Los triunfos electorales de Gustavo Petro, Xiomara Castro, Gabriel Boric, Pedro Castillo, el retorno del MAS al gobierno boliviano y el de Lula a la presidencia de Brasil, junto a las victorias en las urnas de Andrés Manuel López Obrador y Alberto Fernández inauguraron una nueva ola de gobiernos progresistas en América Latina.
Fruto de importantes movilizaciones populares contra la violenta imposición de un ya desgastado neoliberalismo en la región, la construcción de alianzas amplias logró reconquistar la dirección política en varios feudos gobernados durante décadas por personeros del capital.
Con ello se reactivaron aspiraciones de autodeterminación, integración y multilateralismo, que habían sido postergadas por el reflujo conservador posterior a la oleada de gobiernos populares de inicios de siglo.
Ante esta reconfiguración del mapa político regional y al igual que lo acontecido en ocasiones anteriores, la reacción conservadora no se haría esperar. Una combinación de maniobras judiciales, golpes parlamentarios, ahogo financiero, entre otras presiones imperialistas extorsivas, una cerrada difamación mediática e incluso intentos de magnicidio, se sucederían contra las figuras políticas que auguraban un viraje positivo en las políticas públicas en favor de las mayorías.
En paralelo, ensombreciendo el panorama, las fuerzas de extrema derecha, luego de acabada su dolorosa gestión gubernamental en Brasil y su derrota en las urnas por poco margen, vuelve a recobrar protagonismo con los resultados de la reciente elección de consejeros constitucionales en Chile, el apoyo de un importante número de paraguayos a una opción ultraconservadora y el redoble de tambores alrededor de una figura afiebrada y mediáticamente inflada para las próximas elecciones en Argentina.
Ante esta avanzada reaccionaria, lejos de caer en un alarmismo fútil o un pánico inmovilizador, cabe primero que todo una profunda reflexión sobre su trasfondo y una posterior acción decidida.
Pasado, presente y futuro en la conciencia colectiva
Esta erupción de postulados políticos violentos presenta innegables similitudes con tragedias históricas anteriores. La crisis financiera producida por la volatilidad de la economía especulativa, la proyección de culpabilidad hacia minorías – ayer judíos y gitanos, hoy migrantes -, el rechazo a la diversidad, los discursos de odio, amplificados ahora de modo segmentado y masivo por el uso de canales digitales, la altisonancia y el histrionismo mesiánico y las falsas promesas de pasados míticos idílicos, configuran un escenario de evidentes semejanzas con rasgos presentes en las sociedades europeas de la primera mitad del siglo XX. Elementos que abonaron el terreno para el surgimiento del fascismo y la hecatombe de guerras posteriores.
Por otro lado, el presente de las poblaciones es objetivamente asfixiante. La miseria se agiganta, mientras los minúsculos sectores adinerados pretenden refugiarse en el cinismo y la anestesia ante el sufrimiento ajeno, acudiendo a la represión, la criminalización y la expansión de las adicciones como infame respuesta al legítimo reclamo de los grandes conjuntos por condiciones de vida dignas.
A su vez, cierta “corrección política”, impuesta por el poder a través de los medios del sistema como “líneas rojas” que no pueden ser franqueadas, hace flaquear la posibilidad de estos nuevos gobiernos de cumplirle realmente al pueblo las consignas de campaña. A esto se suma la debilidad intrínseca de los frágiles pactos de intereses particulares, el corto tiempo de sus mandatos, el enquistamiento en los distintos poderes del Estado de funcionarios proclives al inmovilismo y los candados legales que el mismo sistema instituye para continuar sin cambio de fondo alguno.
De este modo, quienes fueron interpelados para estampar con su voto su voluntad de transformación, sienten que han sido estafados por la lentitud, tibieza o incluso traición en el accionar de mandatarios y parlamentarios que no dan la talla. Surge así la tan mentada muletilla de la “clase política”, usada hasta la saciedad por los energúmenos de la derecha radical, que no solo entronca con cierta evidencia de postergación de las necesidades reales de los pueblos, sino que recuerda y es funcional a aquella degradación de lo público y lo político tan cara – en su doble acepción – para la ideología neoliberal.
La contradicción verdadera es mucho más profunda. En el marco de un sistema en el que el dinero es el verdadero poder, amo, señor y dios de la organización social y la escala de valores de la época, la gestión política resulta apenas una pieza del entramado. En ocasiones, sirviendo con valentía y buenas intenciones como un escudo protector ante el insano ataque capitalista y en otras, favoreciendo la destrucción o actuando como un señuelo para distraer la mirada del fondo de la cuestión.
A este presente pantanoso, se suma la gran inestabilidad que sienten los individuos, producto de una aceleración del tiempo histórico, provocando la desaparición de referencias existenciales anteriormente válidas, al tiempo que se fracturan los lazos de hermandad y cercanía, arrojando a grandes contingentes humanos al desamparo y la soledad.
Finalmente, el malestar interno, característico de todos los finales de época, se ve aumentado por la sensación de futuro sin salida alguna. Las imágenes de mejoría social progresiva, que representaban un horizonte creíble en los períodos del industrialismo, en los que estudiar y trabajar con tesón eran preceptos que daban sostén al cotidiano esfuerzo, hoy resultan consignas vacías en un marco evidente de precarización, desocupación e incertidumbre.
