Por Rafael Bautista S.

Más allá de los dictámenes superficiales y la mixtura de acusaciones, la crisis del MAS (que marca su propio nacimiento a la vida política) manifiesta algo que escapa a todo el abanico de análisis mediáticos; porque ese algo está ya naturalizado en una cultura política que, hasta el día de hoy, aparece inadvertido en las descripciones de las crisis políticas recurrentes en nuestro país y que destacan un paralelismo bastante análogo para dejarse de lado. En ese sentido, el abordaje que pretendemos, no describe esta crisis como un fenómeno particular, sino lo sitúa como expresión definitiva de la decadencia del sistema político liberal que, desde el 52, configura el escenario político en Bolivia; por ello la pertinencia de amplificar una descripción analítica de la crisis actual1, para señalar sus implicancias en el panorama nacional que, a propósito del bicentenario, determinará la vigencia futura, no sólo del partido en funciones de gobierno sino, sobre todo, del proyecto plurinacional.

La clarificación de ese proyecto debía cancelar definitivamente aquella recurrencia, pero la política boliviana está tan marcada por ese sistema político liberal, que le cuesta imaginarse siquiera bajo otra perspectiva. En ese sentido, lo plurinacional debía destacarse, de principio, como la discordancia lógica e histórica del liberalismo como credo político (base del sistema político), expresado en el “nacionalismo revolucionario”.

Pero ahora, por no ser conscientes –la dirigencia del “gobierno del cambio”– de esa infausta herencia y debiendo impulsar un otro modo de praxis dirigencial (como sentido político del “cambio”), la crisis en que se revuelca el MAS, parece preludiar la misma anárquica dispersión que caracterizó al MNR y después al MIR (los herederos putativos “progres” del “movimientismo”, que se reciclaron en todas las denominaciones posibles, incluso en el MAS). Es decir, en la crisis del MAS estaríamos evidenciando, no por toma de consciencia sino por inevitable, el colapso inminente del “nacionalismo revolucionario”, ya no como ideología sino como cultura política. Un modo de hacer y comprender la política nacional estaría cavando su propia tumba y enterrando a toda una comparsa que insiste porfiadamente una continuidad anacrónica en puros escenarios hipotéticos.

En ese sentido, las obscenas escaramuzas que se prodigan mediáticamente, sólo señalan la fatídica pérdida hasta de sentido común en todo el espectro político. La calidad de los líderes y portavoces actuales, también y sobre todo de derecha, ya da cuenta de la miserable condición humana en que se encuentra la cultura política boliviana. En el caso del MAS esto es decepcionante, pero responde también a la herencia “movimientista” que resuena en su propia sigla. Los nombres no son casuales. El MAS es un “movimiento” y actuó siempre como tal, es decir, con los mismos prejuicios y costumbres “movimientistas” que definieron el quehacer político en nuestro país.

Por eso el “proceso de cambio” dejó de apostar por una auténtica revolución democrático-cultural, porque eso debía iniciarse desmitificando la narrativa estatal de la celebrada “revolución del 52”, como la epopeya clasemediera que inaugura el proyecto burgués-desarrollista en un país subdesarrollado por ese mismo proyecto. Por ejemplo, la “reforma” conceptual (que produce la “reforma agraria”) de indígena a campesino (y que aún perdura en la cultura política) no es episódica sino ontológica. Allí empezaban las políticas de “inclusión” de un pueblo constituido en “obediente” del exclusivo proyecto moderno-capitalista de una pequeña burguesía intelectual que transitó por todas las denominaciones e ideologías posibles para, una vez arrebatado a la vieja oligarquía, permanecer siempre en el Estado, como su patrimonio de clase.

Decimos que esa “reforma” conceptual es ontológica porque, el fenómeno de la “inclusión”, consistía en una anulación más sutil del indígena como sujeto político, porque se le incluía simplemente como garante social de las apuestas políticas criollo-mestizas clasemedieras, autoconstituidas como única élite política “revolucionaria”. Esta herencia “movimientista” decantaba el prejuicio original de un Estado sin contenido nacional. El indígena como campesino quedaba recluido, o sea, excluido, al área rural (consagrándose la idea de que el lugar del indio es siempre el campo, mientras la política se decida siempre en la ciudad), por ello su incorporación era formal en un Estado que, si antes lo toleraba como un siervo, ahora se auto-atribuía la potestad de “incluirlo”, pero siempre como un subalterno. Por eso, la “reforma educativa” del 52 canoniza, hasta el presente, la segmentación de las dos Bolivias, en los dos sistemas educativos: educación urbana y rural.

