La guerra es incompatible con la justicia, la democracia o la libertad. Apoyarla, contribuir a que se cronifique, también. ¿A cuántas pacifistas y antimilitaristas se ha dado la palabra para que expliquen sus propuestas?
Por Ovidio Bustillo García
Se ha cumplido un año de la foto de los tanques rusos invadiendo Ucrania. En torno a ella se ha articulado un discurso bélico patriótico (“Salvar a Europa”) justificando el apoyo incondicional de la OTAN a un conflicto con consecuencias imprevisibles que pudo evitarse. Ciertamente, la invasión es injustificable, atenta contra el derecho internacional y ha provocado un inmenso sufrimiento a millones de personas. Parar la guerra es hoy un objetivo tan urgente como necesario que salvará vidas. Contrasta la emoción y los esfuerzos por salvar una vida más en catástrofes como los últimos terremotos, con el escaso interés por salvar vidas de naufragios previsibles y con el entusiasmo con el que se alimenta una guerra que está matando a centenares de miles de personas, sin querer ponerle fin.
Si de verdad queremos la paz tenemos la obligación de no instalarnos en la foto fija, la demonización y el maniqueísmo de buenos y malos, para hacer el esfuerzo de ver “toda la película”, hacer un análisis honesto, hacer autocrítica, parar la guerra y volver al diálogo abandonado por todos los actores. Para dar algunas pinceladas que otros autores han desarrollado ampliamente, la guerra en Ucrania comenzó en realidad tras el Euromaidán, alentado por los EEUU y otros países europeos, cuando la región del Dombás, mayoritariamente de lengua y cultura rusas, se opuso a la pérdida de sus derechos y a la imposición del nacionalismo ucraniano, con episodios tan trágicos como la quema de la sede de los sindicatos en Odesa, con cerca de cincuenta muertos. La guerra abierta no acabó con los acuerdos de Minsk, utilizándose los ataques de unos y otros como acusaciones mutuas de violaciones del alto el fuego. Los acuerdos se firmaron entre Ucrania, Rusia, Francia y Alemania, los dos últimos como representantes de la OSCE y garantes del acuerdo. Según revelan algunas noticias sobre los representantes europeos del momento, ni François Hollande ni Angela Merkel creían en los acuerdos y sólo los firmaron como una manera de ganar tiempo para entrenar y pertrechar al ejército ucraniano, tarea que durante ocho años ha hecho el ejército americano, con ayuda de otros países de la OTAN, especialmente Reino Unido y Polonia.
La de Ucrania es una guerra que, como las matrioskas, contiene varias guerras
Nos encontramos, pues, con una guerra preparada y querida, o al menos, no evitada cuando fue posible. Tenemos guerra porque se preparó la guerra, cuando se pudo trabajar por la paz. Es una guerra compleja que tenemos que analizar desde las estrategias de poder y dominación, del reparto del mundo y del saqueo de los recursos. Podríamos decir que es una guerra que, como las matrioskas, contiene varias guerras. A la guerra entre Rusia y Ucrania se le superpone la guerra entre la OTAN y Rusia, que utilizan a Ucrania como escenario de sus disputas geopolíticas. En un nivel inferior tenemos una guerra interna, civil, entre ucranianos y, dentro de ella, entre los oligarcas y multimillonarios que detentarán el poder económico, e indirectamente, el político, de Ucrania. Es posible que haya otra guerra entre los desheredados de las salvajes políticas ultraliberales impuestas en Ucrania y las oligarquías que se beneficiaron de tales políticas, aunque los medios no nos hablan de ella y menos, cuando la guerra se impone y silencia cualquier reivindicación social o de clase. Me detendré en denunciar sólo algunos de los tópicos y falacias que justifican y alimentan esta guerra, y en apuntar alternativas de paz.
