Latinoamérica, en los últimos 30 años, progresivamente se ha convertido en una de las regiones más peligrosas del mundo en términos de seguridad ciudadana. De acuerdo a datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), año 2022, de los primeros 10 países del mundo con el índice de criminalidad más alto 7 se encuentran en nuestro hemisferio y de las 20 naciones percibidas como las más peligrosas del mundo 11 están en el hemisferio americano.
Desde el punto de vista de la letalidad, el año 2019, América Latina registró el 42% de todos los homicidios violentos del mundo y para el 2021 de los 20 países con mayores índices de homicidio 18 son naciones pertenecientes al hemisferio; datos llamativos y alarmantes si consideramos que poco menos del 14% de la población mundial se concentra en América Latina y si evaluamos la percepción de inseguridad que manifiesta la ciudadanía.
Lo estadístico contrasta drásticamente con la repetitiva expresión, muy usada políticamente, de describir nuestra región como “territorio de paz”.
En este contexto, la seguridad ciudadana pareciera ser un tema indomable para cualquier gestión gubernamental. Los innumerables planes de seguridad, decenas de leyes y sanciones punitivas, múltiples alianzas políticas frente al tema, mayores recursos y aumento de contingente de fuerzas armadas y un sinnúmero de medidas de contención, no han logrado frenar esta estadística y su funesta huella de violencia en nuestras sociedades. Un ejemplo de esto son los datos de la encuesta IPSOS, realizada en 28 países de todos los continentes, y que señala que las mayores preocupaciones de las personas en Chile son el crimen y la violencia, ubicándose nuestro país en el primer lugar del ranquin en este tema, por quinta vez consecutiva.
La violencia es de los fenómenos sociales más complejos y presente a lo largo de toda la existencia humana. Muchas de sus expresiones son causa y efecto al mismo tiempo. El debate sobre seguridad en Chile no puede obviar que la violencia se da tanto en los delitos comunes como también en fenómenos arraigados en nuestro trato y psicología.
Es innegable que la sociedad se ha vuelto más hostil, y no todo es atribuible a la delincuencia, pues hemos normalizado la violencia como una manera de solucionar nuestros problemas. Ya no son solamente los números y tipo de delitos, sino que hoy la vida humana ha perdido valor y se pone potencialmente en juego cada vez con más frecuencia. Por lo mismo, las violencias y la inseguridad deben ser abordados desde una perspectiva más multidimensional e integral, atendiendo a otros indicadores como por ejemplo la salud mental (somos uno de los países con peores indicadores en salud mental), los índices de pobreza y desempleo que se correlacionan irremediablemente con los de delincuencia.
En esa línea, la crisis económica y su empeoramiento debiese traducirse hacia 2023, por lo mismo, en un aumento aún mayor de la delincuencia.
Pero ¿qué pasa cuando la delincuencia escapa de niveles normales? ¿Cuándo las capacidades de contención de los sistemas represivos y judiciales son sobrepasadas? ¿Cuándo algunas autoridades indican que la delincuencia tiene tomado a un país y en jaque al Estado de Derecho? ¿Cuándo una sociedad se ve embargada por el miedo a la delincuencia, convirtiendo la violencia en su principal preocupación? ¿Cuándo la corrupción en las entidades estatales y públicas a la par de la ineficacia de la justicia en la persecución de delitos, contribuyen a la desprotección de las víctimas?
Es en tal contexto en que, para muchos, la delincuencia deja de ser un “fenómeno normal” y se subentiende que las y los ciudadanos están dispuestos a sacrificar sus libertades públicas y derechos en aras de la seguridad convirtiéndose la lucha contra ella en un problema político, de primer orden, apareciendo rápidamente, y como la mejor solución, el poder punitivo, fenómeno extrajurídico, meramente político con un aspecto represivo y un poder de vigilancia que se ejerce sobre toda la población.
Dicho de otra manera, el poder punitivo se refiere al ejercicio exclusivo que tiene el Estado, para ejercer la violencia legítima en beneficio de los integrantes de la propia comunidad, y parece ser que está vía está creciendo a nuestras espaldas, en simultáneo a la delincuencia y a la sensación de inseguridad, permitiendo a ciertas ideologías instalar la creencia de que es mejor “pagar los vidrios rotos que adoptar medidas necesarias y diligentes para evitar volver a romper el cristal”.
Muestra de esta insistencia, en soluciones que no van a la raíz del problema, es la aprobación, por parte de la Cámara de Diputados de la Ley Rain-Retamal, cuyo trámite legislativo se impulsó rápidamente luego del asesinato de la sargento de carabineros Rita Olivares Rayo. Tal aprobación ha sido cuestionada por diversas personalidades y entidades del ámbito legal y de derechos humanos.
