Durante este período oscuro 135 mujeres fueron asesinadas o detenidas desaparecidas; nueve de ellas estaban embarazadas sin saber, hasta hoy, qué pasó con ellas o sus hijos. De los cerca de 3.400 testimonios de tortura que presentaron las mujeres ante la Comisión Valech, casi la totalidad admite haber sufrido alguna forma de violencia sexual; hay registro de mujeres que quedaron embarazadas producto de estas violaciones individuales o colectivas.
Desde el mismo golpe de Estado de 1973 se comenzó con una política sistemática de represión dirigida contra las y los opositores a la dictadura. Las mujeres militantes y activistas fueron especialmente castigadas, además que los militares y la derecha consideraban como el rol natural de la mujer hacerse cargo del hogar y la familia.
Durante este período oscuro 135 mujeres fueron asesinadas o detenidas desaparecidas; nueve de ellas estaban embarazadas sin saber, hasta hoy, qué pasó con ellas o sus hijos. De los cerca de 3.400 testimonios de tortura que presentaron las mujeres ante la Comisión Valech, casi la totalidad admite haber sufrido alguna forma de violencia sexual; hay registro de mujeres que quedaron embarazadas producto de estas violaciones individuales o colectivas. También existieron centros específicos dedicados a la violencia sexual, como Venda Sexy. Otras miles fueron encarceladas, golpeadas, allanadas, relegadas y exiliadas.
De esta manera, la dictadura usó la violencia, y en específico la violencia sexual, como un castigo hacia la mujer y una forma de imponer el terror y el disciplinamiento de sus cuerpos y sus ideas.
En Chile, la asimetría estructural entre el hombre y la mujer proviene de un rígido sistema patriarcal, implantado desde tiempos de la conquista, basado en el establecimiento de un rol secundario para la mujer y en una tajante diferenciación entre el espacio público y el espacio privado -y sus respectivos roles-. Esta diferenciación institucionalizó la asimetría entre el hombre y la mujer con estereotipos sexistas, e implantó un modelo en extremo patriarcal, donde lo femenino estuvo subordinado históricamente a lo masculino.
Debido a lo anterior, las relaciones y diferencias de género se han constituido como un importante pilar para la ordenación jerárquica de las relaciones sociales y de poder en Chile. Esta jerarquización desigual en base a los roles sexuales, se expresan en la mujer bajo formas de subordinación y discriminación, tanto institucionales como culturales, constituyendo como consecuencia, una lógica de violencia de género hacia las mujeres.
La violencia, de manera general, es considerada como una forma de ejercer poder sobre alguien situado en posición de inferioridad jerárquica o de subordinación. Se deduce entonces que la violencia de género refleja las relaciones asimétricas entre varones y mujeres en cuanto al poder económico, social, moral, psicológico, etc. y perpetúa la subordinación y desvalorización de lo femenino frente a lo masculino.
A partir de estos preceptos, se configura un dispositivo de poder en Chile relacionado con las desigualdades funcionales de los géneros, que revela los patrones culturales desde donde se enmarca y construye la violencia institucionalizada o estructural, que es aquella que expresa la opresión a las personas por sistemas políticos, económicos y sociales. Este dispositivo de violencia estructural se manifiesta más agudamente durante el período de dictadura en Chile, que se caracterizó por la implantación de políticas, ideologías y prácticas continuadas de violencia estatal contra toda la sociedad civil arraigadas en diferentes organismos gubernativos. Parte de los conceptos ideológicos propios de la dictadura sirvieron parta perpetuar y abogar la desigualdad de los géneros y la violencia contra la mujer.
El golpe militar de septiembre de 1973 marcó el final del mito de la estabilidad del Estado-nación chileno, constituyéndose una dictadura autoritaria que aspiraba a la refundación de Chile. Desde sus inicios, el gobierno castrense propuso un proyecto restaurador del capitalismo y refundacional de la “verdadera patria chilena”, lo que se manifestaba en la radicalidad de sus propósitos y a la magnitud del terror factual y simbólico acaecido desde entonces. Para la constitución de este nuevo orden social de la nación chilena, los militares adoptaron los valores de jerarquía, disciplina y respeto al orden, autodefiniéndose como los líderes mesiánicos de una cruzada salvadora de la patria.
