Las febles democracias constantemente proclaman que sus instituciones funcionan, a diferencia de los que su solvencia está larga e históricamente acreditada. En Chile, el actual mandatario y sus antecesores han llegado hasta a ufanarse del desempeño de diversos poderes del estado y de los organismos del Estado, tanto como del sistema electoral que ha ido consolidándose con reiteradas modificaciones. Recién hemos llegado al sufragio obligatorio, a exigencias como la paridad y a ponerle límites a la publicidad política.
Pocos dudan de que los partidos juegan un papel fundamental en las democracias, siempre y cuando estos constituyan asociaciones de carácter doctrinario y programático y no un mero artilugio para alcanzar el poder, repartir trabajo a sus militantes y hasta imponerse sobre la actividad del propio ejecutivo, el parlamento, los municipios y otros organismos del Estado. Sin embargo, pocos distinguen hoy en nuestro país las diferencias reales entre las 21 colectividades autoproclamadas de derecha, centro o izquierda con representación parlamentaria.
Son innumerables los parlamentarios, ministros, alcaldes, concejales y otros que saltan de un partido a otro repetidamente. Deserciones que, por lo general, tienen que ver con las apetencias personales de los integrantes de la clase política que, como tal, opera con espíritu de cuerpo para defenderse de los cuestionamientos que se le hacen a la falta de probidad y fortaleza ideológica de sus integrantes. Asimilando, también la idea de que es legítimo defender algo en la oposición para después desdecirse en el poder. Los malos ejemplos en esto son abundantes.
La “orden de partido” es una práctica que puede ser muy perjudicial a la misión que tienen las autoridades electas por el pueblo. Lo democrático sería que los legisladores, por ejemplo, votaran siempre en conciencia, más allá de la posición de las dirigencias partidarias o si son oficialistas u opositores. Obviamente, lo que corresponde es que éstos representen sobre todo a sus electores y al interés general del país, como ocurre en otras naciones de mayor respeto a la voluntad ciudadana. Es corriente comprobar cómo hay parlamentarios que son denostados cuando se desmarcan de sus partidos, cuando se trata de quienes no han sido, incluso, tentados con dinero y otros favores de parte de los gobiernos de turno y de las grandes empresas, como hemos tenido la oportunidad de comprobarlo.
Es razonable que en el ejercicio del poder las autoridades manifiesten prudencia y que, en muchos casos, morigeren las promesas que hicieron como candidatos o en otros niveles de la administración pública. Pero en esto debiera haber límites si no se quiere que al final los gobiernos de derecha materialicen más acciones progresistas y los de izquierda terminen siendo considerados como traidores. Algo que ha ocurrido varias veces en nuestra convulsionada historia.
Inconcebible parece que en el ámbito de la Justicia, por ejemplo, se especule abiertamente sobre la orientación política de los jueces para predecir sus fallos. En el propio Tribunal Constitucional en estos días se produjo una votación trascendente sobre la facultad presidencial de decretar indultos, pero tanto los recurrentes como los abogados defensores de La Moneda nos advirtieron que el fallo favorecería al oficialismo, puesto que en sus magistrados la mayoría le era proclive. Lo que se materializó, justamente, en cinco votos por un lado y tres, por el contrario.
Las mismas situaciones se repiten en el ámbito de los fiscales, ministros y jueces de todo el país, respecto de cuya orientación se deducen condenas y absoluciones que muchas veces son aberrantes. En este sentido, se asume que delinquir no tiene los mismos efectos si el que comete delito es un civil o un uniformado, si es rico, pobre o mapuche.
Es generalizado aceptar, asimismo, que las Fuerzas Armadas y policiales por lo general son afectas a las posiciones de derecha y reacias a las movilizaciones sociales. Por algo es que se ha puesto en duda tantas veces su proceder, sus desmedidas prácticas represivas, como sus violaciones flagrantes de los Derechos Humanos. Muchas de las intenciones de todos los gobiernos de la posdictadura se han inhibido en el temor de la reacción castrense, a la posibilidad que atenten contra el orden establecido y la voluntad soberana del pueblo.
En este año se conmemorará la más flagrante rebelión militar de nuestra historia, el magnicidio del presidente constitucional y largos 17 años de completa interdicción ciudadana. Y hasta hoy, después de 50 años, hay muchos terroristas de estado en la impunidad y crímenes todavía no resueltos.
Para que las instituciones funcionen, es preciso que la información y los medios de comunicación demuestren independencia y solvencia. Chile debe ser uno de los países del mundo en que existe alta concentración informativa y falta de diversidad. Sintonizar la televisión es encontrarse, salvo las excepciones conocidas, con una serie de “rostros” que hacen gala de ser genuflexos y sintonizar con lo que les pautean los propietarios de sus medios. Hemos llegado al colmo, además, de que estos hayan asumido el papel de constituirse en los principales promotores de toda suerte de empresas y productos, los mismos que financian sus noticiarios y programas. La dignidad profesional viene desapareciendo por el rating, en que las abundantes y variopintas vestimentas de conductores y conductoras cambia diariamente, y se constituye en una burla para los telespectadores que viven al justo o precariamente. En nada los actuales salarios de quienes nos “informan” desmerecen, como se sabe, frente a los abultados sueldos de gobernantes, y otros “servidores” públicos.
Sabemos que lo anterior no solo sucede en Chile, que nuestros vecinos padecen de casi los mismos vicios, pero en ninguna parte la información internacional se hace más sesgada que aquí y en que la ignorancia, además, de nuestros comentaristas es tan colosal y postrada a los intereses de las naciones hegemónicas. Completamente de espaldas a valores como el latinoamericanismo y el tercermundismo que en el pasado distinguieron a nuestros mejores periodistas. Cuando nadie dudaba que, con todos nuestros rezagos, el mundo nos reconocía entre las naciones más democráticas del continente. Y varios de nuestros mandatarios fueron reconocidos como líderes dentro y fuera de nuestras fronteras.