Hasta el día de hoy, la educación rural está pensada no para educar o formar, sino para “instruir” o adiestrar. Y en el propio “gobierno del cambio”, en 14 años, las “reformas” realizadas sólo insistieron en el modelo de educación como instrucción funcional. Por eso no era tan paradójico el hecho de que los ministros impulsores del “proceso de cambio” tengan a sus hijos en colegios privados (ya que ni ellos creían en la nueva “reforma educativa” que promovían). Herencia del “movimientismo”: la mejor educación es la que produce obediencia en el pueblo.

La insistencia de los políticos de afirmar la lógica de la deuda en la búsqueda de legitimidad, declara que nada se hace por desprendimiento o generosidad sino sólo por cálculo político, buscando ya no la empatía moral con el pueblo, sólo su preferencia electoral. De ese modo la política se diluye en un mecanismo de ascenso social, cuya administración es el poder burocrático que ahora resume lo político al management empresarial, donde el poder es lo más rentable que hay.

Esto que podría constituir la lógica de la política actual en todo lado, en Bolivia se hace cultura desde la llamada “revolución del 52”. Porque para que un tipo de lógica política se haga cultura política, ésta requiere de un acontecimiento que origine una cosmogonía estatal expresada en un relato histórico capaz de estructurar la subjetividad social de un país. Por eso, incluso, hasta los actores “revolucionarios” en Bolivia, no pueden escapar del universo simbólico que inaugura el 52. Toda su idiosincrasia política tiene ese origen; por ello, siguiendo a René Zavaleta, la paradoja señorial no se supera y pervive como una maldición en la cultura política de un país que no ha sabido superar el horizonte de prejuicios del “nacionalismo revolucionario”.

Porque ese “nacionalismo”, como todo concepto, no es indiferente a su contexto. Por eso resume los prejuicios coloniales en un nacionalismo sin contenido nacional. El MNR hace escuela política de esta ideología, en definitiva, señorialista. Zavaleta sitúa históricamente la “paradoja señorial” en la decadencia política del MNR; pero el catalizador que repone definitivamente esta “paradoja” como constante dirigencial es el MIR que, en todas sus variantes, al típico estilo “movimientista”, la disemina en casi todas las expresiones políticas de izquierda, como es ahora el caso del MAS. Entonces, desde el MNR, transferido al MIR y, después, repuesto en el MAS, se podría decir, parafraseando a René Zavaleta: podían haber sido la cabeza de una revolución que desate definitivamente las raíces de nuestra servidumbre estructural pero, precisamente, sus cabezas, nunca supieron liberarse del tipo de Estado –señorialista-colonial-racista– que los parió y al cual debían hasta su propia existencia.

Por eso reafirmamos: no se es libre por pura decisión voluntarista; se es libre porque existencialmente se evidencia que la liberación ya constituye experiencia, como la sustancia misma de la propia vida ética y moral. Por eso se dice: es fácil salir del mundo, pero lo más difícil es que el mundo salga de uno. Esta experiencia, que constituye siempre un proceso, es lo que define la posibilidad de construir un nuevo mundo (porque no se construye por sí solo sino por constructores). El primer momento, salir del mundo, puede determinarse como emancipación, pero el segundo, que el mundo salga de uno, es el que definitivamente puede expresarse como liberación.

Entonces, que las cabezas nunca hayan podido liberarse del Estado significa que, el propio sistema de creencias y el horizonte de expectativas, siguen presos del mundo que tanto se critica. Por eso, en todas las variantes de izquierda, incluso la actual del MAS, el “movimientismo” (el MAS como Movimiento Al Socialismo) no ha sabido proponerse la superación de los mitos moderno-capitalistas, que se hacen ideología estatal, como “nacionalismo revolucionario”, desde el 52, y arrastra a todas las expresiones políticas del sistema político, como la única apuesta criollo-mestiza que pervive hasta hoy y que, en la precipitada crisis del MAS, manifiesta la acumulada contradicción histórica en el propio Estado plurinacional: esa ideología, el “nacionalismo revolucionario” (en todas sus versiones y matices), no emerge del horizonte político indígena-popular, sino del proyecto burgués-liberal del Estado-nación.

