28 de febrero 2023, El Espectador
Apostarle a la paz total en un país que lleva más de 60 años en guerra, es –por decir lo menos– una osadía. La pregunta es si estamos dispuestos a asumir esa determinación como un compromiso colectivo, o si preferimos endosarnos a otras seis –o vaya uno a saber cuántas más– décadas de conflicto armado y ratificar la sentencia de muerte que gota a gota de sangre y sangre, nos ha ido dictando la historia.
Las guerras de Colombia y del mundo nos obligan a salirnos del cascarón de la costumbre, porque la costumbre nos ha hecho daño y nos ha vuelto frágiles; los cementerios están llenos de ciudadanos que nunca lo fueron del todo, porque la violencia los acostumbró a morirse con un fusil en la mano o con un tiro en la espalda.
Sé que a muchos los diálogos de paz les parecen una insolencia; a mí hay cosas que me siguen pareciendo complejas de asimilar. Pero nada me parece más complejo y más insolente que la muerte paseándose a sus anchas por los territorios colombianos.
Hace unas horas nos explicaba el senador y constructor de paz Iván Cepeda, que la paz total toma las enseñanzas más valiosas que nos han dejado los tres grandes modelos desarrollados en los últimos 50 años en Colombia, y los complementa con un concepto aún más amplio y comprensivo. Veamos:
La primera paz, la del silencio de los fusiles, se basa en procesos de desmovilización, desarme y reincorporación. Nadie niega su importancia; pero lo que se ha visto es que luego de finalizar la confrontación armada con uno de los actores, los ciclos de violencia vuelven a los territorios; disidencias y grupos armados de diversos orígenes y perfiles, ocupan los espacios que el Estado y la sociedad –sí, admitámoslo: aquí nadie es tan inocente como cree– dejamos a la deriva.
El segundo modelo de paz pretende que además del desarme y la reincorporación de los excombatientes, se produzcan los cambios sociales y políticos necesarios para reestructurarnos como nación. Es el caso del proceso que se vivió con la guerrilla del M-19, y culminó con la Constituyente de 1991 y la formulación de una nueva carta política. Es también el proceso de paz con las FARC, que ha salvado miles de vidas y llevó a que más de 13.000 excombatientes entregaran las armas; adoptó un acuerdo del que nacieron cuatro grandes puntos de transformación: reforma rural integral, reforma política democrática, un nuevo enfoque ante la tragedia crónica del narcotráfico, y la creación de un sistema de justicia transicional que nos cambió hasta la forma de reconocernos; un sistema en el que todas las verdades y todas las víctimas, por fin importan.
Y el tercer modelo, el que estamos empezando a vivir y busca ser una política de Estado que trascienda más allá de quién habite la Casa de Nariño, se refiere a una paz que –además del fin de las hostilidades y el logro de transformaciones estructurales– nos lleve a un gran acuerdo nacional, una alianza genuina que incluya todas las voces, todos los sectores (los excluidos y los visibles, los que hablan y los que callan, los que ostentan el poder y los del ostracismo de siempre, todos). Esa convergencia nos permitiría cumplir los procesos de paz anteriores, clausurar 60 años de violencia y vivir en un verdadero estado de derecho.
Si nos quitamos las camisas de fuerza impuestas por sectarismos y escepticismos, y cambiamos los círculos viciosos de exclusión y violencia, por círculos virtuosos de convergencia, habremos avanzado hacia esa era de paz que propone el Presidente Petro, y la osadía se habrá convertido en reconciliación nacional.