El trampantojo y caricatura de la libertad
La propaganda oficial en la que estamos inmersos insiste una y otra vez en que esta es una guerra por la libertad, no sólo de Ucrania, sino de toda Europa. Ciertamente, el régimen ruso no se caracteriza por su amor a la libertad pero tampoco el régimen ucraniano, con los partidos de la oposición prohibidos, los sindicatos y todo aquello que pueda molestar a su proyecto nacionalista. Ambos, también, están en el pódium de los países más corruptos. Para colmo de cinismo y demostrarnos que es una guerra por la libertad, se han prohibido en Occidente todas las informaciones que puedan llegar de Rusia, alegando que son propaganda de guerra. ¡Buena manera de entender la libertad! ¿No es propaganda de guerra lo que aparece cada día en los medios mayoritarios de comunicación en España? ¿Tan mal nos han educado para que no podamos acceder a otras informaciones, contrastarlas y distinguir la propaganda de la información? ¿A cuántas pacifistas y antimilitaristas se ha dado la palabra para que expliquen su posición en esta guerra? Se ha preferido despreciarlas y demonizarlas sin concedérsela. La libertad controlada desde los poderes no es libertad. Como el amor, la justicia y la paz, la libertad es una de esas grandes palabras sobadas y torturadas que se acaban utilizando para todo. Así, lo mismo vale para tomar cañas, justificar el maltrato animal, dar un golpe de estado o hacer una guerra, como la de Afganistán por la “libertad” duradera. Ahora es, de nuevo, la palabra mágica para justificar el envío masivo de armamento a Ucrania, violando la prohibición de enviar armas a países en conflicto. Uno de los países más implicados en esta guerra es Polonia, que no está precisamente entre aquellos donde florecen las libertades, con un régimen autoritario que limita derechos fundamentales de sus ciudadanos y que tiene detenido, hace más de un año, al periodista español Pablo González, sin ninguna prueba. Y parece que no es el único periodista detenido o expulsado. Como en el caso de Julián Assange, es evidente que los periodistas independientes incomodan y, en nombre de la libertad, hay que impedir que se conozcan las fechorías y crímenes de guerra de “los buenos”. No, no corren buenos tiempos para la libertad en toda Europa, con el auge de los partidos más autoritarios, proclives a las soluciones militares, al resurgimiento del nacionalismo y a la limitación de derechos. Apoyar a un ejército como el ucraniano, impregnado de históricas figuras nacionalistas poco amantes de la democracia y con “prestigiosos” batallones abiertamente admiradores del nazismo, no parece la mejor manera de defender la libertad. Tampoco para España corren buenos tiempos, pese a tener un gobierno progresista. Tras más de cuatro años de prometer la derogación de la Ley Mordaza seguimos sufriendo el recorte de derechos y libertades fundamentales, mientras hacemos el esfuerzo de financiar la guerra y enviar tanques para la libertad. No, ésta no es una guerra por la libertad.
La legítima defensa, farsa y coartada
Otro de los grandes argumentos que se han esgrimido en esta propaganda de guerra para justificar la implicación y el envío masivo de armas es el de la legítima defensa, dando un salto cualitativo para justificar toda violencia. Las armas no son necesariamente el mejor modo de ejercer la legítima defensa y, ni siquiera, el más eficaz. Cabría preguntar a los defensores de la legítima defensa si el argumento de enviar armas a los países agredidos vale también para la legítima defensa del pueblo palestino, del pueblo saharaui o de Yemen, por citar sólo algunos países donde el gobierno español está en el lado del agresor. Cabría preguntarse si, en nombre de la legítima defensa, además de enviar armas a Ucrania para que se defienda de Rusia, habría que enviar armas al Dombás para que legítimamente se defendiera de Ucrania. El negocio de la venta de armas mejoraría notablemente con esta teoría. Llevando el argumento al absurdo, podríamos preguntar si a los desheredados de todos los Estados les asiste el derecho a la legítima defensa para levantarse en armas contra quienes les explotan y esclavizan y que los propios Estados les faciliten las armas para ello. El sentido de la legítima defensa es el de preservar, en primer lugar la vida, la integridad física y los medios de subsistencia. El gobierno de Zelenski, bien entrenado y asesorado por la OTAN, ha optado por la vía armada. Más de 100.000 personas ucranianas han perdido la vida; el destrozo de bienes, viviendas e infraestructuras es incalculable; millones han tenido que huir o refugiarse en Europa o Rusia. No parece que el balance sea muy halagüeño. Quizá la respuesta armada no haya sido la más acertada. A lo largo de la historia se han dado otras respuestas que, aunque parezcan poco heroicas, han conseguido salvar vidas y recursos. En 1968 las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia ante las políticas de apertura de Alexander Dubcek. El ejército se quedó en los cuarteles y fue la población civil quien hizo uso de una improvisada resistencia noviolenta, con un largo catálogo de acciones imaginativas que minaban la moral de la tropa, dificultaban la represión y mostraban al mundo el rostro de la Unión Soviética, de cuya política se distanciaron buena parte de los partidos comunistas europeos. Aunque hubo algunos muertos y varios cientos de miles abandonaron el país, se preservó la vida y los medios de subsistencia de la inmensa mayoría de la población. Al menos, los miles de jóvenes en edad militar que hubieran muerto en la guerra no podrían hoy disfrutar de la jubilación. En Ucrania también se han dado algunos episodios exitosos de resistencia noviolenta improvisada, aunque muy puntuales. Tengo muy serias dudas de que Zelenski haya elegido la mejor opción para los pueblos de Ucrania sacando las tropas el 24 de febrero de 2022. Cierto que el ejército ucraniano llevaba ocho años de arengas patrióticas, entrenamiento y fuerte incremento del gasto militar. Era el momento oportuno para practicar lo aprendido.