Este nuevo orden se sustentó principalmente con las doctrinas de seguridad nacional, por medio de la que se justificó la represión y asesinatos posteriores que sufrieron variados sectores de la sociedad civil considerados enemigos internos. Este modelo político-ideológico de reconstrucción y ‘reconciliación’ nacional significó la obnubilación de la participación activa de toda la sociedad civil; a través de una campaña de terror, basada en la premisa de una guerra interna y externa, por lo cual requerían medidas de acción exhaustivas para salvar a la patria del marxismo y comunismo.
Fue precisamente la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) el organismo con el cual se institucionalizó una maquinaria política represiva con una extensa red de agentes e informantes, financiamiento público, centros de detención y tortura, unidades de servicio médico, y contactos con organismos de inteligencia y terrorismo en el extranjero. La DINA -que en agosto de 1977 pasó a llamarse Central Nacional de Informaciones (CNI)- era controlada personalmente por Augusto Pinochet, presidente de la Junta de Gobierno y funcionaba independiente a cualquier otra estructura militar.
Sin embargo, actualmente a nivel gubernamental, se reconoce que la violencia política y la tortura fue una práctica habitual durante toda la dictadura cívico-militar. El Informe de la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura del año 2004, conocido como Informe Valech, establece que: “la prisión política y la tortura constituyeron una política de Estado del régimen militar, definida e impulsada por las autoridades políticas de la época, el que para su diseño y ejecución movilizó personal y recursos de diversos organismos públicos, y dictó decretos leyes y luego leyes que ampararon tales conductas represivas”. Es así que por medio de la violencia política, los militares imponen un discurso y una práctica autoritaria, instituyendo una lógica de la violencia para toda la sociedad, en tanto política planificada e institucionalizada de este nuevo orden. Una de las aristas de este proyecto de naciente orden social, es la promoción y ejecución de una política-ideológica específica hacia la mujer, como forma de ejercer un poder internalizado y hegemónico en el sujeto femenino, mediante la exacerbación de los roles que tradicionalmente ésta había ocupado en la estructura social, es decir, su construcción de género.
Este dispositivo de dirección moral e intelectual, ensalzó a las mujeres como pilares de la reconstrucción nacional, exaltando las funciones y roles sociales que les eran propios en el sistema social del período. Además, en un retorno a los valores tradicionales, se hizo necesario que se orientara el discurso y la práctica de las mujeres hacia una recuperación de sus roles inmanentes de esposas y madres. Este dispositivo se institucionaliza públicamente como política en el discurso público, mediante la perpetuación de un sistema de subordinación y dependencia, que relegaba a la mujer al espacio privado y doméstico. Estos roles fueron impulsados especialmente a través de la Fundación CEMA Chile, dirigida por Lucía Hiriart, institución que realizó actividades asistencialistas para las mujeres más precarizadas. Las nacientes organizaciones feministas y de mujeres se pronunciaron fuertemente contra estas prácticas, cuestionando la idea de que la mujer debía realizar las labores domésticas, instalando la necesidad de un reconocimiento económico por ese trabajo, relevando su activismo político en la historia, entre otros mecanismos de lucha contra el modelo patriarcal que la dictadura intentó reforzar.
Para las mujeres disidentes a este modelo ideológico militar, se llevó a cabo una especie de cirugía que debía encauzarlas nuevamente en los deberes del “ser mujer”. De hecho, la mujer militante de partidos o movimientos políticos, o cualquiera con alguna participación activa en el ámbito público y político se conformará como un elemento transgresor y rupturista con el tradicional sistema patriarcal chileno y, por ende, con los roles genéricos socialmente asignados. Este es un elemento fundamental para comprender en qué medida las presas políticas sufrieron las prácticas llevadas a cabo por los órganos estatales a la hora de reprimir la subversión. Para estas mujeres desvirtuadas los objetivos de disciplinamiento de género, se ejecutaron por medio del instrumento central que es el terror desplegado durante las sesiones de tortura.
De esta forma la violencia política efectuada contra mujeres disidentes apresadas y torturadas durante la dictadura militar, se orientó en gran mayoría a una violencia de género, que iba desde la violencia psicológica -con respecto a su condición de mujer-, hasta el uso de la violencia sexual como método de tortura inicial o reiterado que sumaban una consideración más a la violencia política. De esta manera, las mujeres detenidas por el régimen dictatorial sobrellevaron una represión con pautas de castigos específicos, un trato diferente con respecto a su género.