La incompatibilidad de esta contradicción histórica, lógica y política, es lo que produce el creciente desencantamiento en el “proceso de cambio” y decanta, antes, durante y después del golpe del 2019, en las demandas de reencauce y reconducción del propio “proceso de cambio”. Ese es el contexto que origina la crítica a la dirigencia del “proceso” y a un liderazgo que, muy a su pesar, manifiesta la continuidad de esa “paradoja señorial”. Y para terminar de rematarla: lo más paradójico es que, la propia colonización hecha naturaleza social en el pueblo, busca siempre un patrón que lo libere.

Por ello se puede decir que, la presencia de caudillos es también consecuencia de un pueblo que, en su propia emancipación, le cuesta mucho más producir su auténtica liberación, porque eso significa transformarse a sí mismo. En ese sentido, el verdadero liderazgo es el que sabe retirarse para devolverle siempre el protagonismo al sujeto de la política y creador de su propia presencia. De ese modo se hace pueblo y el pueblo se hace comunidad, donde todos nos recuperamos como hermanos y hermanas. El caudillismo es otra cosa y aparece desde la lógica verticalista que encarna el señorialismo; eso produce un mesianismo postizo, sin contenido ni conexión popular.

Víctor Paz Estensoro fue la primera y rudimentaria expresión de este mesianismo postizo; éste no participó en la insurgencia del 52 sino que regresó cómodamente de la Argentina para tomar posesión de un gobierno que debía, más bien, emerger de la insurrección misma y no devolver las cosas a su estado anterior. Jaime Paz Zamora es el cuadro mas patético de este caudillismo que se instala en la transmisión del poder político por puro pactos espurios, cancelándose a sí mismo la posibilidad de construir un liderazgo con algún grado de legitimidad social.

Gonzalo Sánchez de Lozada ya era la apuesta obligada que podía imponerse gerencialmente con un fétido manojo de dólares (el neoliberalismo estaba en su auge, corrompiendo todo de modo “legal”); por eso aparece un Carlos Mesa para edulcorar con alguna luz, aunque sea mortecina, la magra referencia aristocrática del “movimientismo” señorialista (tal vez por eso, ahora, el señorialismo decadente ya ni apuesta por un “intelectual” que por lo menos escribe algún libro; y se inclina, más bien, por un ignorante, como el cívico Camacho, que maneja una Biblia mientras baila reguetón). Como el diablo no sabe para quién trabaja, lo único que logra la presidencia de Mesa es precipitar la presencia de Evo Morales.

Si en vez de sus diarias y nocturnas arengas en forma de renuncia, desde su balcón, con ese su don’t cry for me Bolivia (al estilo Madona haciendo de Evita), hubiese producido credibilidad, haciendo lo único sensato en ese momento: empezar a limpiar la corrupción estatal, pudo haber repuesto el sistema político y hasta le hubiese otorgado una legitimidad renovada y, en tal situación, no se habría catapultado a un Evo Morales. Pero es precisamente la mezquindad y la ignorancia del señorialismo nacional, la que precipita el episodio de insurgencia popular que lleva a Evo a la presidencia, y que ellos mismos maldicen; porque, esta vez, habían hecho tan mal las cosas que, lo que nunca pudieron hacer, lo iba a hacer un indio y mejor de lo que ellos mismos pudieron siquiera soñarlo.

Si su única esperanza consistía apenas en la poca duración de la presidencia del indio, éste no solo duró más de una década sino que, usando también todas las prácticas y mañas usuales (que legó la cultura política “movimientista”) en el aparato estatal, pretendía arrebatarles todo el poder posible. El señorialismo remanente no podía jamás permitirse eso. Como dice René Zavaleta: la oligarquía puede negociar todo pero, nunca y jamás, su juramento de superioridad sobre el indio. Porque condición de que haya señor es que haya siervos. Esa es la política (oficio aristocrático señorial) del mandar mandando, que ahora, por ejemplo, lo expresan descaradamente los congresistas peruanos: “al pueblo no se le obedece, se le gobierna”.

