de saberse en 1986 que
había desempeñado roles, -que había ocultado en su curriculum vitae– en los servicios de inteligencia del
ejército alemán, cuando este cometía múltiples atrocidades en la Grecia ocupada durante la segunda guerra
mundial. Así, mientras Waldheim se convirtió en un “paria internacional” (Estados Unidos le prohibió su
entrada al país) Juan Pablo lo recibió en el Vaticano en 1987; y cuando ya ni siquiera era presidente de
Austria en 1994, el nuncio en Viena, Donato Squicciarini, lo condecoró “con la Cruz de la Orden de Pío IX,
como reconocimiento de sus esfuerzos en favor de la paz” (Tad Szulc.- El Papa Juan Pablo II. La biografía
definitiva; Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1995; p. 362).
Asimismo, tampoco podía ayudar en este sentido el categórico apoyo dado por Juan Pablo en su viaje
a Estados Unidos en septiembre de 1987 al proceso de canonización de Pío XII, luego de sus silencios
públicos comprobados mientras se desarrollaba el Holocausto: “Estoy convencido que la historia revelará
cada vez más clara y convincentemente cuán profundamente Pío XII sintió la tragedia del pueblo judío y
cómo trabajó dura y efectivamente para asistirlos durante la segunda guerra mundial” (Peter
Hebblethwaite.- Pope John Paul II and the Church; Sheed & Ward, Kansas, 1995; p. 166). Como lo señaló
el mismo Hebblethwaite, “es difícil, después de la publicación de los documentos diplomáticos de
tiempos de guerra del Vaticano, pensar en algún futuro descubrimiento en los archivos vaticanos que
cambie nuestra imagen de Pío XII. Mientras uno puede creer que los silencios de Pío han sido a menudo
mal interpretados, los juicios sobre la “efectividad” de su ayuda a los judíos pueden ser estadísticamente
comprobados. Juan Pablo puede difícilmente creer que él tiene un acceso privilegiado a la verdad
histórica” (Ibid.).