Mayores sanciones para quienes atenten contra las diferentes policías del país y mayores facultades a Carabineros es la materia del proyecto de ley Naín- Retamal, siendo una de las medidas más comentadas la legítima defensa privilegiada, que invoca la presunción del uso justificado de armas de servicio y otros medios de defensa por parte de uniformados y policías de civil. (Cabe señalar, para la reflexión, que mayoritariamente los decesos de miembros de la policía nacional, entre los años 2017 y 2023, corresponden a fallecimiento por accidentes en procedimientos policiales y no a homicidios o hechos de violencia.) fuente: carabineros.cl con fecha 28 del presente mes y año.
Mauricio Duce, abogado y director del Programa de Reforma Procesal y Litigación de la Universidad Diego Portales, señaló en el programa “Política en vivo”, que el proyecto le parece inadecuado por el aumento de las penas en algunos delitos, por querer establecer la legítima defensa privilegiada y que Carabineros no comparezca como imputado. En la primera situación, el abogado señala que el uso de las armas de fuego ha existido por décadas en la labor policial y nuestra legislación permite resolver las problemáticas asociadas a esa situación, y querer aumentar esa facultad es dar casi una carta blanca al uso de ellas. Es más, señala que hay reglas bien consolidadas y que son generosas para justificar el actuar de carabineros, refutando así la idea instalada por ciertos sectores políticos de que en el último tiempo se le han quitado atribuciones a Carabineros.
En cuanto a la calidad de imputado hace referencia, a qué técnicamente, esta calidad atribuye una serie de derechos y una serie de mecanismos de defensa que no se activan al comparecer cómo testigo, enfatizando que la pretensión de “hacer que nunca un Carabineros pueda ser responsable por ocupar un arma de fuego, es una irresponsabilidad que no existe en ningún estado de derecho civilizado”.
Quien también cuestionó, la efectividad de estos proyectos, fue Claudio Nash, Doctor en Derecho y Coordinador de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, considerando está fusión una expresión de populismo penal. “Una cuestión que yo diría que está bastante clara de la experiencia comparada y de la propia experiencia en Chile es que el aumento de penas no contribuye a la prevención de los delitos”. Nasch igualmente aborda la dicotomía entre mantener la seguridad y el respeto de los derechos humanos indicando que “si se actúa de una manera tal que se violen los derechos humanos al buscar la garantía de la seguridad, lo que termina pasando es que se deslegitima la actuación policial”.
Por su parte, la directora del Instituto de Derechos Humanos, entrega argumentos suficientes, en su declaración del día de hoy, que dicen relación con el fracaso de estos proyectos al no hacerse cargo de los verdaderos problemas operativos en seguridad e inclinarse desproporcionadamente hacia Carabineros al presumir su inocencia, favoreciendo su impunidad, juzgando de antemano la calidad de delincuentes de sus posibles víctimas (recordemos los conocidos montajes en lo relativo a la reivindicación mapuche y los casos emblemáticos de Camilo Catrillanca, Gustavo Gatica y Fabiola Campillay: víctimas o delincuentes?); además de plantear dudas sobre la igualdad ante la
ley, garantía para todos quienes habitan en este país. “No olvidemos que se le entrega prácticamente inmunidad a Carabineros por los daños que causen a terceros o a sus bienes materiales durante un operativo policial. Esto último, además, viola el deber del Estado de entregar justicia a todos los afectados por su actuación”.
Ante esta realidad, la reflexión que se necesita hacer es sobre si los métodos de contención han aportado avances o han ido quedando obsoletos; si las fuerzas de seguridad pública están preparadas para afrontar esta dinámica con apego a los derechos humanos y al estado de derecho.
Y muy importante, si nuestro sistema judicial ha dado la respuesta procesal adecuada, en tiempo y forma, y si cuentan con un contingente profesional proporcional para remediar los altos porcentajes de casos de delitos de todo tipo, protegiendo a las víctimas como objeto central de su tarea, reconociéndose parte incumbente en el tipo de vida social del país.
Pero, sobre todo, amerita reflexionar si como conjunto humano de esta sociedad, promovemos herramientas para la gestión pacífica de los conflictos y el fomento de una cultura de la paz y la tolerancia, como tarea de primer orden. Diferentes acciones, a nivel mundial, dejan en evidencia la necesidad de avanzar en la Paz y la No Violencia (“Marcha por la Paz -1962”, “Marcha Mundial por la Paz – 2009”, “2000 sin Guerras”, “Marcha por la Paz con Justicia y Dignidad – 2011”, etc.)
En esto, el mundo político debería contribuir dando el ejemplo y no continuar siendo otra expresión de la violencia, al insistir en caminos y modos de acción que no han mostrado resultados reales hasta ahora en ningún lugar del planeta.
Redacción colaborativa de M. Angélica Alvear Montecinos; Guillermo Garcés Parada y César Anguita Sanhueza. Comisión de Opinión Política