Esa también fue la política ejercida por el “gobierno del cambio”, como remanente de la cultura política que transmite el MNR como imposibilidad revolucionaria; por eso originan el reformismo continuo como plataforma gubernamental de un Estado que cambia todo para no cambiar nada. El “gobierno del cambio” que pretendía hacer la revolución, muy a su pesar, sólo inauguraba otro ciclo estatal del mismo Estado liberal, o sea, del Estado-nación.

Por eso, el gobierno del MAS no es objeto del golpe del 2019 por representar una verdadera revolución sino por arrebatarle la continuidad reformista al estamento jailón (q’ara, blancoide) de la política boliviana. La dirigencia gubernamental era la misma (en espíritu) que, desde el 52, tomaba la política como el medio de ascenso social para sus pretensiones burguesas. Ahora que todos se rasgan las vestiduras, acusándose hasta de asuntos pedestres de alcoba alquilada, no hacen más que reiterar las leyendas urbanas del MNR y del MIR en todas sus repulsivas variantes (por ello, en política, el reciclaje no produce beneficios).

Ahora, ante un posible y probable cisma, la mentalidad señorialista (ahora en su versión mestiza) sólo sabe calcular sus posibilidades políticas, sin darse cuenta del desmoronamiento de sentidos y parámetros epocales que, en nuestro país, afecta a los propios credos que la clase política (también de izquierda) arrastra. Aquí el providencialismo de la dirigencia desplazada da muestras de un arrebato inflamado de la “paradoja señorial”: saben que su única garantía del retorno al poder es bajo la sombra del “autentico” líder.

El cisma ya estaba anunciado antes del golpe. Pero el gobierno, encapsulado en sus propios dogmas, que creía infalibles, no hacía más que postergar algo que estaba inflamando el desencanto y provocaba que la legitimidad (cosa que ignoraba “el matemático”) se transfiera a una derecha en proceso de empoderamiento. Por eso el golpe del 2019 no es una operación de carácter exclusivamente unilateral.

En una reciente entrevista (dada al periódico paceño La Razón), el ex vicepresidente García Linera dice que la derecha está “dispuesta a abandonar las banderas democráticas para lograr objetivos”. Pero eso siempre ha sido así y, una tarea política nunca emprendida, consistía en desconectar estratégicamente a la derecha de sus operadores políticos, los medios privados; más bien se los sobrealimentó económicamente incluso a costa de los medios de comunicación populares. Por eso, decir que la derecha “aborrece ver a gente de pollera o de poncho tomando decisiones”, no suena tan convincente cuando, en los hechos, las decisiones se tomaban arriba, esperando simplemente el amén de los dirigentes y las bases.

Esta disociación es producto de una cultura política que permea hasta las apuestas “revolucionarias” y las normaliza como fenómenos entrópicos. Por eso la revolución deviene en reformismo y, en ese sentido, decir que “estamos en la fase cuatro de la administración de las grandes reformas institucionales”, reafirma la visión etapista-lineal de quienes creen que la revolución es consecuencia del desenvolvimiento de la inercia institucional.

En tal caso, sólo se está afirmando que lo objetivo de la revolución se produce al margen del sujeto. Por ello no se trata de un mero asunto de operatividad eficiente sino de una concepción arraigada en el paradigma civilizatorio de la modernidad y que coadyuva a la reposición del propio capitalismo, incluso bajo banderas socialistas. Porque lo objetivo es creación de subjetividad, por eso, sólo una transformación en la propia subjetividad produce una objetividad revolucionaria, es decir, y esto fue uno de los déficits gubernamentales que coadyuvó al creciente rechazo al Estado plurinacional y que posibilitó también el golpe: todas las obras que se realizaban no producían, de por sí, disponibilidad de cambio, es decir, subjetividad transformadora.

El “proceso de cambio” sólo resultaba un cambio de apariencias; el mercado podía amplificarse con los nuevos satisfactores, pero el propio pueblo no se constituía en el máximo de disponibilidad común capaz de transformar su propio horizonte de expectativas; porque eso sólo podía producirlo una revolución democrático-cultural, donde el pueblo mismo se constituya en poder, o sea, en proyecto, generando y creando, desde sí y para sí, el poder popular como la culminación del más acabado ejercicio democrático, y donde el proyecto popular, plurinacional, emerja de la propia cultura y lo histórico hecho política.