Los Estados administran los territorios pero no son sus dueños
Como en casi todas las guerras, si se pudiera rebobinar la historia, creo que ni Rusia ni Ucrania hubieran tomado la opción de la guerra. Hoy la realidad de Ucrania es terrible y parece que lo peor está todavía por llegar. El envío de más armas agravará la situación, aumentará las muertes y la destrucción, y se ahondarán las trincheras de culturas que han convivido durante siglos. La resistencia checa, junto con muchos ejemplos de resistencia civil a la ocupación nazi, las luchas por la descolonización como la de Gandhi en la India, y otras luchas emancipatorias o por los derechos civiles, han dado pie a un amplio repertorio de herramientas, metodología y estrategias de lucha y resistencia noviolenta, mostrando la eficacia y posibilidades de la misma. Ante la pesadilla de la realidad ucraniana me tomo la licencia de soñar qué hubiera pasado si, desde hace treinta años, los líderes ucranianos hubieran decido prescindir del ejército y preparar una defensa noviolenta. Tal opción hubiera evitado la guerra del Dombás, limitado el nacionalismo excluyente, reducido las altas tasa de pobreza y desigualdad al utilizar para fines sociales los recursos militares, hubiera cohesionado a las distintas minorías sumándolas a un proyecto común, hubiera evitado alinearse con alguna potencia militar y convertirse en una amenaza para nadie, con lo que se hubiera evitado también la guerra. El principal problema para que estos sueños se conviertan en realidad es que los políticos nunca tomarán por sí mismos tales decisiones si no son presionados por una población consciente, pues una población entrenada para la resistencia a un invasor es capaz también de enfrentarse a las políticas injustas, arbitrarias o antisociales de sus propios gobiernos. Para poner en práctica este modelo de defensa noviolenta, que implica un respeto a los derechos humanos, una búsqueda de la verdad y la razón, y lejos del fanatismo, además de asumir el riesgo de exponer el cuerpo, hace falta no sólo una gran convicción sino también algo realmente importante que defender. ¿Qué tenían que defender los jóvenes ucranianos hace un año en un país plagado de corrupción, asolado por experimentales políticas neoliberales de desposesión, sin formación y sin trabajo digno? Esto explica que una buena parte de los millones de refugiados sean jóvenes que se niegan a servir de carne de cañón y a empuñar armas contra otros jóvenes con los que, hasta hace poco, convivían. La huida forma parte de las estrategias de legítima defensa y, en ocasiones, es lo más sensato. Sobre esta realidad tenemos muy poca información, porque desmoraliza a la tropa y es más fácil calificarlos de cobardes que analizar la realidad. La persecución a objetores y desertores forma parte del catálogo de violaciones de derechos humanos, tanto en Ucrania como en Rusia.
Funeral por la democracia y los derechos humanos
Si queremos que no haya guerras debemos dejar de prepararlas y dar prioridad a otros mecanismos de resolución de los conflictos. Ninguna victoria hace justicia ni resucita a los muertos. La violencia y la guerra no son la solución y siempre empeoran los problemas. En un año de guerra ya hemos visto quiénes la van ganando: las empresas de armamento, las empresas energéticas, la banca armada (sin cuya financiación no se construirían dos terceras partes de las armas), las opciones políticas más nacionalistas y autoritarias, la xenofobia y el racismo, las desigualdades… Ganan los negocios más sucios, pierden las personas, los derechos humanos y el planeta. Hasta ahora la guerra ha servido para dar salida al stock de armas de empresas y estados, exportar la chatarra a Ucrania convirtiéndola en un vertedero. Ha servido también para probar nuevas armas que pronto estarán en los mercados, para acelerar la producción y venta de más armas y para justificar un aumento exponencial del gasto militar, en detrimento de las necesidades más perentorias y reales. Lejos de aprender la lección de cómo haber evitado la guerra, la OTAN ha emprendido una peligrosísima carrera hacia adelante en su intento de control del mundo sin tener en cuenta la legalidad internacional. A su señalamiento a Rusia desde hace años como enemigo se suma ahora China como el próximo enemigo a batir.