Todo esto explica porqué, en un contexto de globalización forzada por apetencias corporativas, pero también de interconexión creciente de culturas y pueblos, el crecimiento de las ultraderechas y los irracionalismos fanáticos no es un asunto local que pueda resolverse por completo en ámbitos restringidos, sino que se ha convertido en un fenómeno mundial.
Qué no hacer
Ante este panorama psicosocial, cuya expresión en la arena política facilita coyunturalmente la aparición y la adhesión a personajes grotescos – que obviamente no resolverán, sino que complicarán los conflictos-, es bueno prevenirse de adoptar actitudes negligentes o catastrofistas.
Minimizar estos fenómenos, negando su existencia, no hace sino permitir su operatividad. Muy conocidas son las líneas del poema “Primero vinieron”, erróneamente atribuidas al dramaturgo alemán Brecht y expresadas originalmente en un sermón por el pastor luterano antinazi Martin Niemöller, quien advertía sobre las consecuencias fatales de la indiferencia.
A su vez, maximizar su importancia, vuelve sombría la escena, sembrando terror e impotencia, al tiempo que, dando una entidad desmedida a posturas canallescas, impide ver aquellos factores también presentes que alientan y construyen en dirección evolutiva.
Absolutamente desaconsejable es degradar al propio pueblo por su elección, tildándolo de ignorante, de ingenuo o de servil. Muy por el contrario, cabe reconocer el frecuente defecto de las “minorías ilustradas” de no lograr entablar un diálogo efectivo con la franja social más vulnerada en sus derechos y oportunidades, cayendo en burbujas de autoafirmación que se desvanecen al verse contrastadas con el rechazo popular.
Por último, externalizar de modo absoluto las causas del avance del irracionalismo en la esfera política con referencia a los manejos del imperialismo, las maniobras de los grupos de poder o la omnipresente propaganda de los medios hegemónicos a su servicio, disminuye la comprensión integral y, una vez más, empequeñece la intencionalidad de los pueblos y su capacidad de sobreponerse a esos embates, aunque ciertamente los factores citados constituyan una parte del problema a título de auto preservación sistémica en tiempos de crisis.
Qué hacer
Del diagnóstico anterior, forzosamente reducido al marco de una nota de análisis periodístico, se desprenden algunas posibilidades de acción inmediata y mediata.
La clave general es la erradicación de toda forma de violencia, sea ésta física, económica, religiosa, étnica, psicológica, moral, de género, etc. Violencia que, en su naturalización objetiva y subjetiva, da cobijo a las actitudes reaccionarias.
La No Violencia, como estadio superador de la especie humana, en permanente cambio y evolución, debe convertirse en el nuevo paradigma de la organización social, las relaciones interpersonales y la actitud individual y colectiva.
Desde ese horizonte será posible erigir las utopías transformadoras en todas las esferas y espacios. Así, el cambio político tenderá a incluir la participación popular directa como única garantía de un tipo nuevo de democracia, promoviendo la autogestión y la co-gestión, acortando de este modo las distancias entre los asuntos públicos más generales y la vida cotidiana de la población.
Para que esto sea efectivo, será preciso descentralizar el poder hacia la base social, hacia la comunidad misma, pero también, al mismo tiempo, desarmar la concentración en pocas manos, interfiriendo en los mecanismos especulativos y corporativos, fortaleciendo el sistema económico cooperativo, apoyando a los medios comunitarios, brindando a las personas un sustento básico universal, adhiriendo a experiencias alternativas en curso como el comercio justo, la agroecología o las tecnologías libres, entre muchas otras.
Pero sobre todo, es necesario desligar el ideal felicitario del consumo irracional materialista, que no solo acarrea sufrimiento en la imaginación por su insaciabilidad, sino que nos vuelve competidores y no aliados en la causa por el bien común.
Como es lógico, esto no será posible sin un cambio simultáneo en la interioridad de los grandes conjuntos, transformación que al igual que los imprescindibles cambios sociales, conlleva dedicación y recursos aplicados. En este sentido, la creación de programas oficiales en co-gestión comunitaria que brinden espacio para que cada persona y colectivo pueda desactivar en su propia conciencia y conducta la violencia interna, deberían ser prioritarios.
En cuanto a la acción inmediata, es preciso reconstruir el tejido social, animando a familiares, colegas, vecinos y desconocidos a rebelarnos ante los muros que pretenden separarnos. Acoger al otre con los brazos abiertos, brindarle protección y calma ante la zozobra, saltar por sobre el individualismo lacerante, ayudar a integrar crecientemente las diferencias y discrepancias, ir más allá de lo que divide y valorar lo que nos une, se vuelve hoy imperativo.
Para lograr ese trato cálido y alimentar la esperanza en este tiempo de agonías estructurales, el camino es comenzar a sentir lo verdaderamente humano en cada uno y cada una, no simplemente su presencia objetal o animal, sino la intención que lo caracteriza y la aspiración de crecimiento y liberación que vive en ese grandioso ser.
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.