Por eso el Estado plurinacional sólo tiene sentido como superación lógica e histórica del Estado-nación, que es el republicanismo que añora la derecha, o sea, un país de señores y patrones, donde los indios vuelvan a la clandestinidad. En el desmoronamiento global del mundo unipolar y las desesperadas apuestas de la reposición imperial, el Estado-nación es ya un anacronismo. De modo anticipado, el proyecto plurinacional popular-indígena, constituía la explicitación de la necesidad de la superación del Estado-nación, cuya matriz liberal nunca había expresado la singularidad y lo potencial no reducible a un mero particularismo de lo que, como proyecto, habían producido los pueblos indígenas a lo largo de todas sus luchas históricas.

Es esta incompatibilidad (entre Estado plurinacional y Estado-nación, o sea, liberal) la que nunca fue comprendida por una elite política que retóricamente puede abrazar el nuevo lenguaje plurinacional pero existencialmente sigue comprometida con el sistema de creencias y valores moderno-euro-gringo-occidentales que, aunque ya en plena decadencia, siguen funcionando como estructurantes de la subjetividad de los individuos que actúan, precisamente, como eso, como individuos, es decir, nunca como comunidad. Por eso, aunque despotriquen contra el neoliberalismo, no renuncian a la narrativa liberal, que es la fuente del propio neoliberalismo; y por eso, también, no creen en el “vivir bien” o la PachaMama. Y si no creen, porque en la visión señorialista aparecen como “cosa de indios”, de “un pasado ya superado”, como dicen los relatos modernos (el credo, padrenuestro y el avemaría del racismo social), jamás impulsarán una política en concordancia con lo que se desprende y deduce de ese horizonte indígena-popular que es, precisamente, el horizonte político del proyecto plurinacional.

Si se produjera el cisma, no servirá de mucho si el reencauce esperado no vuelve a despertar los sueños y esperanzas iniciales. La conducción estatal precisa un viraje ideológico que sepa desprenderse de los prejuicios del “nacionalismo revolucionario”. Hoy resulta ya demasiado ambigua la dicotomía derecha-izquierda, cuando el propio “progresismo” abraza inconscientemente la narrativa imperial. En el actual des-orden tripolar –en medio de una conflagración nuclear, depresión económica global, crisis energética, hídrica, fractura de las cadenas de suministro, además del diseño inteligente de pandemias virales con capacidad de paralizar la estructura económica y social, destruir las relaciones humanas por medio del confinamiento y el terror creado mediáticamente–, la geopolítica manifiesta una lucha mucho más sugerente, entre globalistas y soberanistas; en la cual, es el propio concepto de soberanía el que reordena y resignifica el propio concepto de nación y nacionalización, que ya no expresa una mera desprivatización.

Por último, debemos señalar que, el “proceso de cambio”, nunca se sostuvo por quienes se pelean públicamente su paternidad, sino por quienes lo sostuvieron y lo sostienen anónimamente. Ese pueblo que resistió al golpe y la dictadura y volvió a confiar en el MAS como la expresión política que podría transformar al Estado. Por eso, un cisma no es lo más grave, si esto conduce a un reencauce verdadero.

También por menospreciar y rechazar la autocrítica, el MAS se encuentra en este desenlace, pudiendo, en el peor de los casos, replicar la desintegración del MNR o del MIR. La dirigencia del MAS siempre ha repetido lo que ahora afirma García Linera, en el sentido de que, si “el monopolio de la riqueza lo tiene el Estado”, el monopolio de la política la tendrían “los sectores sociales”. Aunque sabemos que eso no es cierto, habría que tomarle la palabra y que sean las propias bases populares e indígenas del MAS, las que recuperen el ámbito de decisiones políticas y, de ese modo, enseñarle al gobierno, por ejemplo, la recuperación de lo político por sobre lo burocrático.

 

1 Como lo venimos realizando a partir de dos recortes que creemos primordiales para pensar el presente político: el recorte de densidad histórica y el de profundidad de contexto; para, de ese modo, superar la visión reductiva y cortoplacista de los usuales análisis de coyuntura e insistir en la mirada de amplio alcance o largo tiempo. Metodología expuesta en nuestro libro: El Ángel de la Historia. Genealogía, ejecución y derrota del golpe de Estado: 2018-2020, yo soy si Tú eres ediciones, La Paz, Bolivia, 2021.