La invasión de Ucrania es la excusa y coartada para aumentar el gasto militar de la OTAN, que ya supone el 54% del gasto militar mundial. No es por la defensa, es por el control y el dominio del mundo y sus limitados recursos. Los gobiernos, sumidos en la lógica militar y en el control del lobby armamentista, no darán un paso hacia la sensatez a menos que la ciudadanía nos levantemos contra las guerras, contra quienes las hacen, las preparan, las financian y sacan beneficio de ellas. ¡Ni un euro para la guerra! Pero también ¡ni un voto para la guerra! Hace unos meses asistimos a una pantomima de la democracia con el referéndum de Rusia en las regiones ocupadas. La guerra es incompatible con la justicia, la democracia o la libertad. Eso mismo pudo haberse hecho de forma pactada y democrática cuando todavía había ciertas condiciones de libertad. Debemos insistir en la idea de que los Estados administran los territorios pero no son sus dueños. Los territorios pertenecen en primer lugar a quienes los habitan. Que un estado plurinacional como Ucrania se haya embarcado en un nacionalismo excluyente ha sido un grave error que Europa no supo atajar enfrentándose a las ambiciones de los EE.UU. Estamos pagando muy cara esa sumisión; y es hora de que aprendamos a resolver los conflictos territoriales desde la democracia, el derecho, la mediación, la negociación, el diálogo, las consultas… pero nunca con la guerra. ¡Qué mal ejemplo están dando los Estados! Las mayorías de los estados plurinacionales no deben aplastar los derechos de las minorías; ni las nuevas mayorías, en caso de independizarse un territorio, deben aplastar a la nueva minoría, privándola de derechos y libertades fundamentales.
Los gobiernos no darán un paso hacia la sensatez a menos que la ciudadanía nos levantemos contra las guerras, contra quienes las hacen, las preparan, las financian y sacan beneficio de ellas
No debemos tener miedo a que los conflictos territoriales se resuelvan democráticamente y desde el respeto a los derechos humanos: el miedo debe ser a resolverlos con la guerra. Si algo debimos aprender con la Declaración de los Derechos Humanos después de la II Guerra Mundial, es que estos son universales y están por encima de cualquier patria.
Propaganda de guerra, deshumanización del enemigo y criminalización de la denuncia
Por mucho que la elaborada propaganda de guerra occidental insista, esta no es la guerra de Putin. Viene muy bien su imagen para encarnar el mal y hacerle responsable de toda las miserias y crímenes que se producen desde uno y otro bando, pero a la hora de la verdad no ayuda a comprender la guerra, ni a pararla ni a restaurar, en lo posible, una paz justa. Es la guerra de un estado del que Putin tiene la inmensa responsabilidad de ser el jefe, pero no el único responsable de lo que sucede. Un eventual asesinato de Putin no garantiza el fin de la guerra y muy probablemente la alimentaría. El lenguaje no es inocente; a menudo incluso desde el antimilitarismo hemos caído en la simplificación de lemas como “ni Putin, ni OTAN”. Parece injusto contraponer a un sólo hombre, por poderoso y malvado que sea, con una organización militar que acapara más del 50% del gasto militar mundial.
Criminalizar a todas las personas de todos los pueblos y culturas rusas rompe el más elemental sentido de la justicia. Allí miles de ciudadanos se juegan su libertad por protestar contra la guerra
La propaganda de guerra, en su afán de generalizar el odio hacia todo lo ruso, está demonizando a todos los rusos en una generalización odiosa e irracional, como si todos pensaran igual y fueran responsables de los crímenes de sus dirigentes. Los rusos, como los españoles o los ucranianos, tienen distintas formas de pensar, de actuar, de sentir la guerra, de enfrentarse o apoyar los autoritarismos autóctonos, de votar o de abstenerse. Criminalizar a todas las personas de todos los pueblos y culturas rusas rompe el más elemental sentido de la justicia, es una provocación a la verdad y rompe puentes muy necesarios para la reconstrucción del tejido social el día después de la guerra. No olvidemos que en Rusia miles de ciudadanos se juegan su libertad por protestar contra la guerra. Esta visión generalizadora y maniquea provoca tremendas injusticias que pueden llegarnos hasta la puerta de casa. Estoy pensando en Iván (nombre ficticio), un niño de origen ruso que cursa primaria en un colegio de Madrid y que se ha quedado sin amigos por su origen ruso, según me cuenta un compañero que lleva a su nieta al mismo colegio. Culpabilizar al pequeño Iván de los crímenes de la élite dirigente rusa es tan monstruoso como irresponsable, gracias a la propaganda de guerra occidental. Nadie nos puede garantizar que si en vez de estar Putin en el poder hubiera estado otro dirigente no hubiera habido guerra, pues el temerario acercamiento de la OTAN a la frontera rusa es, en sí mismo, una amenaza que no ayuda a la distensión sino a la desconfianza y preparación de la guerra. Habrá que analizar por qué Europa no recogió la oferta de Gorbachov de trabajar por la “casa común europea” tras la caída de la URSS y por qué la OTAN, cuando ya no había enemigo ideológico, transgredió el razonable acuerdo de no expandirse más allá de la Alemania reunificada.