Así, la política de seguridad nacional, unida a la exacerbada ideología de género durante el periodo de dictadura, representaron en el discurso hacia la mujer, a las oposiciones del modelo mariano con la imagen de una mujer subversiva que desvirtuaba y envilecía tanto a la naturaleza intrínseca, como a los valores verdaderos del rol social femenino. Por esto, y como parte de una necesidad de acatamiento y control, se hizo necesario definir una clara y específica política de género que a lo menos neutralizara a las mujeres, las mantuviese supeditadas y les señalase qué se esperaba de ellas y los castigos que arriesgaban si no se ceñían a lo establecido.
De esta manera, la dictadura militar utilizó las herramientas del poder político, represivo y de las comunicaciones de masas para conservar el apoyo económico e ideológico, transformando a las mujeres chilenas en su sostén ideológico y espiritual.
La política de la dictadura con respecto a la cuestión femenina era un discurso tradicional y conservador, que se enfocaba en la protección de los valores familiares tradicionales y en el reforzamiento del modelo patriarcal, fortaleciendo la visión vigilante de la mujer-madre abnegada. De esta forma, el papel central de la mujer dentro de la ideología militar se concentró en la reproducción del rol de la mujer ‘madre-esposa’: el discurso ideológico dirigido a la mujer buscaba legitimar el nuevo orden mediante un modelo de mujer centrado en labores espirituales y valóricas, nunca políticas.
Así la mujer se convierte en un instrumento más de divulgación de una política ideológica que buscaba la legitimación del modelo tradicional, es decir, la mujer como garantía de la integridad de la familia chilena y promotora de los valores de un nuevo orden estatal. Esta instrumentalización de las mujeres se centraba en las premisas de patriotismo, patriarcalismo y defensa de la patria. En fin, es un discurso de manipulación ideológica que busca en las mujeres solo un beneficio de utilidad, convirtiéndolas en una masa de apoyo o en agentes de propagación ideológica del proyecto militar: colaborar y apoyar al hombre en su vida cotidiana, cuidar de la casa y de los hijos.
Otras mujeres experimentaron la represión más dura de manera indirecta, pues dado que la mayoría de los altos cargos gubernamentales y de las dirigencias de los partidos políticos de izquierda estaban compuestos por varones, fueron ellos quienes vivieron en mayor proporción la prisión, la tortura, la relegación, el exilio, la muerte y la desaparición. Entonces, en su calidad de madres, esposas e hijas, salieron casi inmediatamente después del golpe a buscar a sus familiares y a enfrentar a los militares. Así surgieron las primeras agrupaciones de familiares de asesinados o detenidos desaparecidos, que luego se fueron articulando en un amplio movimiento por los Derechos Humanos.
Además de esto, las mujeres tuvieron que sostener a sus familias empobrecidas. En el plano laboral y económico, fueron especialmente afectadas por la cesantía y las nuevas formas de trabajo precario que se instalaron, a la vez que vieron debilitados -y en ciertos casos perdidos- importantes derechos adquiridos, como el fuero maternal y la posibilidad de abortar. Para sobrellevar estas duras condiciones, surgieron una serie de iniciativas populares lideradas por mujeres que buscaron hacer frente colectivamente a las necesidades de subsistencia. En sus propios territorios y con la ayuda de un sector de las iglesias, levantaron ollas comunes y talleres productivos. Esto permitió que las y los pobladores tuvieran mayor organización y estrategias para resistir el hambre, todo lo cual fue apoyado por una Iglesia asistencial y solidaria.
En la década de 1980, las organizaciones de mujeres se multiplicaron, al mismo tiempo que comenzaron a generar procesos de reflexión y toma de conciencia acerca de la identidad femenina y los desiguales roles de género en la familia y en la sociedad. De este modo, el feminismo comenzó a instalarse como plataforma de lucha dentro de las organizaciones de mujeres.
