Se cumplieron 47 años del golpe del sanguinario golpe de Estado en Argentina, que dejó más de 30 mil desaparecidos y al que pocos intelectuales enfrentaron.
por Aram Aharonian
Vamos a dejar las cosas en claro, decía Osvaldo Bayer: Ni Hitler fue un accidente de trabajo, ni las dictaduras de las fuerzas armadas en la Argentina se dieron por casualidad, sino que fueron el resultado de una sociedad insolidaria, superficial, egoísta, falta de ética, exitista, donde el poder económico impuso a sangre y fuego el plan económico diseñado en Estados Unidos, que daba espacio, también a sus apetencias de riqueza y control.
Se cumplieron 47 años del golpe del sanguinario golpe de Estado en Argentina, que dejó más de 30 mil desaparecidos y al que pocos intelectuales enfrentaron. Las estadísticas sobre intelectuales asesinados, secuestrados, apresados o expulsados del país por la Junta Militar argentina, desde marzo de 1976, no explican en absoluto la sistemática destrucción de una cultura, porque –como sucede a menudo, como en este caso-, ocultan más de lo que revelan.
Explicar que en el lapso de 18 meses centenares de físicos, químicos y matemáticos, de periodistas y ensayistas, de narradores y poetas, fueron arrancados de sus camas en medio de la noche, arrastrados desde el vestíbulo de los cinematógrafos hasta los automóviles policiales (o militares) ante el estupor y el silencio de las muchedumbres, o abandonados en tierras baldías y pasajes sin salida con 40 balazos en el cuerpo, es explicar demasiado poco.
Idéntica suerte padecieron, en el mismo lapso, miles de jefes obreros, de huelguistas, de estudiantes, de marginales sin nombre. Hay infinitas formas de tormento que tampoco aparecen en las estadísticas, y testimonios de horror que se habrán perdido para siempre en las mordazas de los oprimidos.
Listas negras que incluían a Julio Cortázar, María Elena Walsh, Héctor Alterio, Federico Luppi y Mercedes Sosa, planes para perpetuarse en el poder, órdenes para cambiar de manos la única fábrica argentina de papel para periódicos, instrucciones para contestar las preguntas de los organismos internacionales sobre las personas desaparecidas, figuran en unos 1.500 archivos secretos que halló personal de la Fuerza Aérea en 2013.
Las aguas quedaron divididas de una vez para siempre en la Argentina: de un lado se situaron los escritores que, como Jorge Luis Borges o Víctor Massuh (un especialista en filosofía de la religión a quien la Junta Militar encomendó la embajada ante la Unesco), sostenían que la matanza era una cruzada de caballeros y la aniquilación nacional de la cultura, una obra necesaria de salud pública.
Junto a ellos se colocó el coro de los que asintieron en silencio o se amurallaron tras la convicción de que aún son posibles las torres de incontaminada literatura en estas tierras de desastre: Manuel Mujica Láinez, Eduardo Mallea, Victoria Ocampo, Sara Gallardo, Silvina Bullrich. Del otro lado fueron cayendo los impuros, los que creen que en la literatura o en la vida no está comprometida solo una parte del ser: Julio Cortázar, David Viñas, Daniel Moyano, Antonio Di Benedetto, Haroldo Conti.
Cortázar fue el argentino que se puso a la par de un intelectual como Thomas Mann, quien había conmovido al mundo con sus denuncias a los crímenes del nazismo, con sus vibrantes discursos de la serie «Oíd, alemanes».
En 1979, cuando Cortázar hace esa declaración sobre los asesinatos de la dictadura, la opinión pública del exterior había sido sacudida por el informe de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA acerca de la verdad de la cruel represión argentina. Un documento oficial, incontrastable, redactado por representantes de los países americanos, que descarta totalmente la teoría de los dos demonios. La dictadura respondía “los argentinos somos derechos y humanos”. Las paredes respondían “los argentinos somos deshechos humanos”.
Bastaría leer las declaraciones de Mujica Láinez, en el diario español La Vanguardia del 10 de octubre de 1979, donde rechazaba las aseveraciones de Cortázar que había acusado al gobierno de Videla de cometer un genocidio cultural en la Argentina, con el asesinato de escritores, la quema de libros, y las listas prohibitivas de hombres y mujeres de la cultura.
Como ejemplo de que en la Argentina no sucedía eso, Mujica Láinez señaló: «En la Argentina estamos allí muy tranquilos. Estamos todos, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, todos los grandes. –y agregó con humorismo– «Nada nos hubiera costado ir a París, como los reprimidos de otros países, nadie nos lo impide, nos dan el pasaporte en cuanto lo pidamos». El 11 de octubre de 1979 el escritor colombiano Gabriel García Márquez, en el diario El País de Madrid, le escribió una carta abierta a Mujica Láinez.
Gabo decía: «si interpretamos bien sus palabras, hay que entender que sólo ustedes, los escritores grandes, están muy tranquilos en la Argentina. Sin embargo hay dos, que yo considero muy grandes y que no están tan tranquilos como ustedes: me refiero a Rodolfo Walsh y a Haroldo Conti que hace ya varios años que fueron secuestrados por patrullas de la represión oficial y que nunca más se ha sabido de ellos. Usted y todos los escritores grandes que cita, serían todavía mucho más grandes si sacrificaran un poco de su tranquilidad y su grandeza y le pidieran al gobierno argentino un par de esos pasaportes tan fáciles para Rodolfo Walsh y Haroldo Conti».
