Por Ricardo Baeza Weinmann
El diccionario define el hastío como la sensación de cansancio, aburrimiento, dejadez o pesadez inspirada por algo o alguien. Me parece que es un buen término para reflejar el principal estado de ánimo de la ciudadanía ante el inminente proceso eleccionario del 7 de mayo (que definirá quiénes conformarán el Consejo Constitucional, el organismo que escribirá la segunda nueva propuesta de constitución).
No siempre tenemos conciencia de la importancia del estado de ánimo general de la población en el desarrollo de los procesos sociales. Pero lo cierto es que son de relevancia central. Operan como la energía que moviliza y direcciona la acción de las mayorías. Puede que haya sectores específicos que, amparados en una ideología fuerte o en convicciones inamovibles, manifiesten cierta inmunidad a ese efecto del ánimo de las masas. Pero en un contexto político social como el actual, con un estado moderno donde la legitimación pasa por el apoyo de las mayorías, el destino de las políticas públicas está vinculado, querámoslo o no, al ánimo general ciudadano.
Si el ánimo es de desencanto generalizado con el mundo político, ningún gobierno parecerá bueno y se evitará darle continuidad; lo que lleva inevitablemente a sufrir este estado pendular de cambio de timón de izquierda a derecha, a izquierda y a derecha cada 4 años. Si la clase política de turno buscó como salida a la crisis del estallido social ofrecer un cambio constitucional, el ánimo les fue propicio y el 80% de los votantes dijo que sí. Se ofreció incorporar a la Convención a líderes sociales, fuera del mundo político, y por ese mismo ánimo de querer cambiar las cosas la ciudadanía los apoyó masivamente. Pero luego se instaló el desencanto por el actuar de la Convención, no tan distinto a las malas prácticas del mundo político tradicional. Y finalmente terminó ganando el rechazo con un 62%, un giro que sorprendió a muchos, quienes no comprenden que el estado de ánimo de las mayorías es lo más determinante en estas instancias de votación.
Si es tan determinante el estado de ánimo general de la población, no debiera extrañar que la política electoral se convierta en la práctica en un esfuerzo de los pequeños grupos por convencer y alterar el estado de ánimo de las mayorías, utilizando para ello todos los recursos que estén a su mano. Y aquí el lugar de la propaganda ocupa un rol central, el poder hacer llegar ideas potentes (tanto las favorables verdades como las convenientes y elaboradas fake news) a la mayor cantidad de personas posibles.
¿Y si no todos los grupos tienen el mismo grado de acceso a los recursos de propaganda? Pues la pelea termina por ser bastante desigual. Por eso quienes no cuentan con medios de comunicación masivos a su disposición deben recurrir a mecanismos alternativos y estrategias mucho más intensivas en modalidades cara a cara. Y eso implica disponer de organización y de muchas personas que se sumen voluntariamente para articular dichas estrategias (las mismas que cuesta más movilizar cuando el ánimo general no es el más favorable)
Ese es el estado actual entre el sector conservador, que no pretende hacer cambios relevantes al actual marco constitucional, y el sector que promueve los cambios más de fondo. El primero cuenta con todos los medios de difusión posible y ha logrado articular una exitosa campaña en contra de los cambios; mientras que el segundo se encuentra todavía sumido en la frustración de la derrota pasada y en el desánimo desesperanzador.
¿Qué tienen en común ambos sectores? Que los conservadores no quieren ni oír hablar de cambios constitucionales y los pro cambio están tan desanimados que tampoco parece importarles un proceso que ya dan por perdido de antemano y con mayor razón al ver que los partidos políticos han llenado con las mismas caras de siempre las posibles candidaturas a constituyentes.
Y así, ya a nadie parece importarle el proceso. El aburrimiento y el hastío se han convertido en el ánimo imperante y más generalizado. Algo extremadamente conveniente para los conservadores, pero un escenario suicida para quienes aún albergan algo de esperanza de querer cambiar las cosas; pues no se trata sólo de elegir los nombres para el Consejo, sino además de mantener vivo en el aire mientras dure su labor el ánimo vivo de que existe fuerza ciudadana que quiere cambios significativos. Sin ese ánimo despierto, las decisiones del Consejo seguirán la dirección de las únicas fuerzas visibles, las del conservadurismo. Y será eso lo que quedará establecido como marco regulatorio de nuestra ley durante varias décadas más.
La puerta aún sigue parcialmente abierta ¿sucumbiremos al hastío suicida o mantendremos el espíritu vivo para mirar con algo de orgullo a las nuevas generaciones y poder decir que no nos ganó la frustración y que logramos hacer algo por su futuro?