8 de mayo 2023, El Espectador
“Disenso” es una palabra que me hace pensar en Carlos Gaviria. Fue él quien me enseñó con una mezcla de sabiduría, alegría y profundidad la riqueza que cabe en esas siete letras. Muchas veces hablamos sobre los idearios y los diálogos que se construyen a partir de las diferencias y cómo estar en desacuerdo no debe ser fuente de violencia, sino de apertura a otra forma de ver las cosas y, mutuamente, darnos permiso de pensar distinto. Y oír. Oír sin atropellar. Oír sin prejuzgar. Oír sin odio. Oír con el espíritu desarmado. Mientras discrepar es una expresión de autonomía, odiar es la degradación de la conversación y una pérdida de libertad.
La semana pasada hubo una explosión de agresividad en las redes y corrió mucho veneno por unos micrófonos que nunca debieron prestarse a la injuria, a la ofensa que –entre la vehemencia y la grosería– terminó por herirnos a todos.
Me refiero al maltrato que sufrieron el senador Humberto de la Calle y el padre Francisco de Roux, dos hombres de paz a quienes la violencia verbal prefirió crucificar, en vez de escuchar.
El martes en el Congreso, De la Calle dio su voto negativo en un tema muy sensible, respecto a la inclusión de un punto sobre las recomendaciones de la Comisión de la Verdad en el Plan Nacional de Desarrollo. Sensible, digo, para las víctimas del conflicto armado, sensible para el actual gobierno, para las instancias derivadas del Acuerdo de Paz que él mismo lideró y logró, y para quienes nos hemos empeñado –como él– en desviolentizar a Colombia. Ante la tormenta desatada, él, con total honestidad e independencia, explicó su decisión. Vi sus videos, oí sus reservas y leí su columna en la revista Cambio. Sus declaraciones son firmes, serenas y puntuales. Yo, sin embargo, me sostengo en que no habría votado como él lo hizo; pero eso no importa. Esta columna no se trata de eso. Se trata de la urgencia de aprender a manejar los desacuerdos de una manera civilizada. La agresividad no puede seguir siendo el idioma nuestro de cada día.
Nadie con dos dedos de sensatez podría avalar las barbaridades que le dijeron a Humberto de la Calle, gestor de un acuerdo de paz que ha sido modelo en el mundo. Si los insultos salieron de bodegas o de cuentas falsas, no interesa. El hecho es que alguien los produjo, alguien los pensó y escribió. Alguien le dio rienda suelta a la infamia, y una horda de violentos mimetizados entre amnésicos de oficio, maltrató injustamente a De la Calle.
Y ni qué decir de las expresiones de la senadora Cabal contra Pacho de Roux, un hombre astralmente bondadoso. Los ataques contra el padre De Roux no solo fueron injustos y atrevidos, sino que uno, al otro lado de la transmisión, acabó con el corazón triste, frustrado, por no haber podido defenderlo, por no haber encontrado la forma correcta de frenar semejante chorro de improperios. Pacho es el ser humano que más se me parece a la imagen que tengo de la bonhomía constructiva, esa no abstracta, la más difícil, la que de verdad le sirve a la humanidad.
Lamento mi impotencia frente a la sevicia; lamento no haberles podido dar un escudo protector, un apaciguador de furias para que la difamación no hubiera tocado ni de lejos al senador De la Calle y al padre De Roux. Colombia tiene todo el derecho de controvertirlos, todo el deber de respetarlos, y ojalá tuviera la sensatez de agradecer su legado.
Quedó claro que no se necesita un gran talante para estar de acuerdo; es el disenso el que exige altas dosis de inteligencia, decencia y humildad. Y parece que, por ahora, estamos a años luz de lograrlo.