Chile debe ser uno de los países del mundo que más le debe a la solidaridad internacional y a las naciones e instituciones de Derechos Humanos que contribuyeron enorme y ejemplarmente a la lucha de nuestro pueblo por liberarnos de la dictadura pinochetista y recuperar la democracia.
Cientos de miles de compatriotas encontraron asilo en el extranjero, incluso allí donde las diferencias políticas y culturales resultaban ostensibles.
Por cierto, esta diáspora les ocasionó muchos problemas a los países anfitriones, especialmente a aquellos que eran todavía más pobres que nosotros. Es un hecho que entre los que abandonaron nuestro territorio hubo muchos que no eran necesariamente exiliados políticos, así como son incontables los casos de aquellos que se dedicaron a delinquir de las más diversas maneras. Sin embargo, nos consta que muchas de estas situaciones se enfrentaron sin estridencia de manera de no ocasionar entre los pueblos de acogida animadversiones o expresiones xenofóbicas. Miles de chilenos, además, se quedaron definitivamente en el extranjero mientras que en los que insistieron en retornar hubo quienes hasta recibieron financiamiento y apoyo para ello. Incluso para otorgarles recursos que pudieran serviles para su reinserción laboral y familiar en Chile.
Ya nos hemos referido a la enorme contribución que han prestado miles de inmigrantes que en los últimos años se han radicado a lo largo de todo nuestro territorio, aunque realmente debemos lamentar que entre ellos hayan llegado delincuentes, narcotraficantes y otros que hoy tienen en jaque nuestra seguridad. En la agricultura, minería y tantas otras actividades su aporte ha sido invaluable y, por lo general, remunerado por debajo de lo que reciben los trabajadores chilenos por las mismas actividades. Cuando el Empresario Presidente invita a los venezolanos a venirse a Chile, sin duda obra con el cálculo que estos podrían servirle mucho al mundo patronal que los empleaba. Aunque, como decimos, se hayan colado muchos maleantes que ciertamente están trastornando severamente nuestra convivencia.
Es lamentable que le haya tocado a un gobierno que se declara de izquierda hacer frente, ahora, a la decisión de militarizar nuestras fronteras para impedir el acceso de nuevos inmigrantes, al tiempo que dictar leyes que le dan más atribuciones a las policías para reprimir a los infractores, encarcelarlos y expulsar al exterior a los que llama inmigrantes ilegales. Autoridades enormemente presionadas por una situación de inseguridad que es muy exacerbado por los medios de comunicación y en que la derecha política como la económica ven la posibilidad de desestabilizar el régimen democrático. Además de alentar populismos y caudillos que perfectamente pudieran conducir al poder a un nuevo dictador o tirano como el que ya tuvimos.
Es evidente que en todos estos últimos años ha quedado muy en duda nuestra vocación democrática y que lo que más prospera en la población es otra vez el deseo de un gobierno fuerte o autoritario. En el olvido, por supuesto, de que el “orden” que han impuesto los gobiernos castrenses y de facto nos acarrearosn miles de víctimas, cientos de miles de desocupados, además de la cesión al extranjero de buena parte de nuestros recursos naturales, bosques, aguas, yacimientos y prácticamente la totalidad de nuestras empresas nacionales.
Luego de 17 años de dictadura cívico militar el número de pobres superaba el 40 por ciento, el ingreso salarial estaba muy por debajo de los estándares internacionales, así como la propiedad de los sistemas de salud y educación habían quedado dominados por los inversionistas y especuladores extranjeros. Los que se hicieron dueños, además, del sistema previsional que, con sus AFPs, son los responsables de las pensiones miserables que hoy afectan a más del 80 por ciento de los jubilados, salvo que hayan pertenecido a las Fuerzas Armadas y policiales.
Lo implementado por los gobiernos de la posdictadura no ha logrado corregir la abismante desigualdad social y la concentración escandalosa de la riqueza, lacras que explican, por sobre todas las causas que se imputan falsamente, el desarrollo del malestar popular, las explosiones sociales, la misma criminalidad y la consolidación del narcotráfico.
A ello, es evidente también que la dictadura y los gobiernos que le sucedieron son responsables de los altos grados de corrupción que hoy se aprecian en la política y las instituciones públicas, fenómenos que también alientan la violencia, la lenidad del sistema judicial y el desvergonzado asalto al erario nacional y al bolsillo de los consumidores consumado por la alta oficialidad militar y policial, como por las colusiones empresariales. Al grado que hoy se descubren miles de licencias médicas fraudulentas, con cargo al sistema público de salud, acreditadas por facultativos inescrupulosos, mientras que las entidades privadas de las isapres en plena crisis económica continúan asignándose millonarias utilidades.
Lo lamentable es que quienes nos gobiernan y los partidos que, se supone, debieran velar por la prosperidad social caen rendidos ante las falacias de la derecha y sus medios informativos, especialmente de la televisión. Dispuestos a aprobar leyes que son reprochadas por las organizaciones internacionales de los DDHH y, ahora, consolidando un sistema constituyente con “expertos” y representantes de partidos que digitan una nueva Carta Magna que, en lo sustantivo, se parecerá mucho a la heredada de la Dictadura y débilmente remendada posteriormente. En que los pocos representantes del pueblo ejercerán su tarea completamente maniatados por los acuerdos políticos ya negociados y convenidos por las cúpulas políticas y aprobados por un Congreso Nacional que carece completamente de legitimidad y prestigio. A puertas cerradas, por supuesto, como se hace todo dentro del orden democrático y el estado de derecho del que se presumen tanto derechistas como izquierdistas.
Pero la desvergüenza es tan alta que una periodista recién es expulsada de una conferencia de prensa por un oficial presente por el desliz que tuvo esta destacada profesional de llamar “paco” a un carabinero, un término poco reverente pero que desde siempre es el apelativo que el pueblo usa comúnmente para referirse a los “guardianes del orden” en nuestro país. Hoy investidos de facultades extraordinarias por el Ejecutivo y el Parlamento para detener y usar sus armas apenas sientan que su vida esté amenazada, en lo que se ha denominado “gatillo libre”. Ya sea en el desierto nortino, la Araucanía y las ciudades en las que poco a poco las autoridades consienten en poner bajo estados de emergencia y recurrir incluso a las Fuerzas Armadas para vigilarnos y apuntarnos con armas de grueso calibre que se asemejen a las que introducen fácil e impunemente por nuestros puertos y fronteras los carteles de la droga instalados en todos nuestros barrios y poblaciones. En la sospecha de que operan con la complicidad de muchas autoridades políticas, policiales y judiciales.