Una agrupación que fue pionera en la reflexión propiamente feminista fue el Círculo de Estudios de la Mujer, fundado en 1979 por un grupo de mujeres profesionales para ocuparse del estudio y difusión de la condición femenina. Dentro de este grupo estaba Julieta Kirkwood, socióloga que sentó las bases teóricas del feminismo y que, a su vez, impulsó la acción movimientista en la década del 80 de siglo pasado. Por ejemplo, fue precursora del Movimiento Feminista, organización que articuló la lucha feminista contra la dictadura militar y que, bajo el lema «Democracia en el país y en la casa», afirmó que era necesario acabar con el autoritarismo tanto a nivel público como en el espacio privado del hogar, la familia y la pareja.
El año 1983 fue clave para el feminismo chileno, ya que el Círculo de Estudios de la Mujer fue expulsado de la Academia de Humanismo Cristiano por los contenidos que difundían sus publicaciones, hecho que derivó en la disolución del Círculo y en la formación de dos espacios feministas diferenciados: la Casa de la Mujer La Morada, orientada fundamentalmente a militancia feminista, y el Centro de Estudios de la Mujer (CEM), dedicado a la producción de conocimiento en temáticas de género. Ese mismo año, Elena Caffarena y Olga Poblete apoyaron la refundación del Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena, que esta vez funcionó como una coordinadora que aglutinó a diversas organizaciones femeninas opositoras a ka tiranía militar. Asimismo, en agosto de 1983, se desarrolló una de las protestas más emblemáticas del Movimiento Feminista, cuando una treintena de mujeres ocupó las escalinatas de la Biblioteca Nacional, en Santiago, desplegando un lienzo que decía «Democracia Ahora. Movimiento Feminista».
Otro hito importante para el movimiento feminista y de mujeres fue su participación en 1986 de la Asamblea de la Civilidad. En base a una serie de trabajos de sistematización de demandas el movimiento Mujeres por la Vida elaboró el «Pliego de las mujeres», documento que aunaba el trabajo desarrollado por otras organizaciones en diferentes instancias previas. María Antonieta Saa, en representación de las mujeres en la Asamblea, presentó el documento para que fuese incorporado en la «Demanda de Chile». Tras no recibir respuesta de parte del régimen, la Asamblea convocó a un paro nacional para el 2 y 3 de julio, que terminó siendo una de las protestas más fuertes y masivas en contra de la dictadura, con una fuerte presencia del movimiento de mujeres.
Hacia el término de la dictadura, se configuró un periodo complejo en que las fuertes protestas desplegadas por los movimientos sociales no lograron el efecto esperado. Dentro del movimiento de oposición ganó terreno la estrategia de una salida pactada con el régimen dictatorial, vía plebiscito, lo que implicó una desmovilización importante del pueblo y las organizaciones y abrió un periodo llamado Transición a la democracia, limitado por las condiciones que la dictadura impuso.
El feminismo chileno de la época de la dictadura no estuvo exento de tensiones internas. A medida que se iba perfilando con más claridad la salida negociada a la democracia, se fue acentuando el disenso entre «feministas» y «políticas» en torno a las estrategias de acción para enfrentar la transición. Para las primeras, la militancia política y la opción feminista eran excluyentes, siendo necesario fortalecer el desarrollo del feminismo como movimiento social autónomo. Las segundas, en cambio, sostenían que no era una contradicción combinar la militancia feminista con la partidaria, siendo su pertenencia a los partidos una oportunidad para involucrar a las feministas en las luchas políticas generales. Con todo y pese a los conflictos internos, el movimiento feminista de la segunda ola mantuvo su unidad ante el objetivo común que era recuperar la democracia y combatir la opresión de las mujeres.
El movimiento de la década de 1980 es un referente importante para la lucha actual de las mujeres en Chile. Esto se puede apreciar en acontecimientos como la conformación en 2018 de una bancada parlamentaria denominada Bancada feminista Julieta Kirkwood, en honor a la importante líder del movimiento ochentero; y la marcha del 8M de 2020 con una convocatoria cifrada en 2 millones de asistentes.
A continuación, presento una lista de 135 mujeres asesinadas o detenidas desaparecidas bajo el terrorismo de Estado cívico-militar (archivo Word adjunto), extraída del Centro de Estudios Miguel Enríquez (CEME). Vaya un homenaje en este Día de la Mujer para todas y cada una de ellas.
Autor: Jorge Molina Araneda