Ninguno de los “grandes escritores” fue capaz de denunciar en el exterior el tema de los desaparecidos, o de la represión cultural. Silvina Bullrich atacó también a Cortázar, escribiendo que «ni Borges, ni Mallea, ni Sábato se fueron». Asimismo, Ernesto Sábato escribió en Clarín, el 5 de julio de 1980: «En la Argentina la inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, pensadores, están en el país, y trabajan. Cometen una gran injusticia los que están afuera del país pensando que acá no pasa nada y que es un tremendo cementerio».
El viernes 25 de marzo de 1977, cuando la Junta Militar argentina cumplió un año en el poder, Rodolfo Walsh distribuyó en la puerta de la Casa de Gobierno, en la sede de la embajada estadounidense, en las oficinas de la Curia Eclesiástica y en las agencias internacionales de noticias una Carta Abierta que es, desde entonces, un clásico en la literatura política de América Latina, y uno de los más incontestables documentos de denuncia contra los horrores del régimen.
Sobre esta realidad llegamos en Argentina a este 24 de marzo, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, y en feriado nacional, no laborable e inamovible desde que la promulgó por ley del Congreso el presidente Néstor Kirchner.
Un 24 de marzo cuando el país aún cruje por la asfixia del Fondo Monetario Internacional y sus cómplices de la oligarquía agropecuaria y empresarial, esos que remarcan los precios de los alimentos todos los días, los que se quedan con el capital acumulado, los que achican los salarios como nunca antes, esos que se amparan en el lawfare de una justicia putrefacta –desde antes y después de la dictadura- a medida de los poderosos. Esos que odian todo lo que suene a progresismo pero se valen de él cuando lo ven temeroso y concesivo …
Hoy se tiende a colocar el eje en la recuperación de las libertades democráticas. Pero las libertades democráticas, si no van acompañadas de un mínimo hecho de justicia social, son por demás limitadas. Sin duda, valiosas, importantes, por las cuales vale la pena seguir peleando todo lo necesario, pero falta completarlas con otro ciclo, el de la justicia que falta en el país, de la cual obviamente se habla muy poco, y se ve mucho menos.
Aquellos grupos económicos organizaron el golpe de 1976 con la intención de destruir el aparato productivo desarrollado a partir de la década peronista de 1945 a 1955 que transformó al “granero”, que ayer (y todavía hoy) desean las potencias y los agroexportadores locales, en una Nación con sustitución de exportaciones, valor agregado industrial y derechos laborales y sociales.
Aquellos grupos golpistas son las corporaciones dueñas del país actual, que tras impulso recibido durante el gobierno neoliberal y entreguista de Mauricio Macri, empobrecen, hambrean, endeudan al pueblo, manejan el mercado y producen una inflación que ya convirtió en “lujos” a la leche y el pan, el gas, el agua y la electricidad.
Por eso es necesario valorar cómo fue que el Estado argentino llegó a pedir perdón por todos los crímenes cometidos durante la dictadura, para luego escribir la política de Estado -Memoria, Verdad y Justicia– y anuló las leyes de impunidad y los indultos y se descolgaron los cuadros de los genocidas y se abrieron las puertas de los tribunales para juzgar los crímenes de lesa humanidad y las puertas de las cárceles para que ingresen, tras un juicio justo, (algunos de) los mayores criminales de la historia. Fue con y por la lucha popular.
Sobre este mundo llegamos hasta aquí y sobre este país que también cruje por la asfixia a la que lo somete el FMI y sus cómplices de cabotaje, esos que remarcan los precios de los alimentos a cuatro manos, esos que se quedan con el capital acumulado
Ocurre que hay una consigna que está dando vueltas. Que estos 40 años de democracia, con un 43 y pico de pobreza en el país, no es la razón por la que las y los 30.000 compañeros desaparecidos dieron todo lo que tenían. Que acá hay otras cuestiones que están pasando, de las cuales no se habla.
La socialdemocracia insiste en colocar el eje en la recuperación de las libertades democráticas. Pero las libertades democráticas, si no van acompañadas de un mínimo hecho de justicia, llamémosle justicia social, son libertades muy limitadas por cierto. Valiosas, importantes que deben completarse con otro ciclo, el de la justicia que falta en el país, de la cual obviamente se habla muy poco, y se ve mucho menos.
Esta democracia tiene límites muy serios, muy profundos, que de alguna manera hasta hace unos años todavía reconocía formas de “salvataje”, por ponerle un nombre. Bajo algún mecanismo de fórmula reformista. Vale recordar los gobiernos previos de todos estos años, donde por momentos se podía pensar que de alguna manera, era el paso previo, un escalón para mejorar la situación.
El paso del tiempo, lo que va comprobando, es que ese escalón no es para subir, ese escalón es para bajar. Y cada vez estamos bajando más y más escalones. Entonces, lo que nos tenemos que poner a pensar es, qué está pasando.
La memoria significa precisamente eso, preguntarnos el por qué de la violencia de abajo en respuesta a la violencia de arriba, el estudio de la sociedad argentina y sus reiteradas traiciones a la democracia y al pueblo. Dilucidar el por qué del fracaso de esa violencia realizada desde abajo, y el por qué de la increíble y tal vez ya insuperable crueldad de la represión militar argentina.
Para los socios del Pen Club, inventar demonios es mucho más fácil que preguntarse el por qué de las órdenes brutales de represión. La memoria en nosotros es imprescindible para que no se nos vuelva a sorprender con la desaparición y la tortura en la defensa de denominados valores occidentales y cristianos, decía Osvaldo Bayer.
El poeta español León Felipe ya lo decía: Los mismos hombres, las mismas guerras, los mismos tiranos, las mismas cadenas, los mismos farsantes, las mismas sectas ¡y los mismos, los mismos poetas! ¡Qué pena, que sea así todo siempre, siempre de la misma manera!