Por Juan Pablo Cárdenas S.
Las explicaciones pueden ser muchas, pero lo que parece inobjetable en los resultados de la última competencia electoral chilena es que la extrema derecha es la franca ganadora de estos comicios para elegir un Consejo constituyente. A medio siglo del magnicidio de Salvador Allende y del inicio de la Dictadura Militar, lo cierto que el más feliz debiera ser Augusto Pinochet, puesto que su Carta Magna de 1980 sigue vigente y quienes ganan estos comicios son los más férreos partidarios de su legado.
Es inobjetable también que el conjunto de expresiones de centro izquierda y centro derecha tuvieron un desempeño lamentable. El único partido o movimiento que logró poco más de un cinco por ciento, de entre la veintena que participó de este proceso, fue el Partido Comunista. Pero su porcentaje se calcula en relación a los votos válidamente emitidos, porque si se tomara en cuenta todo el universo electoral su apoyo no excedería el dos o tres por ciento.
Tal como lo indica el destacado analista político Luis Casado, de los comicios del 7 de mayo último se deduce que hubo más de un 34 por ciento de abstención y votos nulos y blancos, lo que desmerece mucho la representatividad democrática de los que resultaron elegidos. En un país, para colmo, en que el sufragio es obligatorio.
Lo más impresionante, sin embargo, es que hasta aquí no hay colectividades que decreten su extinción o castiguen el pésimo desempeño de sus dirigentes. En la mesa de colectividades oficialistas convocada por Gabriel Boric para analizar los comicios volvieron a sentarse representantes que no marcaron ni siquiera un uno por ciento, sin que se sepa que el Mandatario les haya hecho un reproche o les adelantara un consecuente reajuste de gabinete. Aunque sí trascendió que el Jefe de estado podría convocar a formar parte de su gobierno a una colectividad como la Democracia Cristiana, partido que obtuvo también uno de los magros resultados y que se sabe cruzada por profundas desavenencias internas. La cosa es sumar apoyos a cuenta de lo que sea cuando siempre es posible brindarles una cuota de poder dentro de la abultada administración pública.
En menos de un año las expresiones vanguardistas que llevaron a Boric a La Moneda ya no se atreven a proclamar su pureza ideológica ni “superioridad moral” respecto de los que gobernaron antes con la Concertación Democrática y la Nueva Mayoría. Prácticamente todos forman parte ya del oficialismo y se constituyen en una fuerte traba a la posibilidad de que el joven Jefe de Estado pueda cumplir con sus promesas electorales. Mientras que el Partido Republicano que resultó victorioso se encargará de perpetuar las principales directrices de la Constitución autoritaria y poco democrática todavía vigente. Al mismo tiempo que bloquear en el parlamento la reforma previsional, tributaria, de la salud y otras.
Pero no todo está perdido, en realidad. El voto de los últimos comicios más bien fue en contra de Boric y el que estiman una administración errante que no resuelve los problemas de seguridad, cuestión que las encuestas señalan como la principal preocupación nacional. No hay duda que ello puede obedecer más a la pobre madurez cívica del electorado que a su regresión ideológica o programática. Las demandas sociales, no hay duda, siguen vigentes y bien instaladas en la opinión pública, además que los votantes en realidad no asumen que el triunfo de la ultra derecha puede menoscabarlos, toda vez que en discurso populista de los ganadores se habla hasta de justicia social y se prometen mejores salarios, más hospitales y viviendas.
Ciertamente existe un treinta y cuatro por ciento de ciudadanos que hay que encantar electoralmente, sobre todo cuando se sabe que esta cifra ha sido muy incrementada por el voto de izquierda duro y desilusionado de la gestión gubernamental como del rendimiento de partidos que están sumidos en su oficio de repartirse los cargos de la administración pública, así como deslizarse por el tobogán de la corrupción. Por todos lados se habla de “refundación”, pero hasta aquí nadie promete su necesaria disolución, más allá de la posibilidad que algunos partidos del oficialismo y de la centroderecha acuerden fundirse para lograr un mejor desempeño electoral.
Muchos se extrañan de que Chile, que parecía ser el primer país en sepultar el neoliberalismo, muestre ahora victorioso a un partido como el Republicano señalado como neofascista y ultracapitalista. La balanza, se dice, se ha inclinado ahora hacia el otro extremo, pero lo cierto es que lo más gravitante no son estos sino aquel porcentaje del 34 por ciento que está muy por encima de todas las preferencias marcadas en estos comicios. Por algo ya se han manifestado voces en favor de una política insurreccional y “de masas” que vuelve a desahuciar como antaño a las elecciones y a la llamada “democracia representativa” Por lo que muchos auguran que de no avanzar en las reformas solo alimentará un nuevo estallido social. Un temor que mantienen los grandes empresarios e inversionistas extranjeros.