El antimilitarismo está con quienes sufren, no con quienes matan
La propaganda de guerra, en la que si no aplaudes a Zelenski es porque estás con Putin y viceversa, que sólo admite una visión en blanco y negro, se ha cebado también con antimilitaristas o pacifistas por negarnos a elegir bando en esta guerra infernal de poder. Como antimilitarista no puedo alinearme con ninguno de los contendientes ni de sus ayudantes, aunque no me es indiferente lo que está sucediendo. Mi solidaridad está con lo que los estrategas de la geopolítica y militares llaman efectos colaterales de las guerras: con las familias y amigos de quienes perdieron a sus seres queridos enviados como carne de cañón o de necesidad a una guerra que no era la suya; con quienes perdieron sus hogares, sus sueños, sus recuerdos por bombas diseñadas para matar, destruir y entristecer; con los objetores y desertores de todas las guerras y de todos los ejércitos que se niegan a ser utilizados como peones en las estrategias de dominio y control del mundo; con las personas refugiadas que huyen de la locura de la guerra, de la posibilidad de ser reclutadas o de la asfixia patriótica que los acosa; con las personas que cuidan, acogen y reparan los estragos de la guerra, sin sembrar más odio, arriesgándose a ser represaliadas por poco patriotas al ayudar también a quienes la propaganda califica de enemigo, aunque sea tu vecina de toda la vida; Estoy con las antimilitaristas de todo el mundo que, desde hace más de cien años, gritamos que “la guerra es un crimen contra la humanidad” y no vamos a participar en ninguna. Esta guerra no es una excepción.
¿Por qué habría de posicionarme en una guerra de dominio y de poder? No es mi opción como no es la opción de un vegano elegir entre cochinillo al horno o cordero asado. Siguiendo el símil culinario, recuerdo las conversaciones de adolescentes jugando a la trampa de los dilemas, exigiendo posicionarse ante la alternativa de preferir comer un plato de mocos o un plato de caca, mostrando luego gran jolgorio y asco ante cualquier elección. Perdonen si prefiero otros menús.
Es especialmente doloroso en esta guerra y en esta España el secuestro y resignificación de las palabras para que den la razón a la sinrazón de la guerra. La palabra paz se ha retorcido hasta significar lo mismo que guerra, con expresiones como “enviar tanques para la paz”, “ganar la guerra para ganar la paz”, “ser pacifista hoy es enviar tanques a Ucrania” o tener la desvergüenza de llamar “fondo europeo para la paz”, al dinero que nos quitan para comprar armas para Ucrania. Nos roban la paz y la palabra, pero nos queda el grito ¡No a las guerras!, a ninguna guerra; ¡No a los ejércitos!, porque ningún ejército defiende la paz; ¡No a la preparación de la guerra!, finalmente, porque nunca las armas sembraron la paz.
Hace unos milenios era más fácil el sueño de convertir las espadas en arados. Hoy, a la cantidad ingente de armas diseñadas para matar y destruir no es fácil darles una utilidad civil. ¿En qué reconvertir un arma nuclear o poderosos misiles? Pero tenemos que seguir haciendo el esfuerzo de imaginar otro mundo posible, en el que la violencia no sea el árbitro de los conflictos, y las guerras pasen a ser una pesadilla del pasado, que podamos rememorar los museos de los horrores, como hoy vemos los fuertes desde donde se embarcaba a los esclavos. No estamos solas. Ese mundo nuevo ya existe en numerosos colectivos que han optado por la cooperación y el apoyo mutuo y no por la competitividad y el dominio. Si hay alguna posibilidad de salvar la vida en el planeta, pasa necesariamente por superar el militarismo.
Ovidio Bustillo García nace en 1952 en Dehesa de Romanos (Palencia) en una familia numerosa, campesina y humilde. En 1975 se declara objetor de conciencia al servicio militar. Desde entonces ha publicado en distintos medios sobre noviolencia y antimilitarismo. Licenciado en Historia, en la actualidad reparte su tiempo entre Yayoflautas Madrid, Desarma Madrid y Alternativas Noviolentas.