Por Ricardo Baeza

Ad portas de un nuevo proceso eleccionario en Chile, de consejeros para una segunda redacción de propuesta constitucional, algunos grupos que en el anterior proceso aprobaban los cambios han estado llamando esta vez a anular masivamente el voto. Buscan manifestar un profundo descontento con la apropiación que ha hecho de este nuevo proceso el mundo político tradicional, el que se asume no cuenta con legitimidad ante la ciudadanía y cuyo poder y malas prácticas precisamente se pretenden modificar con un recambio constitucional.

La opción me parece completamente válida. Anular un voto es manifestar rechazo por todas las alternativas existentes, una declaración política de desafección del proceso. Pero en el minuto en que se propone masificar la anulación con el fin de deslegitimar todo el proceso eleccionario y así pretender obligar al mundo político a rehacerlo, devolviendo el proceso a las fuerzas ciudadanas, creo que no sólo es pecar de ingenuidad sino caer en un completo desvarío.

En un contexto de estado moderno, donde las decisiones políticas se deciden por los apoyos mayoritarios ciudadanos, las elecciones se transforman en las instancias claves de legitimación. Y para garantizarla, se incluyen mecanismos que obliguen a llegar a una decisión que se muestre mayoritaria y, así, legitima. Uno de ellos es considerar como votos válidos sólo los que indiquen con claridad preferencia por alguna de las opciones. Y eso excluye a los nulos y a los blancos. Por eso, salvo mencionarlos al inicio de los recuentos, como una suerte de dato anecdótico, no se contabilizan en los porcentajes finales. Para todo efecto práctico, operan exactamente igual que no haber ido a votar (aunque para el individuo votante sea políticamente significativo y mucho más responsable hacerlo). Eso implica que, más allá de convertirse en un acto de significación y desahogo en lo personal, no tiene efecto alguno en las decisiones políticas generales.

¿Y si los votos nulos llegaran a ser más que todos los votos válidos? Mención aparte de la improbabilidad de que ello ocurra, el efecto es el mismo que si sólo fueran 4 o 5 votos nulos, no entran en el recuento y no afectan en los porcentajes finales. Eso sí, sería un tema de conversación en el debate público durante un par de semanas y les daría pantalla a los analistas y politólogos de turno, hablando de problemas de legitimidad de fondo. Pero de efecto real, nada de nada. No olvidemos que hasta hemos tenido presidentes gobernando con un apoyo inferior al 25% del universo electoral, o congresistas ocupando escaños con un 1% o menos de votación directa, y aún así todo sigue adelante. El sistema electoral tiene reglas para legitimar el resultado que no necesariamente coinciden con el ideal de legitimación política que les gustaría a todos los ciudadanos.

Participar de una elección es involucrarse en una decisión de rumbo para la política nacional. Para que la dirección resultante sea justo la que nosotros queremos, es necesario que nuestra orientación sea la misma que la de la mayoría de los votantes. A veces aquello ocurre, lo que es genial. Pero cuando eso no pasa, la pregunta a hacerse es ¿me daría lo mismo que ganara cualquiera otro de los rumbos en juego? Aquí los idealistas dirían que si, que si no gana nuestra opción da lo mismo cualquier otra, amparados en un purismo que lo único que consigue es encerrarlos más en sus convicciones ideológicas. Un pragmático en cambio diría que no, que es infinitamente mejor un camino no tan alejado de mi ideal que uno que me lleve más bien hacia el lado contrario.

La política necesaria, la que permite dialogar y llegar a acuerdos, se compone de un fuerte realismo pragmático. Cada proceso se convierte en un campo de negociaciones y de cálculos, de ceder en algunos puntos con el fin de lograr mantener en las agendas lo medular de las propias posturas. No entender eso, creer que en política es el todo o nada, es no comprender como funcionan los procesos políticos ni los fenómenos sociales en democracia

En un contexto como el que actualmente vivimos en el país, con la delincuencia e inseguridad instalada y magnificada por la cobertura de unos medios ideológicamente dirigidos, ¿dónde estará puesta la sensibilidad ciudadana al minuto de votar? ¿sobre qué temas? ¿hacia qué candidatos inclinarán sus simpatías? No hay que ser un gran analista para saber que los sectores que más se benefician de este escenario son los conservadores extremos. Y votar nulo, en el caso de que se hubiera podido optar por una alternativa más favorable a los cambios, tiene el efecto directo de favorecer precisamente a dichas posturas extremadamente conservadoras, aumentando artificialmente su porcentaje y creando una sensación de que son muchos más de lo que son.

Finalmente no descuidemos la importancia del estado de ánimo de las masas ciudadanas. Cuando se empieza a notar que una fuerza ideológica es cada vez más visible y significativa, el ánimo ciudadano se suele modificar y también aumentar paulatinamente sus simpatías hacia ella ¿De verdad ese es un escenario mejor para los que promueven la anulación masiva de votos que votar pragmáticamente por una alternativa menos lejana a las propias posturas? Realmente no me lo creo